martes, 23 de octubre de 2007

GOTHICO





































NOTA: . LEER CON LETRAS OSCURAS

EN REALIDAD, ESTO ES UN FALLO MIO, EL QUE HACE EL BLOG, ES UNA SOLA PERSONA, Y LA HISTORIA, ES QUE NO TENGO UN BLOG SOLO, SINO UNOS 15 (HE TENIDO MAS, Y HAY ALGUNO, QUE ESTA POR AHY, Y NO SE DONDE, JJAJAJAJAJAJA.)BUENO, AL TEMA, MUCHAS VECES CUANDO SUBO COSAS, NO ME ACUERDO A LO MEJOR DEL COLOR DEL FONDO, O QUE DETERMINADOS COLORES, NO SE VEN BIEN; EL TRUCO PARA LEERLO, ES "CON EL BOTON DERECHO DEL RATON, ABRES EL MENU CONTEXTUAL, Y LE DAS A "SELECCIONAR TODO...", COMO SI FUERAS A COPIARLO, Y SE ENCENDERA TODO EL ARTICULO" ; "OTRA MANERA, ES LO MISMO, PERO SIN ELEGIR TODO, IR MARCANDO ZONAS, QUE VALLAS A LEER A CONTINUACION, COMO SI FUERAS A COPIARLAS CON EL RATON, Y SE IRA ENCENDIENDO PARTE A PARTE, ESTA ES LA MANERA QUE USO YO, CUANDO ME ENCUENTRO UNA PAGINA ASI; Y LO DICHO, OS VUELVO A PEDRIR DISCULPAS, ATENTAMENTE, SNAKE // ARKAIKO

















jueves 30 de agosto de 2007










VIDEOS MUSICA








Three Days Grace - Animal I Have Become

Evanescence - Bring Me To Life

Requiem for a Dream (Evanescence and WT)

Lacuna Coil - Swamped

Lenny Kravitz - American Woman

Evanescence - Call Me When Your'e Sober

The Cure - Lullaby // cancion de cuna

















viernes 24 de agosto de 2007










DEFINICION : CATOLICO / CRISTIANO / EVANGELISTA








" CATOLICO / CRISTIANO / EVANGELISTA, =. Portador de buenas nuevas, particularmente (en sentido religioso) las que garantizan nuestra (SU) salvación y la condenación del prójimo (O DE LOS DEMAS ) . "


NOTA: (UNA PEQUEÑA RESEÑA) : SOY LA PERSONA QUE HACE ESTOS BLOGS, Y LA VERDAD, A VECES VEO UN FANATISMO POR UNA PARTE TANTO POR OTRA, EN VEZ DE LLEGAR A UN CONSENSO, CADA UNO QUIERE TENER RAZON EN LO SUYO, COMO PONE ARRIBA, YO TENGO LA SOLUCION, Y LOS DEMAS NO; LA VERDAD, HAY TANTAS SOLUCIONES COMO PERSONAS AHY, E IGUALMENTE LAS MISMAS FORMAS DE PENSAR, HAY GOTICOS, QUE VISTEN DE VAQUEROS Y CON UNA CAMISETA, Y EN SU SENTIR, HABLAR , Y COMUNICARSE, PUEDEN SER TANTO O MAS QUE QUIEN VISTA A LA ULTIMA MODA GOTICA/DARK, O LO QUE SEA UNO, EN SI, TODO ES APARIENCIA, TODO ESTA DENTRO DE UNO, ESTA CLARO QUE QUIEN SIENTA ESTERIOLIZARLO ES LIBRE DE HACERLO, Y MUY BIEN QUE LO VEO, PERO LA "VERDAD, O EL VERDADERO SENTIMIENTO DE LO QUE SE ES, ESO NO SE PIEDE VESTIR, SOLO SENTIR"

IGUALMENTE, LOS CATOLICOS, CRISTIANOS, EVANGELISTAS QUE ENTRAN, HACEN SU ABRACADABRA, Y SE CREEN QUE YA NOS HA "SALVADO A TODOS", LA PREGUNTA ¿QUIERO YO QUE ME SALVE?...O ¿PORQUE ME TIENE QUE SALVAR, ES QUE ME HE PERDIDO?, SI HABLARA, LA VERDAD, DEJARIA A MAS DE UNO CALLADO, SOY DE UNA FAMILIA CIEN POR CIEN CATOLICA, YO HE SIDO MAS DE 15 AÑOS EVANGELISTA, LLEGANDO A LLEVAR COMUNIDADES CERRADAS, E INCULCAR EL CRISTIANISMO, UNA ETAPA DE MI VIDA; PERO POCO A POCO PENSE, DICE LA VERDAD TE HARA LIBRE, SI, ES VERDAD, LA VERDAD, ME HA ABIERTO LOS OJOS, Y SOLO VEO ( A LO CLARO) "MAMONEO"
HE VISTO POBRES MURIENDOSE DE HAMBRE, Y EN LA ACERA DE ENFRENTE "CRISTIANOS SALVOS, PONIENDOSE LAS BOTAS A COMER"...., BUENO ESTO ES BANAL, SI ME PUSIERA A DECIR COSAS ASI, NO HABRIA NI TIEMPO, NI NADA,
Y SIENDO EVANGELISTA, EMPECE A "ESTUDIAS A ANGELES Y DIABLOS", UNA COSA MAS QUE HAY EN LA BIBLIA, Y TAN LOABLE DE ESTUDIAR COMO OTRA CUALQUIERA; LA REALIDAD, AHORA SOLO SOY UNA PERSONA, TENGO MIS IDEAS COMO TODOS, MIS FALLOS, ESO ESTA CLARO, Y METO LA PATA COMO TODO EL MUNDO, PERO SOY YO QUIEN PIENSA POR MI, NO OTRA PERSONA...

















domingo 19 de agosto de 2007










LA BIBLIA SATANICA // LAVEY (FRACMENTO)








LA BIBLIA SATANICA

LaVey

Tú, lector, estás a punto de ser empalado en los
afilados cuernos de un dilema Satánico. Si aceptas los
postulados de este libro, condenarás a tus más
preciados santuarios a la aniquilación. A cambio
despertarás —al más feroz de los Infiernos. Si
rechazas su argumento, te resignarás a una
desintegración cancerosa de tu hasta entonces
inconsciente sentido de identidad. No es de extrañar
que el legado del Archienemigo le haya prodigado
enemigos tan amargos!!
Cualquiera que sea tu decisión, no podrás
postergarla por más tiempo. La Biblia Satánica
finalmente articula lo que el hombre, instintivamente,
siempre ha temido proclamar: que él es,
potencialmente, divino




LAS NUEVE
DECLARACIONES
SATÁNICAS


1. ¡Satán representa complacencia, en lugar de
abstinencia!


2. ¡Satán representa la existencia vital, en lugar de
sueños espirituales!


3. ¡Satán representa la sabiduría perfecta, en lugar
del auto engaño hipócrita!

4. ¡Satán representa amabilidad hacia quienes la
merecen, en lugar del amor malgastado en
ingratos!

5. ¡Satán representa la venganza, en lugar de ofrecer
la otra mejilla!


6. ¡Satán representa responsabilidad para el
responsable, en lugar de preocuparse por
vampiros psíquicos!


7. ¡Satán representa al hombre como otro animal,
algunas veces mejor, la mayoría de las veces peor
que aquellos que caminan en cuarto patas, el
cual, por causa de su "divino desarrollo
intelectual" se ha convertido en el animal más
vicioso de todos!


8. ¡Satán representa todos los llamados "pecados",
mientras lleven a la gratificación física, mental o
emocional!


9. ¡Satán ha sido el mejor amigo que la Iglesia
siempre ha tenido, ya que la ha mantenido en el
negocio todos estos años!




La Biblia Satánica



PRÓLOGO
Los dioses del Camino de la Mano Derecha han
peleado y disputado la tierra durante toda una década
cada una de estas deidades y sus respectivos
sacerdotes y ministros han intentado encontrar hallar
sabiduría en sus propias mentiras. En el gran
esquema de la existencia humana, la Edad de Hielo
del pensamiento religioso no puede durar más que
muy poco tiempo. Los dioses de la sabiduría mutilada
han tenido su saga, su milenio se ha convertido en
realidad. Utilizando sus propios caminos "divinos" al
paraiso, cada uno ha acusado a otro de herejias e
indiscreciones espirituales. El Anillo de los
Nibelungos carga sobre si una maldición eterna, pero
esto solo se debe a que quienes lo buscan piensan en
terminos de "Bien" y "Mal" -- siendo siempre los
"buenos". Para poder sobrevivir, los dioses del
pasado se han convertido en sus propios diablos.
Débilmente, para poder llenar los tabernáculos y
pagar las hipotecas de sus templos, sus ministros
juegan el juego del diablo. ¡Ay! Han estudiado su
"honradez" durante mucho tiempo, y por eso fabrican
unos pobres diablos incompetentes. Así, juntan sus
manos en unión fraternal, y para celebrar su ultimo
concilio ecuménico se dirigen en su desesperación
hacia el Valhalla. "Se acerca el crepúsculo de los
dioses". Los cuervos de la noche han volado





(FUEGO)
— EL LIBRO DE SATÁN —
(LA DIATRIBA INFERNAL)



El primer libro de la Biblia Satánica no es un intento
de blasfemar, sino una declaración de lo que podría
llamarse "indignación diabólica". El Diablo ha sido
atacado por los hombres de Dios sin reservas ni
miramientos. Nunca ha habido una oportunidad,
hablando ficticiamente, para que el Príncipe Oscuro
hable de la misma manera que los voceros del Señor
del Bien. Los agitadores del pasado han gozado de
libertad para definir el "bien" y el "mal" a su
acomodo, y han relegado alegremente al olvido a
cualquiera que no estuvise de acuerdo con sus
mentiras —verbalmente y a veces, físicamente. Su
decir de caridad, a los ojos de Su Infernal Majestad,
no es más que una farsa vacía --y bastante injusta,
teniendo en cuenta el hecho obvio que si no fuese por
su adversario Satánico, sus religiones se colapsarían.
Resulta triste, que el personaje alegórico que es el
mayor responsable del éxito de las religiones
espirituales, sea tratado con el mínimo de compasión
y el abuso más consistente —y por quienes más
untuosamente predican las reglas del juego limpio!
Durante todos los siglos de insultos que ha recibido el
Diablo, nunca ha contestado a sus detractores.
Siempre ha quedado como el caballero, mientras los
que él apoya gritan y deliran. Ha demostrado ser un
modelo de conducta, pero ahora siente que es hora de
replicar. Ha decidido finalmente que es tiempo de
recibir lo que le corresponde. Ahora ya no se
necesitan los voluminosos reglamentos de hipocresía.
Para poder volver a aprender la Ley de la Selva, será
suficiente una pequeña y breve diatriba. Cada verso
es un infierno. Cada palabra es una lengua de fuego.
Las llamas del Infierno arden ferozmente... y
purifican! Leed y aprended la Ley.




EL
LIBRO DE
SATÁN
— I —


1. En este árido desierto de acero y piedra, elevo mi
voz para que puedas oírla, Al Este y al Oeste
hago una seña. Al Norte y al Sur muestro un
signo que proclama: ¡Muerte a los débiles, salud
para los fuertes!

2. ¡Abrid los ojos para que podáis ver, oh, hombres
de mente enmohecida, y escuchadme bien,
vosotros, la multitud de seres desorientados!

3. ¡Pues yo me alzo para desafiar a la sabiduría del
mundo, para pedir explicaciones a las «leyes» del
hombre y de «Dios»!

4. Yo exijo razones de vuestras reglas doradas y
pregunto el porqué de vuestros mandamientos

5. No me inclino en señal de sumisión ante ninguno
de vuestros ídolos pintados, y el que me diga «tú
lo harás» es mi enemigo mortal.

6. Hundo mi dedo en la sangre aguada de vuestro
impotente y loco redentor, y escribo en su frente
desgarrada por las espinas: «el verdadero
príncipe del mal; ¡el rey de los esclavos!».

7. Ninguna vetusta falsedad será para mí una
verdad; ningún dogma sofocante entorpecerá mi
pluma.

8. Me aparto de todos los convencionalismos que no
me lleven al éxito y a la felicidad en la Tierra.

9. Elevo con severa energía el estandarte de los
fuertes.

10. Clavo mi mirada en los ojos vidriosos de vuestro
espantoso Jehová, y le tiro de la barba. Alzo un
hacha y abro en dos su cráneo devorado por los
gusanos.

11. Hago estallar el horrible contenido de los
sepulcros filosóficos marchitos, y río con ira
sardónica.


— II —


1. Mirad al crucifijo. ¿Qué simboliza? Pálida
incompetencia colgada de un árbol.

2. Pongo en duda todas las cosas. Colocándome
ante las podridas y barnizadas fachadas de
vuestros más excelsos dogmas morales, escribo
con letras de llameante desprecio: «¡ Ojo! ¡Mucho
cuidan! ¡Todo esto es fraude!.

3. ¡Congregaos en torno a mí, oh, vosotros que
desafiáis a la muerte, y la Tierra será vuestra,
para ahora y para siempre!

4. A la mano muerta se le ha permitido durante
demasiado tiempo que esterilice el pensamiento
vivo.

5. ¡Los falsos profetas han estado invirtiendo por
mucho tiempo lo justo y lo injusto, lo bueno y lo
malo!

6. Ningún credo debe ser aceptado como imposición
de la autoridad de una naturaleza “divina”. Las
religiones deben ser puestas en duda. Ningún
dogma moral debe ser aceptado dado por hecho;
ninguna patrón de medida debe ser deificado.
En los códigos morales no hay nada
inherentemente sagrado. Al igual que los ídolos
de madera de tiempos remotos, son obras de
manos humanas, ¡y lo que el hombre ha hecho
puede destruirlo!

7. El que no se apresura a creer en todo es
sumamente inteligente, pues disponerse a creer en
un falso principio es comenzar a carecer de
sabiduría.

8. El deber principal de toda nueva época es enseñar
a los nuevos hombres a determinar sus libertades,
a dirigirlas hacia el éxito material, a rechazar los
candados y cadenas oxidadas de las costumbres
muertas que impiden siempre la expansión
saludable, aquellas teorías e ideas que pudieron
haber significado vida, esperanza y libertad para
nuestros antepasados, es posible que ahora
representen para nosotros destrucción, esclavitud
y deshonor.

9. ¡Cuándo el medio ambiente cambia, ningún ideal
humano permanece seguro!

10. Por lo tanto, cada vez que una mentira se haya
instalado en un trono, asaltémosla sin piedad y
sin escrúpulos de conciencia, pues nadie puede
prosperar bajo el dominio de una falsedad
inconveniente.

11. ¡Destronemos los sofismas establecidos,
arranquémoslos de cuajo, quemémoslos y
destruyámoslos, pues son una amenaza para toda
la auténtica nobleza del pensamiento y la acción!

12. ¡Cada vez que por medio de los resultados quede
demostrado que una pretendida «verdad» no es
más que una vana ficción!. ¡Arrojémosla sin
ceremonia hacia la oscuridad exterior, y que
caiga entre los dioses muertos, los imperios
muertos, las filosofías muertas y otras ruinas
inútiles! ¡Su puesto está entre los trastos viejos!

13. La más peligrosa de todas las mentiras
entronizadas es la mentira santa, santificada,
privilegiada; la mentira que todo el mundo toma
por un modelo de verdad. Es la madre nutricia de
todos los otros espejismos y errores populares, Es
el árbol, con cabeza de hidra y mil raíces de lo
irrazonable, ¡Es un cáncer social!

14. Aquella mentira que se muestra a nosotros como
media mentira está medio erradicada; Pero
aquella mentira que incluso las personas
inteligentes aceptan como un hecho -la mentira
que le ha sido inculcada al niño cuando reposaba
en las rodillas de su madre-, ¡esa es más peligrosa
de afrontar que una pestilencia insidiosa!

15. Las mentiras populares han sido siempre las más
potentes enemigas de la libertad personal. No
existe más que una forma de hacerles frente:
arrancarlas, arrancarlas de cuajo, como si fueran
cánceres. ¡Aniquiladlas o ellas aniquilarán!


— III —


1. “Amaos los unos a los otros”. Se nos dice que
esto es la ley suprema, Pero ¿qué poder lo ha
hecho así? ¿Sobre qué autoridad racional reposa
el evangelio del amor? ¿Por qué no habría yo de
odiar a mis enemigos? Si los «amo», ¿no me
pongo a merced de ellos?

2. ¿Es natural que los enemigos se hagan el bien los
unos a los otros? ¿Es bueno eso?

3. ¿Puede la víctima desgarrada y ensangrentada
"amar" las fauces ensangrentadas que le van
arrancando miembro tras miembro?

4. ¿No somos todos por instinto animales de presa?
Si los seres humanos cesaran totalmente de
atacarse los unos a los otros, como animales de
presa, ¿podrían continuar existiendo?

5. ¿No es el «deseo lujurioso y camal» un término
más veraz para definir al "amor" cuando lo
aplicamos a la propagación de la especie’? El
"amor" de las aduladoras escrituras, ¿no es un
simple eufemismo de la actividad sexual? ¿O
acaso el «gran maestro» era un glorificador de los
eunucos?

6. Ama a tus enemigos y haz el bien a los que te
odian y te explotan. ¿No es esta la despreciable
filosofía del perro de aguas que gira sobre su
lomo cuando le dan patadas?

7. Odia a tus enemigos con todo tu corazón, y si un
hombre te abofetea en la mejilla, ¡Abofetéale en
la otra! Abofetéale con toda tu alma, pues el velar
por uno mismo es la ley más excelsa.

8. ¡El que ofrece la otra mejilla es un perro cobarde!

9. Devuelve golpe por golpe, desprecio por
desprecio, ruina por ruina, ¡y devuélvelos con
interés del ciento por ciento! Ojo por ojo, diente
por diente, ¡siempre en una proporción de cuatro
a uno, de cien a uno! Conviértete en el temor de
tu adversario, y cuando él se aleje, lo hará con
mucha más sabiduría que rumiar. De este modo,
te harás respetar en todas las esferas de la vida, y
tu espíritu, tu espíritu -inmortal, vivirá, no en un
paraíso intangible, sino en el cerebro y en las
fibras de aquellos cuyo respeto has conquistado.


— IV —


1. La vida es la gran satisfacción de las pasiones.
La muerte es la gran abstinencia. Por lo tanto,
sácale el mayor provecho a la vida, ¡aquí y ahora!

2. No hay un Cielo donde la gloria resplandezca ni
un Infierno donde los pecadores se abrasen, ¡Es
aquí en la Tierra donde conocemos nuestros
tormentos! ¡Es aquí en la Tierra donde sentimos
nuestros goces! ¡Es aquí en la Tierra donde están
nuestras oportunidades! ¡Elige este día, esta hora,
pues no existe redentor alguno!

3. Di en tu corazón: "Yo soy mi propio redentor"

4. Detén la marcha de aquellos que te persiguen.
Deja que aquellos que han provocado tu ruina
sean lanzados a la confusión y a la infamia,
Déjalos que sean como paja menuda ante un
ciclón, y después de que ellos hayan caído,
regocíjate de tu propia salvación.

5. Entonces todos tus huesos dirán orgullosamente;
¿Quién está por encima de mí? ¿No he sido
demasiado fuerte para mis adversarios? ¿No me
he liberado yo mismo por medio de mi cerebro y
mi cuerpo?


— V —


1. Benditos sean los fuertes, pues de ellos será la
Tierra. ¡Malditos sean los débiles, pues ellos
heredarán el yugo!

2. Benditos sean los poderosos, pues ellos serán
reverenciados por los hombres... ¡Malditos sean
los débiles, pues ellos serán borrados de la faz de
la Tierra!

3. Benditos sean los audaces, pues ellos serán los
amos del mundo. ¡Malditos sean los
virtuosamente débiles, pues ellos quedarán
aplastados bajo las pezuñas del Diablo!.

4. Benditos sean los triunfadores, pues la victoria es
la base del derecho... ¡Malditos sean los vencidos,
pues ellos serán vasallos para siempre!
5. Benditos sean los de la mano de hierro, pues los
blandos huirán ante ellos... ¡Malditos sean los
pobres de espíritu, pues serán escupidos!

6. Benditos sean los que desafían a la muerte, pues
sus días serán largos en la Tierra... ¡Malditos
sean los que sueñan con una vida más rica más
allá de la tumba, pues ellos perecerán en medio
de la abundancia!

7. Benditos sean los destructores de la falsa
esperanza, pues ellos son los verdaderos Mesías...
¡Malditos sean los adoradores de Dios, pues ellos
serán ovejas esquilmadas!

8. Benditos sean los valientes, pues ellos obtendrán
grandes tesoros... ¡ Malditos sean los que creen
en el bien y en el mal, pues se dejan asustar por
sombras!

9. Benditos sean aquellos que creen en lo que más
les conviene, pues su mente no se aterrorizará
nunca... ¡Malditos sean los «corderos de Dios»,
pues serán desangrados hasta quedar más blancos
que la nieve!

10. Bendito sea el hombre que tiene una legión de
enemigos, pues ellos le harán héroe, ¡Maldito sea
el que hace el bien a quien le paga con desprecio,
pues él será despreciado!

11. Benditos sean los de mente poderosa, pues ellos
superarán los torbellinos...¡Malditos sean los que
ofrecen mentiras como verdades y verdades como
mentiras, pues ellos son una abominación!

12. ¡Malditos sean tres veces los débiles a quienes la
inseguridad les hace viles, pues ellos son una
abominación!

13. El ángel del engaño que nos hacemos a nosotros
mismos en el alma de los «justos». ¡La llama
eterna del poder alcanzado a través del placer
mora en la carne del satanista!




(AIRE)
— EL LIBRO DE LUCIFER —
LA ILUMINACIÓN




El dios romano, Lucifer, era el Portador de Luz, el
espíritu del aire, la personificación de la Iluminación
y el Conocimiento. En la mitología Cristiana, se
convirtió en el sinónimo del mal, ¡qué es lo único que
habría de esperarse de una religión cuya existencia
misma es perpetuada por definiciones confusas y
valores fraudulentos! Es hora de aclarar las cosas.
Deben corregirse los falsos moralismos y los errores
ocultistas. Tan entretenidas como puedan ser, la
mayoría de historias y obras sobre adoración del
Diablo deben ser reconocidas como las ridiculeces
obsoletas que son. Se ha dicho "la verdad os hará
libres". La verdad por sí misma nunca ha liberado a
alguien. Es la DUDA la que trae la emancipación
mental. Sin el maravilloso elemento de la duda, el
portal por el cual llega la verdad permanecería
cerrado, imperturbable ante los golpes enérgicos de
mil Luciferes. Cuan comprensible resulta que las
Sagradas Escrituras se refieran al monarca Infernal
como el "padre de las mentiras" —un magnífico
ejemplo de inversión de carácter. Si uno va a creer
ésta acusación teológica de que el Diablo representa
la falsedad, entonces debe concluirse que sea ¡ÉL, NO
DIOS, QUIEN ESTABLECIÓ TODAS LAS RELIGIONES
ESPIRITUALES Y QUIEN ESCRIBIÓ TODOS LOS TEXTOS
SAGRADOS!
Cuando una duda es seguida por otra, la
burbuja, ya repleta de tantas falacias desde hace
tiempo acumuladas, amenaza con reventar. Para
quienes ya dudan de las supuestas verdades, este libro
es la revelación. Entonces Lucifer se habrá levantado.
¡Ya es tiempo de dudar! La burbuja de la falsedad se
está reventando y su sonido es el rugir del mundo.


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NOTA: HAY QUE DECIR QUE YO, NO SOY PARTE DE NINGUNA SECTA, NI NADA POR EL ESTILO, LO UNICO QUE ME MOTIVA A SUBIR TODA ESTA ESPECIE DE "LITERATURA OSCURA", ES ESO, MI IGNORANCIA ANTE EL TEMA, Y EL QUERES SABER MAS DEL PORQUE HAY ESCRITOS QUE HAN ESTADO VEDADOS TANTO TIEMPO A LAS PERSONAS DE A PIE, HASTA TAL PUNTO, QUE EN OTRO LUGARES DEL MUNDO, HAY MAS ESTUDIOSOS DE ESTA CLASE DE "NUESTRA LITERATURA OCCIDENTAL", MAS QUE NOSOTROS, HABIENDO EN PAISES ORIENTALES, VERDADEROS MAESTROS SOBRE ESTOS TEMAS; POR OTRA PARTE, PARA QUE LA GENTE NO SE ESCANDALIZE DE MANERA SOEZ, SOLO HE PUESTO LOS PRIMEROS CAPITULOS DE LA BIBLIA SATANICA DE LAVEY, SI ALGUIEN QUISIERA EL RELATO, RUEGOLE SE SIRVA PEDIRLO A : snake@ono.com ; PONIENDO EN EL MAIL, EL MOTIVO/ASUNTO : LA BIBLIA SATANICA ; SIN MAS, ME DESPIDOS DE USTEDES, DANDOLES LAS GRACIAS POR LA ACOGIDA QUE HAN TENIDO MIS BLOGS, ATENTAMENTE : SNAKE











jueves 16 de agosto de 2007









DARK BIOGRAFHY: ANTON SZANDOR LAVEY // LA IGLESIA DE SATAN







DARK BIOGRAFHY: ANTON SZANDOR LAVEY // LA IGLESIA DE SATAN











martes 7 de agosto de 2007










EL PUENTE DEL TROLL // TERRY PRATCHETT








Terry Pratchett
EL PUENTE DEL TROLL




El viento soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo.
Hacia demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a
los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse.
Cuando hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus Casas, frente al
hogar, y se contaban historias sobre héroes.
Eran un viejo caballo y un viejo jinete. El caballo parecía una tostadora empaquetada
al vacío; el hombre tenía el aspecto de que el único motivo por el que no caía de su
montura era que no podía reunir las fuerzas necesarias para ello. A pesar del
cortante viento helado, sólo iba vestido con una corta falda de piel y un vendaje
sucio en una rodilla.
Se quitó una empapada colilla de los labios y la aplastó contra la otra mano.
–Está bien, vamos a hacerlo –dijo.
–Para ti es muy fácil –contestó el caballo–. Pero ¿y si tienes uno de tus ataques de
vértigo? Y últimamente tienes la espalda fatal. ¿Cómo me sentiré, si nos devoran
porque tienes un tirón en la espalda en un mal momento?
–Eso no pasará –aseguró el hombre.
Se deslizó hasta las heladas piedras y sopló sobre sus dedos. Luego sacó del fardo
una espada con un filo que parecía una sierra mal conservada y asestó unos
mandobles en el aire con escasa convicción.
–Todavía conservo mi viejo estilo –comentó.
El hombre hizo una mueca y fue a apoyarse en un árbol.
–Juraría que esta maldita espada es más pesada cada día.
–Tendrías que volver a guardarla –le aconsejó el rocín–. Ya basta por hoy. ¡Hacer
estas cosas a tu edad! No está bien.
El hombre puso los ojos en blanco.
–Jodida subasta! Esto es lo que me pasa por comprar algo que perteneció a un mago
–maldijo, dirigiéndose al frío mundo en general– Te miré los dientes y los cascos,
pero no se me ocurrió escuchar.
–¿Quién crees que estaba pujando contra ti? –replicó el equino. Cohen el Bárbaro
siguió apoyado en el árbol. No estaba totalmente seguro de poder volver a
enderezarse.
–Debes de tener muchos tesoros escondidos –supuso el caballo–. Podríamos ir hacia
el Límite. ¿Qué te parece? Es bonito y hace calor. Un bonito y caluroso lugar, con
una playa, ¿eh? ¿Qué me dices?
–No hay ningún tesoro –declaró Cohen–. Me lo gasté todo. En bebida. Lo di todo. Lo
perdí.
–Debiste haber guardado algo para la vejez.
–Jamás pensé que llegaría a la vejez.
–Algún día morirás –dijo el caballo–. Podría ser hoy.
–Ya lo se'. ¿Por qué crees que he venido aquí?
El equino se giró y miró hacia el barranco. Allí, el camino era tortuoso y difícil de
seguir. Unos árboles jóvenes se abrían paso entre las piedras. El bosque estaba
apiñado a ambos lados. En unos años más, nadie sabría que allí había habido un
sendero. Por su aspecto, tampoco lo sabía nadie ahora.
–¿Has venido aquí a morir?
–No. Pero hay algo que siempre he querido hacer. Desde que era un muchacho.
–¿Ah, sí?
Cohen intentó incorporarse. Los tendones lanzaron mensajes candentes por sus
piernas.
–Mi padre... –chilló. Luego recuperó el control–. Mi padre me dijo... –Pugnó por
tomar aire.
–Hijo... –trató de ayudarlo el caballo.
–¿Qué?
–Hijo. Ningún padre llama a su chaval «hijo» a menos que esté a punto de impartirle
algo de su sabiduría. Todo el mundo lo sabe.
–Son mis recuerdos.
–Perdón.
–Me dijo: «Hijo...». Sí, vale. «Hijo, cuando venzas a un troll en combate singular,
podrás hacer cualquier cosa.»
El caballo parpadeó. Luego volvió a examinar el sendero entre los les hasta la
profundidad del barranco. Allí había un puente de piedra
Tuvo un horrible presentimiento.
Pateó nerviosamente el suelo con los cascos.
–Vamos hacia el Límite –insistió–, Es bonito y hace calor.
–No.
–¿Qué ganamos matando a un troll? ¿Qué conseguirás con eso?
–Un troll muerto. De eso se trata. En cualquier caso, no es necesario matarlo. Basta
con vencerlo. Uno contra uno. Mano a... troll. Si no lo intento, mi padre se revolverá
en la tumba.
–Me dijiste que te expulsó de la tribu cuando tenías once años.
–Lo mejor que pudo haber hecho jamás. Me enseñó a volar con las alas de otros.
Ven aquí, ¿quieres?
El caballo se puso a su lado. Cohen se agarró a la silla y se incorporó.
–Y tú quieres luchar hoy con un troll... –rezongó el equino.
Cohen rebuscó en el saco y extrajo la bolsa de tabaco. El viento sacudió el papel de
fumar mientras enrollaba un cigarrillo.
–Eso es –asintió.
–Y hemos hecho todo este camino para eso.
–Teníamos que hacerlo –dijo Cohen–. ¿Cuándo fue la última vez que viste un puente
con un troll debajo? Cuando yo era un chaval, había a cientos. Ahora hay más trolls
en las ciudades que en las montañas. La mayoría, gordos como cerdos. ¿Para qué
combatimos en tantas guerras? Ahora... cruza ese puente.
Era un puente solitario sobre un río poco profundo, espumoso y traicionero en un
hondo valle. La clase de lugar donde uno se topa con...
Una figura gris saltó sobre el parapeto y cayó con los pies separados frente al
caballo. Blandía un garrote.
–Está bien –gruñó.
–Oh... –empezó el caballo.
El troll parpadeó. Incluso los cielos fríos y nubosos del invierno reducían seriamente
la conductividad del cerebro de silicona de un troll. Tardó todo este tiempo en darse
cuenta que no había nadie en la silla
Parpadeó de nuevo, porque sintió de pronto la punta de un cuchillo en el cogote.
–Hola –saludó una voz junto a su oreja.
El troll tragó saliva. Pero con mucho cuidado.
–Mira, esto es una tradición, ¿vale? –dijo a la desesperada–. En un puente como
éste, la gente tiene que esperar que aparezca un troll.
»Por cierto –añadió, cuando otro pensamiento llegó a duras penas ¿cómo es que no
te he oído acercarte?
–Porque esto lo hago bien –repuso el viejo.
–Eso es verdad –confirmó el rocín–. Se ha acercado sigilosamente a otros hombres
más veces de las que tú has asustado a tus cenas.
El troll se arriesgó a mirarlo de reojo.
–¡Por todos los demonios! –susurró–. Te crees que eres Cohen el Bárbaro, ¿no?
–¿Y tú qué crees? –dijo Cohen el Bárbaro.
–Escucha –intervino el caballo–, si no se hubiese envuelto las rodillas con vendas, lo
habrías descubierto por el crujir de sus huesos.
El troll necesitó un cierto tiempo para entenderlo.
–¡Oh, vaya! –exclamó jadeante–. ¡En mi puente! ¡Vaya!
–¿Qué? –preguntó Cohen, El troll se zafó de la presa y agitó las manos
frenéticamente.
–¡Está bien! ¡Está bien! –gritó mientras Cohen avanzaba–. ¡Ya me tienes! ¡Ya me
tienes! ¡No voy a resistir! Sólo quiero llamar a mi familia, ¿de acuerdo? De lo
contrario, nadie me creerá. ¡Cohen el Bárbaro! ¡En mi puente!
Su pecho, enorme y duro como una piedra, se hinchó aun mas.
–Mi jodido cuñado siempre está fardando de su jodido puente de madera –añadió–, y
mi mujer no sabe hablar de otra cosa. ¡Ja! Me gustaría verle la cara ahora... ¡Oh, no!
¿Qué vas a pensar de mí?
–Buena pregunta –dijo Cohen.
El troll soltó el garrote y estrechó la mano a Cohen.
–Me llamo Mica –se presentó–. ¡Qué gran honor! –Se asomó al parapeto y vociferó–:
¡Berila! ¡Sube! ¡Y trae a los niños!
Cuando se volvió hacia Cohen, el rostro del troll estaba resplandeciente de felicidad y
orgullo.
–Berila siempre dice que tendríamos que mudarnos, encontrar algo mejor; pero yo le
contesto que este puente ha sido de nuestra familia durante generaciones. Siempre
ha habido un troll bajo el Puente de la Muerte. Es la tradición.
Una enorme mujer troll con dos niños a cuestas subió por la ribera arrastrando los
pies, seguida de una fila de trolls más pequeños. Todos ellos se alinearon detrás de
su padre y observaron a Cohen con grandes ojos.
–Te presento a Berila –dijo el troll. Su mujer miró ceñuda a Cohen–. Y éste... –
empujó hacia adelante a una copia más pequeña y enfurruñada de sí mismo– es mi
chaval, Pedregal. Una lasca de la vieja roca. Será el que se encargue del puente
cuando yo ya no esté, ¿verdad, Pedregal? ¡Mira, este señor es Cohen el Bárbaro!
¿Qué te parece, eh? ¡En nuestro puente! No sólo tenemos mercaderes ricos y fofos
como tu tío Piritas –añadió el troll, hablando todavía a su hijo mirando por el rabillo
del ojo a su mujer–: tenemos héroes de verdad, como en los viejos tiempos.
La mujer del troll miró a Cohen de arriba abajo.
–¿Es rico, éste? –preguntó.
–El dinero no tiene nada que ver –contestó el troll.
–¿Vas a matar a papá? –inquirió Pedregal, suspicaz.
–¡Pues claro que sí! –afirmó Mica con severidad–. Es su trabajo. Y luego seré famoso
y me mencionarán en canciones y en cuentos. Éste es Cohen el Bárbaro,
¿comprendes?, no un gilipollas del pueblo. Es un héroe famoso que ha hecho todo
este viaje para vernos, así que mostradle más respeto.
»Lo siento, señor –se disculpó después ante Cohen–. Ya sabe cómo son los chicos de
hoy.
El caballo empezó a reírse con disimulo.
–Bueno, escucha... –empezó Cohen.
–Recuerdo que papá me contó cosas de usted cuando yo era un guijarrito –dijo
Mica–. «Monta sobre el mundo como un "closo"», me decía.
Se produjo un silencio. Cohen se preguntó qué era un «closo» y sinti6 la pétrea
mirada de Berila clavada en él.
–No es más que un viejo –comentó ella–. No me parece un héroe. Si es tan bueno,
¿por qué no es rico?
–Bueno, escucha... –intentó contestar Mica.
–¿Esto es lo que hemos estado esperando todos estos años? –lo interrumpió la troll–.
¿Por esto hemos estado bajo un puente con goteras? ¿Esperando a gente que no
venia nunca? ¿Esperando a viejos con las piernas vendadas? ¡Tendría que haber
hecho caso a mi madre! ¿Y ahora quieres que deje a mi hijo quedarse sentado bajo
el puente esperando a que venga otro viejo a matarlo? ¿Esto es ser un troll? ¡Bueno,
pues ni hablar!
–¿Quieres escucharme?
–¡Ja! ¡Piritas no tiene viejos! ¡Consigue mercaderes ricos y gordos! Es alguien.
¡Debiste haber ido con él cuando tuviste la ocasión!
–¡Antes comería gusanos!
–¿Gusanos, eh? ¿Desde cuándo podemos permitirnos comer gusanos?
–¿Podemos hablar en privado? –intervino Cohen.
Echó a andar hacia el otro extremo del puente, haciendo oscilar la espada. El troll lo
siguió, caminando sin hacer ruido.
Cohen buscó la bolsa de tabaco. Miró al troll y sostuvo la bolsa en alto
–¿Fumas? –le preguntó.
–Eso puede matarte –repuso el troll.
–Sí. Pero no hoy.
–¡No te quedes todo el día charlando con tus amigotes! –vociferó Berila desde su
lado del puente–. ¡Hoy te toca ir al aserradero! Ya sabes que Chert dijo que no
podría guardarte el empleo si no te tomabas el trabajo en serio!
Mica sonrió a Cohen con un gesto de disculpa.
–Se preocupa mucho por mí –le explicó
–¡No voy a recorrerme el río otra vez para sacarte del lío! –rugió Berila–. ¡Cuéntale
lo de los machos cabríos, señor Gran Troll!
–¿Machos cabríos? –se extrañó Cohen.
–No sé nada de esos machos cabríos –dijo Mica–. Siempre está hablando de los
machos cabríos, y yo no sé nada de ellos. –E hizo una mueca.
Observaron cómo Berila se llevaba a los jóvenes trolls por la ribera hasta la
oscuridad que se extendía bajo el puente.
–La cuestión es que no pretendía matarte –declaró Cohen cuando quedaron a solas.
El troll quedó decepcionado.
–¿No?
–Sólo quería tirarte desde el puente y robarte los tesoros que tuvieras.
–¿Sí?
Cohen le dio unas palmadas en la espalda.
–Además –añadió–, me gusta la gente con... buena memoria. Eso es lo que necesita
el país: buena memoria.
–Hago cuanto puedo, señor –repuso el troll, poniéndose firmes–. Mi chaval quiere ir
a trabajar a la ciudad. Le he dicho que ha habido un troll bajo este puente durante
casi quinientos años...
–Así que, si me entregas tu tesoro, seguiré mi camino –prosiguió Cohen.
El rostro del troll se crispó en un súbito ataque de pánico.
–¿Tesoro? No tengo ninguno.
–¡Oh, vamos! ¿Con un puente como el tuyo?
–Si, pero ya nadie baja por el sendero –dijo Mica–. La verdad es que has sido el
primero en varios meses. Berila dice que tendría que haberme ido con su hermano
cuando construyeron la nueva vereda por su puente, pero –levantó la voz– yo dije:
ha habido trolls bajo este puente...
–Ya, ya –lo cortó Cohen.
–El caso es que el puente se está cayendo –continuó el troll–. Y no tienes idea de lo
que cobran los albañiles. ¡Serán cabritos esos enanos! No puede uno confiar en ellos.
–Se inclinó hacia Cohen y agregó en tono confidencial–: Para ser franco, tengo que
trabajar tres días a la semana en el aserradero de mi cuñado para llegar a fin de
mes.
–Creía que tu cuñado vivía bajo un puente.
–Uno de ellos. Pero mi mujer tiene tantos hermanos como los perros tienen pulgas –
explicó el troll, y miró hacia el torrente con desolación–. Uno de ellos es maderero en
Aguas Agrias, otro tiene el puente, el tercero es un gordo comerciante en Pica
Amarga. ¿Te parece trabajo para un troll?
–Pero uno está en el negocios de los puentes.
–¿El negocio de los puentes? ¿Sentado sobre una caja todo el día haciendo pagar
una pieza de plata a los viajeros que quieren cruzar–¡La mitad del tiempo ni siquiera
está en su sitio! Paga a un enano para que le haga de recaudador. ¡Y se llama troll!
¡No puedes distinguirlo de un humano a menos que lo mires de cerca!
Cohen asintió, comprensivo.
–¿Sabes que tengo que ir a cenar con ellos cada semana? –prosiguió el troll–. ¿Con
los tres? Y tener que escucharles que hay que adaptarse a los tiempos...
–Qué hay de malo en ser un troll bajo un puente? –agregó, mirando con tristeza a
Cohen–. Me crié para ser un troll bajo un puente, y quiero que Pedregal sea un troll
bajo un puente cuando yo ya no esté. ¿Qué hay de malo en eso? Si no, ¿qué sentido
tiene todo? ¿Para qué vivimos?
Se recostó en el parapeto con gesto abatido, mirando hacia las espumosas aguas.
–¿Sabes? –dijo Cohen despacio–, recuerdo la época en que un hombre podía
cabalgar desde aquí a las Montañas Afiladas y no ver ningún otro ser vivo. –Paseó
los dedos por la espada y añadió–: Al menos, ninguno en un largo trecho.
Tiró la colilla al agua y continuó:
–Ahora, todo son granjas. Pequeñas granjas dirigidas por gente pequeña. Y vallas
por todas partes. Mires donde mires, verás granjas, vallas y gente pequeña.
–Ella tiene razón –dijo el troll, continuando su conversación anterior–. No hay futuro
en seguir saltando de debajo de un puente.
–No tengo nada contra las granjas, por supuesto –prosiguió Cohen–. Ni contra los
granjeros. Tiene que haberlos. Lo malo es que antes estaban muy lejos, en los
límites. Ahora esto es el límite.
–Siempre hacia atrás –declaró el troll–. Siempre cambiando. Como mi cuñado Chert.
¡Un aserradero! ¡Un troll dirigiendo un aserradero! ¡Y tendrías que ver el lío que está
organizando con el bosque de las Sombras Cortadas!
Cohen, sorprendido, levantó la mirada.
–¿Cuál, el de las arañas gigantes?
–¿Arañas? Ya no hay arañas allí. Sólo tocones de árbol.
–¿Tocones? ¿Tocones? Me gustaba ese bosque. Era... bueno, era oscuro Hoy en día
ya no se encuentra un bosque sombrío. En un bosque como ése se sabía lo que era
sentir terror.
–Quieres sombras? Lo está replantando con abetos rojos –dijo Mica
–¡Abetos!
–No es idea suya. No distingue un árbol de otro. Todo se le ocurrió a Arcilla. Él lo
enredó.
Cohen sintió un mareo.
–¿Y quién es Arcilla?
–Te he dicho que tengo tres cuñados, ¿no? Este es el comerciante. Dijo que, si se
replantaba, sería más fácil vender el terreno.
Se produjo una larga pausa mientras Cohen asimilaba la información.
–No se puede vender el bosque de las Sombras Cortadas –dijo por fin–. No
pertenece a nadie.
–Así es. Dice que por eso puede venderlo.
Cohen descargó el puño sobre el parapeto. Una piedra se desprendió y cayó al
barranco.
–Perdón –se excuso.
–No te preocupes. Ya te he dicho que se está cayendo a pedazos.
Cohen se revolvió.
–¿Qué ocurre? Recuerdo todas las grandes guerras del pasado. ¿Tú no? Debiste de
luchar en ellas también.
–Llevaba un garrote, si'.
–Se suponía que todo era por un nuevo y brillante futuro basado en la ley y todo lo
demás. Eso era lo que decía la gente.
–Bueno, yo combatía porque un troll grandullón con un látigo me obligaba –dijo Mica
con cautela–. Pero sé lo que quieres decir.
–Quiero decir que no lo hicimos por los granjeros y los abetos rojos, ¿no?
–Y aquí estoy yo reivindicando este puente –filosofó Mica, con gesto abatido–. Y tú
has hecho todo este camino...
–Y había un rey o algo así –continuó Cohen vagamente, contemplando el agua–. Y
creo que había hechiceros. Pero seguro que había un rey. Estoy casi seguro. Jamás
lo conocí. ¿Sabes? –Sonrió al troll–. No logro acordarme de su nombre. No creo que
me lo dijeran nunca.
Una media hora después, el caballo de Cohen salió de los sombríos bosques a un
páramo desolado y azotado por el viento. Siguió caminando con paso cansino por un
tiempo hasta que dijo:
–Muy bien... ¿Cuánto le has dado?
–Doce piezas de oro –contestó Cohen.
–¿Por qué le diste doce piezas de oro?
–Sólo llevaba doce.
–Debes de estar loco.
–Cuando empecé en este negocio de ser bárbaro –dijo Cohen–, todos los puentes
tenían un troll debajo. Y no se podía atravesar un bosque como el que acabamos de
cruzar sin que una docena de trasgos intentase cortarte la cabeza. –Suspiró–. Me
pregunto qué ha sido de todos ellos.
–Tú sabrás –insinuó el caballo.
–Bueno, vale. Pero siempre creí que habría más. Siempre pensé que habría nuevos
límites.
–¿Cuántos años tienes?
–Ni idea.
–Entonces eres lo bastante viejo para no llamarte a engaño.
–Sí, tienes razón.
Cohen encendió otro cigarrillo y tosió hasta que se le humedecieron los ojos
–¡Se te está ablandando el cerebro!
–Sí,.
–¡Darle hasta tu última moneda a un troll!
–Sí –confirmó Cohen, y lanzó una voluta de humo al sol poniente.
–¿Por qué?
Cohen contempló el cielo. El resplandor rojizo era frío como las laderas del infierno.
Un viento helado cruzó la estepa y sacudió los restos de su melena.
–Por la forma como deberían ser las cosas –respondió.
–¡Ja!
–Por las cosas como fueron antes.
––¡Ja!
Cohen agachó la cabeza. Y sonrió.
–Y por tres direcciones. Algún día moriré –dijo–, pero creo que hoy, no.
El viento soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo.
Hacía demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a
los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse.
Pero cada vez quedaban menos lobos, y menos bosques.
Cuando hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus casas, frente al
hogar.
Y se contaban historias sobre héroes.











jueves 2 de agosto de 2007










LINKS-ENLACES GOTICOS








ENTRADAS DE LINKS, GOTICOS




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The Cold - Omewenne - Das Ich - Jarboe - - Dru - Anima Mundi - Black Tape for a Blue Girl
Scarlet's Well - Sunshine Blind - This Ascension - Rozz Williams - Tone - Viva Death -Autumn
Collide - tweaker - ARTE - Ddraig - PaperScape - Kambriel Designs - Jan Casper Photography
Saints and Sinners - Clovis IV Photography - Anafae - Lovely Creatures Creations - Paragon Magazine - Unscene - Gothic Ritual - New Witch Magazine - Gothic Beauty - Virus Magazine - The Sentimentalist - Zero Magazine - - Grave Concerns - SeverZine - VARIOS - A Darker Shade of Pagan Radio - Hidden Sanctuary Radio - Aural Fixation/KBGA Radio - Subculture Shock Radio Show - Raven Radio - Bar Sinister - Scary Lady Sarah - Sanctuary Club - Hidden Sanctuary - Radio Esoterica - Tormented Radio - Pandaimonium Records - Metropolis Records - Projekt Records - Gothic Europe Collective - Mother Dance











viernes 27 de julio de 2007










EL ANGEL // JOSE SEPULVEDA








“Cinco Saltos, La historia de la locura”
“El ángel”
JOSE SEPULVEDA





Era de noche en el pequeño poblado olvidado de Cinco Saltos, tierras secas del
sur que me vieron nacer, crecer y escupir sus horrendas calles; no soy más que el
frustrado, el abandonado, la sombra del que fui, el reflejo de lo que nunca quise
ser. Estoy seguro que algunos idiotas se reirán del nombre de esta ciudad, pero
créanme cuando les digo que las Iglesias no consiguen muchos clientes para sus
plegarias, el misterio de sus calles está impregnado de lágrimas de sangre, pues
la muerte se siente en el aire y se escucha en el estrepitoso chillido de los pájaros
que conocen los secretos de sus oscuros habitantes. La felicidad ha sido siempre
causa de largas historias de tragedia, la envidia corre en caudales de mirada a
mirada. Las construcciones antiguas de a principios de siglo albergan misterios
aún más oscuros que la noche invernal y las enigmáticas coincidencias de su
ubicación aterran a los sabios científicos que la visitan; confieso que la mayor
parte de los pobladores no mantiene su naturaleza humana intacta, muchos ya
han sucumbido ante los pedidos de las fuerzas del exterior y trabajan ahora para
su regreso (Dios salve el destino de esta ciudad maldita!).
Caminé recordando la vieja juventud de años claros y me encontré nuevamente
en esa esquina donde todavía niño y jovial disfrutaba la amistad, tan escasa en los
años posteriores. Allí vivía una vieja señora de cabellos blancos que de vez en
cuando gritaba, sabe Dios en que idioma, plegarias al cielo; y contrariamente a su
locura más de una vez nos invitó pan caliente y tortas fritas, ofrendas que
aceptábamos ante nuestro temor inocente generado por la sonrisa macabra de la
vieja. El desierto de la noche en el centro de la ciudad sufría una peligrosa
amalgama ante mis ojos nublados de recuerdos, una mezcla de peligro y
melancolía que confundía mis sentidos, las sombras parecían caminar detrás de
mi como esperando el momento exacto para abalanzarse sobre lo único que me
queda, pero ni siquiera ellas se atreverían a caminar en estas calles, lo sé muy
bien. El frío llegaba a mis huesos cuando llegué a la plaza central, un par de
rostros irritantes me dieron la bienvenida, algunas cosas nunca cambian, al menos
eso pensé en ese momento. Saqué mi cigarrillo y lo encendí con el herrumbroso
encendedor del estúpido que se fue con mi novia, observé cautelosamente los
ojos grises que a los lejos me vigilaban y entendí que el final se acercaba, y
aunque parece extraño era lo que buscaba hace años.
Después de unas cuadras pude divisar una figura blanca, casi luminosa, que
flotaba delante de mí como escapando de mis ojos. Y al acercarme comprendía al
fin su huida, y me enamoré inevitablemente de sus ojos y su sonrisa, era
simplemente hermosa; delgada de delicados rasgos asimétricos que dibujaban su
bello cuerpo cubierto de velos blancos encimados que apenas la protegían del frío.
Mi cuerpo se debilitaba cada vez más en su cercanía, el frío ya no era
impedimento pues los sentidos uno a uno desaparecían, y ella me alcanzó en lo
profundo de mi corazón. Acarició mi rostro áspero y rozó con su dedo mi barbilla
cuando esbozó su sonrisa devastadora incitando algo más que un juego peligroso,
algo me decía que esa era la última vez que iba a respirar, pero una aventura no
se rechaza tan fácilmente... Y la perseguí calle tras calle hasta que en los círculos
de la intrincada planeación urbana me perdí en el límite oeste, donde el sol muere,
donde yo posiblemente encontraría mi final también.
Otra vez me sentí observado, los pájaros volaron repentinamente huyendo del
peligro fatal que me acechaba. Lentamente giré mi cabeza y observé por sobre mi
hombro derecho la bestia que pretendía ser mi verdugo, el feroz perro lanzaba un
estruendoso ladrido que penetraba en mis tímpano paralizando todo mi ser, mi
temor y su furia eran separados por una débil reja que parecía querer abrirse para
deleitarse con la sangrienta masacre que me esperaba. Pensé en tratar una
escapatoria audaz pero tristemente desistí de mi raciocinio erróneo que me
conduciría a la muerte. El silencio sorpresivo dejó escuchar la melodía fúnebre
que el viento interpretaba cuando se escabullía entre los árboles para ser testigo
de mis últimos gritos. Y cuando pensé en dejar de respirar y aceptar el destino,
una persona salió de la casa que refugiaba a aquella bestia y la calmó con unas
pocas palabras, y con la misma comprensión me invitó a pasar.
En aquel lugar sencillo y acogedor parecía recordar una vieja vida que estaba
encerrada en los oscuros calabozos de la memoria, una vida de amigos, de
alegrías y camaradería. Pronto me invitaron un trago y comencé mi fantástico
relato de cómo llegue a ese maravilloso lugar, simple en estructura y asombroso
en energía. Y entre sonrisas y confianza fueron inevitables las bromas, pues aquel
ángel de vestidos blancos que creí haber visto también visitaba el lugar.
Sin poder reprimir más mi curiosidad y mi deseo de permanecer con ése ángel
pedí a uno de los tantos decrépitos anfitriones que por favor me informaran el
momento exacto cuando dejé de respirar... pues por fin el secreto de mi ciudad
fue revelado, hace tiempo lo sospechaba.
Las oxidadas bisagras de los portones viejos resonaban burlonas ante mi apacible
sorpresa, pero otra vez pude volver a sonreír en la oscuridad del nirvana, cómplice
de mis verdugos volví a sentirme vivo como nunca antes pude.
Con respecto al ángel del que me he enamorado, caminamos juntos buscando a
los espíritus perdidos...












sábado 21 de julio de 2007










ENLACES DE GRUPOS DE MUSICA; WEB´S OFICIALES








ENLACES MUSICA
; esta entrada, ha estado en otro blog un monton de tiempo, y con una gran acectacion, pero entradas posteriores, han ido "comiendole sitio, aunque aun sigue entrando gente, son enlaces de las paginas web`s originales de los grupos nombrados, u pienso tambien que del tiempo que esta, alguna estara roto el enlace, pero sera solo una pequeña cantidad :


! DISFRUTARLAS !

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EL MUNDO AVATAR: Lacrimosa -GOTHIC MUSIC#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments







EL MUNDO AVATAR: Lacrimosa -GOTHIC MUSIC#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments#comments


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // LA HIJA DEL TRATANTE DE CABALLOS // D. H. LAWRENCE








D. H. LAWRENCE (1885-1930)


David Herbert Lawrence nació en 1885 en Eastwood, Nottinghamshire, cuarto de los cinco hijos de un minero. Animado por su madre, a la que estaba extraordinariamente unido, estudió magisterio en la Universidad de Nottingham. Ford Madox Fox publicó algunos de sus primeros escritos en The English Review, y le ayudó a encontrar editor para su primera novela, The White Peacock (1911). En 1912 conoció y se enamoró de Frieda Weekley, la mujer alemana de un profesor de lenguas modernas, con la que inició una relación apasionada y muy difícil que inspiraría gran parte de su ficción posterior. Contrajo matrimonio con ella dos años después. En 1913, publicó Hijos y amantes, su primera novela de madurez, y posteriormente un volumen de poesía, Love Poems and Others, y una colección de relatos breves, El oficial prusiano y otras historias (1914). Su novela El arco iris fue censurada en 1915 por obscena. Después de la guerra, abandonó Gran Bretaña y vivió con Frieda en Sicilia, Sri Lanka, Australia, Nuevo México y México. Su fascinación por la cultura azteca le empujaría a escribir La .serpiente emplumada (1926). A principios de la década de 1920, encontró un editor para El arco iris y escribió su segunda parte, Mujeres enamoradas. Durante el invierno de 1924-1925 cayó gravemente enfermo de tuberculosis, enfermedad que padecía desde su juventud. En 1928 publicó de forma privada El amante de lady Chatterley, obra que escandalizó a la sociedad de la época y que, durante más de treinta años, estaría censurada tanto en su país como en Estados Unidos. Autor de numerosos relatos breves, «La hija del tratante de caballos» (The Horse Dealer's Daughter) apareció en The English Review en abril de 1922, y posteriormente formaría parte del volumen England, my England, publicado en octubre de ese mismo año. Lawrence murió en 1930 en Vence, en el sur de Francia, a los cuarenta y cuatro años.


La hija del tratante de caballos



-Y tú, Mabel, ¿qué piensas hacer? -preguntó Joe, con ligereza.
Él se sentía completamente a salvo. Sin preocuparse por su respuesta, se dio la vuelta, empujó una brizna de tabaco hacia la punta de la lengua y la escupió. Como él se sentía a salvo, lo demás carecía de importancia.
Los tres hermanos y la hermana rodeaban la mesa de desayuno vacía, intentando celebrar una absurda reunión. El correo de la mañana había asestado el golpe final a las vicisitudes familiares y todo había terminado. Incluso el triste comedor, con sus pesados muebles de caoba, parecía esperar que acabaran con él.
Pero la reunión no conducía a nada. Un extraño aire de ineficacia flotaba alrededor de los tres hombres mientras se repantigaban en las sillas, fumando y meditando vagamente sobre su situación. La muchacha estaba sola, una joven más bien menuda y de aspecto taciturno, de veintisiete años. No tenía nada que ver con sus hermanos. Habría resultado hermosa si no hubiera sido por la inexpresividad de su rostro, «el de un bull-dog», decían ellos.
Se oyó un estruendo de cascos de caballo en el exterior. Los tres hombres se dieron la vuelta con desgana para mirar. Más allá de los oscuros arbustos de acebo que separaban la franja de hierba de la carretera, divisaron una recua de caballos de tiro que sacaban de su recinto para hacer ejercicio. Aquella sería la última vez. Eran los últimos caballos que pasarían por sus manos. Los jóvenes les dirigieron una mirada muy dura de reprobación. Estaban asustados ante el desmoronamiento de sus vidas, y el sentimiento de desastre que les invadía no les dejaba la menor libertad interior.
Sin embargo, se trataba de tres individuos fuertes y bien parecidos. Joe, el mayor, era un hombre de treinta y tres años, corpulento y atractivo, de tez rubicunda. Tenía el rostro muy colorado, se retorcía el bigote negro con uno de sus gruesos dedos, y su mirada era inquieta y poco profunda. Mostraba su dentadura de un modo muy sensual al reírse, y no parecía nada inteligente. En aquel momento contemplaba los caballos con una expresión vidriosa de impotencia en los ojos, con cierto estupor ante la ruina.
Los enormes caballos de tiro pasaron a gran velocidad. Cuatro de ellos, con las cabezas atadas a las colas, avanzaron con dificultad hacia un sendero que salía de la carretera, pisoteando desdeñosos el fino y oscuro barro con sus grandes pezuñas, balanceando suntuosamente sus anchas grupas, y trotando un pequeño trecho mientras eran conducidos al camino, a la vuelta de la esquina. Cada uno de sus movimientos reflejaba una fuerza hercúlea y aletargada, y una estupidez que los mantenía sometidos. El cuidador, en cabeza, miraba atrás y tensaba la cuerda que los unía. Y la recua desapareció de la vista subiendo por el sendero; la cola del último caballo, tensa y erguida, se alzaba por encima de su ancha y cadenciosa grupa mientras los animales avanzaban como en un sueño por detrás del seto.
Joe los contempló con ojos vidriosos y desesperanzados. Los caballos eran casi tan importantes para él como su propio ser. Tenía la impresión de que todo había acabado. Afortunadamente, estaba prometido a una mujer de su edad, y el padre de ella, administrador de una propiedad vecina, le conseguiría trabajo. Contraería matrimonio y llevaría un arnés. Su vida había terminado, a partir de ahora sería un animal doblegado.
Se volvió inquieto, con las pisadas de los caballos que se alejaban resonando en sus oídos. Luego, con una agitación absurda, cogió las sobras de tocino que había en los platos y, con un silbido apenas perceptible, se las arrojó al terrier que dormía junto a la pantalla de la chimenea. Observó cómo las engullía y esperó a que le mirara. Entonces esbozó una débil sonrisa y, con voz aguda y algo estúpida, exclamó:
-No comerás mucho más tocino, ¿verdad?
El perro movió tristemente la cola y, doblando las patas traseras, dio unas cuantas vueltas antes de tumbarse de nuevo.
Reinó otro silencio estéril en la mesa. Joe se arrellanó en su asiento, sin querer marcharse hasta que el cónclave familiar se disolviera. Fred Henry, el segundo de los hermanos, se sentaba muy erguido, con sus largas piernas y su aire despierto. Había contemplado el paso de los equinos con más sangre fría. Aunque fuera un animal como Joe, seguía manteniendo la calma, nadie se la había arrebatado. Era el amo de cualquier caballo, y su actitud era de condescendiente autoridad. Pero no tenía poder sobre las situaciones de la vida. Empujó hacia arriba su grueso bigote castaño, lejos de su labio, y miró con irritación a su hermana, que continuaba impasible, inescrutable.
-Irás a vivir con Lucy algún tiempo, ¿no es así? -inquirió.
La muchacha no respondió.
-No sé qué otra cosa puedes hacer -prosiguió Fred Henry.
-Colocarte de criada -interrumpió Joe, lacónicamente.
La joven no movió ni un músculo.
-Si yo fuera ella, estudiaría para ser enfermera dijo Malcolm, el más pequeño de todos. Era el benjamín de la familia, un muchacho de veintidós años, de rostro lozano y alegre.
Pero Mabel no le prestó la menor atención. Llevaban tantos años hablando de ella a su alrededor que apenas les oía.
El reloj de mármol de la repisa de la chimenea señaló la media hora, el perro se levantó inquieto de la alfombrilla que había junto al fuego y miró al grupo que rodeaba la mesa del desayuno. Pero siguieron celebrando aquel inútil cónclave.
-Bueno -exclamó de pronto Joe, sin motivo-. Tengo que marcharme.
Empujó la silla hacia atrás, separó bruscamente las rodillas para dejarlas libres, como si montara a caballo, y se acercó a la chimenea. Pero no salió de la habitación; le intrigaba saber qué harían o dirían sus hermanos. Empezó a cargar su pipa, mientras observaba al perro y le decía:
-¿Vienes conmigo? Conque vienes conmigo, ¿eh? Tal como están las cosas, eso es pedirme demasiado, ¿sabes?
El animal movió débilmente la cola, y el hombre estiró la mandíbula, cubrió su pipa con las manos y empezó a dar fuertes chupadas, abandonándose al tabaco y contemplando al perro con mirada ausente. Este fijó sus ojos en él con tristeza y desconfianza. Joe seguía en pie con las rodillas hacia fuera, como si montara a caballo.
-¿Has recibido alguna carta de Lucy? -preguntó Fred Henry a su hermana.
-La semana pasada -contestó la joven, sin inmutarse.
-Y ¿qué decía?
No hubo respuesta.
-¿Te pedía que fueras a vivir una temporada con ella? -continuó Fred Henry.
-Decía que puedo ir cuando quiera.
-Entonces será mejor que lo hagas. Dile que irás el lunes.
Mabel recibió estas palabras en silencio.
-Lo harás, ¿verdad? -insistió Fred Henry, con cierta exasperación.
Pero ella no dijo nada El silencio que reinaba en el cuarto era de impotencia e irritación. Malcolm sonrió neciamente.
-Tendrás que decidirlo antes del próximo miércoles -señaló Joe en voz alta-, o te encontrarás viviendo en el bordillo de una acera.
El rostro de la joven se oscureció, pero continuó impasible.
-Ahí está Jack Fergusson -exclamó Malcolm, que miraba sin propósito claro por la ventana.
-¿Dónde? -dijo Joe, alzando la voz.
-Acaba de pasar.
-¿Viene a casa?
Malcolm estiró el cuello para ver la verja de entrada.
-Sí -replicó.
Hubo un silencio. Mabel seguía sentada en la cabecera de la mesa, como si hubiera cometido algún delito. Entonces se oyó un silbido en la cocina. El perro se levantó y ladró con estridencia. Joe abrió la puerta y gritó:
-¡Pasa!
Al cabo de un momento, entró un joven. Iba envuelto en un sobretodo y en una bufanda morada de lana, y se había calado una gorra de tweed, que no se quitó. Era de estatura media, su rostro era más bien pálido y delgado, sus ojos parecían cansados.
-¡Hola, Jack! ¿Qué tal, Jack? -exclamaron Malcolm y Joe.
Fred Henry se limitó a decir: «Jack!».
-¿Cómo va todo? -preguntó el recién llegado, dirigiéndose claramente a Fred Henry.
-Igual. Tenemos que marcharnos el miércoles. ¿Has cogido un resfriado?
-Sí... y además bien fuerte.
-¿Por qué no te quedas en casa?
-¡Quedarme en casa yo.! Cuando no me tenga en pie, quizá tenga esa suerte -contestó el joven con voz ronca y un ligero acento escocés.
-¡Vaya desastre! -exclamó Joe con regocijo-. Un médico visitando a sus pacientes con ese catarro. No parece lo mejor para ellos, ¿verdad?
El joven médico dirigió lentamente su mirada hacia él.
-¿Acaso te ocurre algo? -le preguntó con sarcasmo.
-No, que yo sepa. ¡Maldita sea! Espero que no, ¿por qué lo dices?
-Estás tan preocupado por los pacientes que pienso si tú serías uno de ellos.
-¡Maldita sea, no! Jamás he sido el paciente de ningún condenado médico, y espero no serlo nunca -respondió Joe.
En ese momento, Mabel se levantó de la mesa y todos parecieron darse cuenta de su presencia. Empezó a apilar los platos. El joven médico la miró, pero no le dijo nada. No la había saludado. Ella salió de la habitación con la bandeja, con el rostro impasible, imperturbable.
-Entonces, ¿cuándo os marcháis? -quiso saber el médico.
-Yo cojo el tren de las once cuarenta -repuso Malcolm-. ¿Vas a bajar con el carruaje, Joe?
-Sí, te lo había dicho, ¿no?
-Pues será mejor que subamos a Mabel en él. Si no te veo antes de irme, adiós, Jack -exclamó Malcolm, estrechándole la mano.
Y abandonó la casa seguido de Joe, que parecía andar con el rabo entre las piernas.
-¡Parece obra del diablo! -dijo el médico, cuando se quedó a solas con Fred Henry-. Entonces, ¿te marchas antes del miércoles?
-Ésas son las órdenes -contestó su interlocutor.
-¿Dónde? ¿A Southampton?
-En efecto.
-¡Diantre! -exclamó Fergusson, apesadumbrado.
Los dos guardaron silencio.
-Y ¿tenéis todos a dónde ir? -inquirió el joven médico.
-Más o menos.
Se produjo otra pausa.
-Te echaré de menos, Freddy, muchacho -aseguró Fergusson.
-Y yo a ti, Jack -respondió su amigo.
Te echaré terriblemente de menos», pensó el médico.
Fred Henry se dio la vuelta. No había nada que decir. Mabel entró de nuevo para terminar de recoger la mesa.
-¿Qué va a hacer entonces, señorita Pervin? -preguntó Fergusson-. ¿Irá a casa de su hermana?
Mabel le miró con aquellos ojos graves e inquietantes que siempre le hacían sentirse incómodo, turbando su aparente desenvoltura.
-No -replicó.
-En nombre de Dios, ¿qué vas a hacer? Dinos qué piensas hacer -gritó Fred Henry, inútilmente.
Pero ella se limitó a apartar la cabeza, y continuó con su trabajo. Dobló el mantel blanco y cubrió la mesa con el de felpilla.
-¡La zorra con peor carácter que ha existido jamás! -rezongó su hermano.
Pero ella terminó sus tareas con el rostro completamente impasible, mientras el joven médico la observaba con interés. Luego salió de la casa.
Fred Henry la siguió con la mirada, apretando los labios mientras sus ojos azules reflejaban un fuerte antagonismo; hizo una mueca de amarga desesperación.
-Aunque la despellejaras viva, no le sacarías nada más -exclamó, en tono resentido.
El médico sonrió débilmente.
-¿Qué piensa hacer entonces? -preguntó.
-¡Que me aspen si lo sé! -contestó Fred Henry.
Siguieron unos instantes de silencio. Luego el doctor se puso en marcha.
-Nos vemos esta noche, ¿verdad? -dijo a su amigo.
-Sí... ¿dónde quedamos? ¿Vamos a Jessdale?
-No sé. Estoy tan resfriado. En cualquier caso, me acercaré a La Luna y las Estrellas.
-Que Lizzie y May nos echen de menos por una vez, ¿eh?
-De acuerdo... si no me encuentro tan mal como ahora.
-Es lo mismo.
Los dos jóvenes cruzaron juntos el pasillo y llegaron a la puerta trasera. La casa era muy grande, pero habían despedido a los criados y ahora estaba desierta. En la parte de atrás había un pequeño patio de ladrillo y fuera de él una enorme explanada, cubierta de una grava roja y fina, con caballerizas a ambos lados. Más allá se extendían los oscuros campos invernales, fríos y húmedos, en declive.
Pero las caballerizas se hallaban vacías. Joseph Pervin, el padre, había sido un hombre sin educación que había llegado a ser un conocido tratante de caballos. Los establos habían estado repletos de animales, y había reinado un continuo alboroto y un ir y venir de caballos, tratantes y mozos de cuadra. En aquella época la cocina estaba llena de criados. Pero en los últimos años el negocio había declinado. El anciano se había casado por segunda vez para recuperar su fortuna. Ahora estaba muerto y todo se había venido abajo; lo único que quedaba eran deudas y amenazas.
Durante meses, Mabel se había ocupado ella sola de la enorme casa, manteniendo el hogar en medio de la penuria para sus inútiles hermanos. Había llevado la casa durante diez años. Pero antes lo había hecho sin escatimar gastos. En aquella época, a pesar de su entorno brutal y grosero, la experiencia de tener dinero le había hecho sentirse orgullosa, segura de sí misma. Los hombres podían ser malhablados, las mujeres de la cocina podían tener mala reputación, sus hermanos podían tener hijos ilegítimos. Pero, mientras hubiera dinero, ella se sentiría tranquila, y salvajemente arrogante y reservada.
Los únicos visitantes que llegaban a la casa eran tratantes de caballos y otros hombres sin educación. Mabel no se relacionaba con nadie de su propio sexo desde la marcha de su hermana. Pero no le importaba. Iba a la iglesia con regularidad, se ocupaba de su padre. Y llevaba en el pensamiento a su querida madre, que había fallecido cuando ella tenía catorce años. También había amado a su padre, de un modo muy diferente, confiando en él y sintiéndose segura bajo su protección, hasta que a los cincuenta y cuatro años había vuelto a casarse. Y entonces se puso en su contra. Ahora él había muerto y los había dejado llenos de deudas.
La joven había sufrido terriblemente durante el período de pobreza. Nada podía, sin embargo, debilitar el extraño y arisco orgullo animal que sentían todos los miembros de la familia. Para Mabel, todo había terminado. Pero ella no cambiaría. Seguiría su propio camino como hasta ahora. Siempre tendría la clave de su propia condición. Como un autómata, tenazmente, había soportado el día a día. ¿Por qué tenía que pensar? ¿Por qué tenía que contestar a los demás? Ya era bastante que hubiera llegado el final y no tuvieran salida. No quería volver a recorrer lúgubremente la calle principal del pequeño pueblo, eludiendo las miradas de todos. No quería volver a rebajarse, entrando en las tiendas y comprando los alimentos más baratos. Eso había terminado. No pensaba en nadie, ni siquiera en sí misma. Como un autómata, tenazmente, parecía sumida en una especie de éxtasis que la acercaba a su sublimación, a su propia glorificación, junto a su difunta madre glorificada.
Por la tarde cogió una bolsa, con unas tijeras de podar, una esponja y un pequeño cepillo de fregar, y salió de la casa. Era un día gris de invierno; reinaba la tristeza en aquellos campos de color verde oscuro y el aire se veía ennegrecido por el humo de las fundiciones cercanas. Mabel avanzó rápida y sombríamente por la calzada, sin prestar atención a nadie, y cruzó el pueblo en dirección al cementerio.
Allí se sentía siempre segura, como si nadie pudiera verla, aunque lo cierto es que estaba expuesta a las miradas de todos los que pasaban junto al muro del camposanto. Sin embargo, bajo la sombra de la enorme e imponente iglesia, entre las tumbas, se sentía inmune al mundo, tan protegida por los gruesos muros del cementerio como si hubiera entrado en otro país.
Cuidadosamente, recortó la hierba de la tumba y dispuso los pequeños crisantemos rosicler en la cruz de latón. Después cogió un jarro vacío de una tumba cercana, trajo agua y, con todo esmero, del modo más minucioso, limpió la lápida de mármol y la albardilla con la esponja.
Hacer esto le proporcionó una gran satisfacción. Tuvo la sensación de entrar en contacto directo con el mundo de su madre. Realizó el trabajo a conciencia, paseó entre los árboles en un estado rayano en la más absoluta felicidad, como si aquella tarea le permitiera establecer una conexión íntima y sutil con su madre. Pues la vida que llevaba en este mundo era mucho menos real que el mundo de ultratumba que había heredado de su madre.
La casa del médico estaba justo al lado de la iglesia. Fergusson, contratado como mero ayudante, trabajaba sin descanso recorriendo los lugares más apartados. Mientras se dirigía presuroso a atender a los pacientes que había en la consulta, lanzó una mirada al camposanto y, con su perspicacia habitual, divisó a la joven limpiando la tumba. Parecía tan abstraída en sus pensamientos y tan distante que era como vislumbrar otro mundo. Algún elemento místico vibró en su interior. Aflojó el paso sin dejar de observarla, como si estuviera hechizado.
Mabel levantó la vista, consciente de que él la examinaba. Sus ojos se encontraron. Y los dos se apresuraron a mirarse de nuevo, sintiendo, de algún modo, que el otro les había descubierto. Fergusson se quitó la gorra y siguió bajando por el camino. En su conciencia, como una visión, quedó grabado el rostro de la joven, alzando la vista de la lápida del cementerio y mirándole con aquellos ojos serenos, inmensos y portentosos. Su semblante era portentoso. Parecía hipnotizarle. Sus ojos emanaban un tremendo poder que se adueñaba de todo su ser, como si hubiera bebido una poderosa droga. Antes se sentía débil y agotado; y ahora tuvo la impresión de revivir, de haberse liberado de sus preocupaciones diarias.
Terminó su trabajo en la consulta tan pronto como pudo, llenando apresuradamente de remedios baratos los frascos de los que esperaban. Luego, con las prisas de siempre, volvió a salir para hacer otra ronda de visitas antes de la hora del té. Siempre prefería andar, si podía, pero especialmente cuando no se encontraba bien. Imaginaba que el movimiento le ayudaba a restablecerse.
Empezaba a anochecer. Era una tarde sombría y gris de invierno, y hacía un frío húmedo y cortante que embotaba todos los sentidos. Pero ¿por qué había de pensar o de reparar en ello? Subió rápidamente la colina y cruzó los campos de color verde oscuro, siguiendo la pista de ceniza A lo lejos, más allá de una suave hondonada, se apiñaba el pequeño pueblo como un montón de brasas, la torre, la aguja, el grupo de casas bajas, transidas, extintas. Y en el extremo más cercano, en la pendiente de la hondonada, estaba Oldmeadow, la morada de los Pervin. Podía ver con claridad las caballerizas y las edificaciones anexas, que se extendían en la ladera. ¡No volvería a ir allí con la misma frecuencia! Perdería otro sostén, otro lugar: la única compañía que le importaba en aquel feo y extraño pueblo. Sólo le quedaría trabajar como un esclavo, correr de una morada a otra sin descanso entre los mineros y los trabajadores de las fundiciones. Aquello le dejaba exhausto y, sin embargo, ¡sentía tantos deseos de ejercer! Le reconfortaba entrar en las casas de los obreros, era como penetrar en la parte más íntima de su existencia. Su ánimo se sentía exaltado y satisfecho. Podía acercarse a las vidas de aquellos hombres y mujeres, rudos, con dificultades para expresarse, terriblemente emocionales. Protestaba, decía que odiaba aquel horrible agujero. Pero lo cierto es que le excitaba; el contacto con la gente tosca y de fuertes sentimientos servía de estímulo a sus nervios.
Debajo de Oldmeadow, en la verde y suave hondonada encharcada de agua, había un estanque cuadrado muy profundo. Errante en medio del paisaje, el joven médico divisó con sus ojos de lince una silueta vestida de negro entrando en el campo y dirigiéndose hacia el estanque. La miró de nuevo. Podía ser Mabel Pervin. Súbitamente, su entendimiento y sus sentidos se aguzaron.
¿Por qué bajaba allí? Fergusson se detuvo en el camino que había en la parte más alta de la ladera, y se quedó observando. En efecto, una pequeña silueta negra se movía entre las sombras del crepúsculo. Le pareció contemplarla en medio de aquella penumbra como si fuera un vidente, con su imaginación, no con sus ojos. Y, sin embargo, podía verla con suficiente claridad siempre que no dejara de observarla. Tenía la sensación de que si apartaba la mirada de ella, la perdería para siempre en aquel oscuro y desapacible atardecer.
Siguió atentamente los movimientos de la joven, firmes y decididos, como si algo la empujara y no tuviera voluntad propia, bajando en línea recta hacia el estanque. Al llegar, se quedó unos instantes en la orilla. No levantó en ningún momento la cabeza. Luego empezó a meterse poco a poco en el agua.
Fergusson continuó inmóvil mientras la pequeña silueta negra avanzaba lenta y deliberadamente hacia el centro del estanque, muy despacio, adentrándose cada vez más en las tranquilas aguas, y prosiguiendo su marcha cuando el nivel le llegó al pecho. Entonces la perdió de vista en medio de la penumbra del lúgubre atardecer.
-¡Santo Dios! -exclamó-. ¿Quién iba a imaginarlo?
Y bajó presuroso, corriendo por los campos encharcados, abriéndose camino entre los setos, hasta llegar a aquella fría hondonada, tenebrosa y cruel. Tardó algunos minutos en llegar al estanque. Se detuvo en la orilla, jadeando. No podía ver nada. Sus ojos parecían penetrar en las aguas muertas. Sí, quizá aquello fuera la oscura sombra de su vestido negro bajo el agua.
Entró lentamente en el estanque. Era muy profundo; sus pies se hundieron en el fondo de lodo, y un frío glacial abrazó con fuerza sus piernas. Mientras avanzaba, podía oler el fango gélido y putrefacto que estancaba aquellas aguas. Era lo menos apropiado para sus pulmones. No obstante, no hizo caso de su repugnancia y continuó adentrándose. El agua helada le llegó por encima de los muslos, de la cintura, del abdomen. La parte más baja de su cuerpo estaba sumergida en aquel siniestro y frío elemento. Y el fondo era tan viscoso e inestable que temía perder pie y hundirse. No sabía nadar y estaba asustado.
Se agachó un poco, extendiendo los brazos por debajo del agua y moviéndolos en círculo, intentando encontrarla. El gélido estanque se agitaba por encima de su pecho. Se adentró algo más, y luego otro poco, con las manos sumergidas, y sintió cómo le cubría el agua. Y tocó el vestido de ella. Pero se le escapó de los dedos. Hizo un esfuerzo desesperado por asirlo.
Y en ese momento perdió el equilibrio y se hundió, de un modo horrible, sintiendo cómo se ahogaba en aquel agua fétida y cenagosa, luchando como un loco durante unos segundos. Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, consiguió hacer pie, sacó la cabeza y miró a uno y otro lado. Respiró con dificultad, y comprendió que estaba vivo. Luego contempló el agua. Ella flotaba en la superficie, muy cerca. Fergusson agarró su vestido y, acercándola a él, se dio la vuelta para regresar a la orilla
Avanzó muy despacio, con sumo cuidado, absorto en su lento caminar. Fue subiendo y subiendo para salir del estanque. El agua ya sólo le cubría las piernas; y se sintió muy agradecido y aliviado por haber escapado de las garras del estanque. Cogió en brazos a la joven y llegó tambaleándose a la orilla, lejos del horror del oscuro y húmedo fango.
La depositó en la hierba. Se hallaba inconsciente y había tragado mucha agua. Logró que la expulsara por la boca, e hizo cuanto pudo por reanimarla. No tardó en oír cómo respiraba de nuevo. Y lo hacía de forma natural. Insistió un poco más. Sentía cómo ella volvía a la vida bajo sus manos; estaba recobrando el conocimiento. Se secó el rostro y, envolviendo a la muchacha en su abrigo, contempló el mundo gris oscuro que les rodeaba, la cogió en brazos y avanzó tambaleándose por la orilla y por los campos.
Le pareció un camino increíblemente largo, y su carga era tan pesada que creyó que no llegaría nunca a Oldmeadow. Pero, finalmente, se encontró junto a las caballerizas y poco después en el patio de la casa. Abrió la puerta y entró en la vivienda Depositó a la joven en la cocina, sobre la alfombrilla de la chimenea, y llamó a sus hermanos. No había nadie. Pero el fuego ardía en el hogar.
Entonces se arrodilló de nuevo para atenderla. Respiraba con normalidad y tenía los ojos abiertos, como si se hubiera recobrado, pero había algo extraño en su mirada. Tenía conciencia de sí misma, pero no del mundo que la rodeaba.
Fergusson corrió escaleras arriba, cogió mantas de una cama y las puso delante del fuego para que se calentaran. Entonces le quitó el vestido empapado y con olor a fango, la secó con una toalla y la envolvió desnuda en las mantas. Después se dirigió al comedor en busca de alguna bebida alcohólica. Encontró un poco de whisky. Tomó un trago y le dio a beber unas gotas a la joven.
El efecto fue instantáneo. Ella le miró directamente a la cara, como si llevara un rato viéndolo, aunque acababa de percatarse de su presencia.
-¿Doctor Fergusson? dijo.
-¿Sí? -respondió.
Él se estaba quitando la chaqueta, y se disponía a buscar algo de ropa seca en el piso de arriba. No podía soportar el hedor del agua estancada y cenagosa, y temía horriblemente por su salud.
-¿Qué he hecho? -preguntó Mabel.
-Se ha metido en el estanque -contestó él.
Había empezado a temblar como si estuviera enfermo, y a duras penas podía ocuparse de ella. Los ojos de la joven seguían clavados en él, y Fergusson sintió cómo su mente se nublaba mientras le devolvía impotente la mirada Sus temblores disminuyeron, y pareció recobrar su fuerza vital, oscura y extraña, pero nuevamente poderosa.
-¿He perdido el juicio? -inquirió la muchacha, sin dejar de mirarlo.
-Quizá, por un momento -replicó.
Estaba tranquilo, pues había recuperado el vigor; su extraño y febril nerviosismo había desaparecido.
-Y ahora, ¿sigo desvariando? -preguntó Mabel.
-¿Que si sigue? -reflexionó un instante-. No -repuso de corazón-, estoy convencido de que no.
El joven volvió la cabeza Estaba asustado, pues se sentía aturdido, y percibía vagamente que, en aquellos instantes, el poder de Mabel era superior al suyo. Y, mientras tanto, ella continuaba mirándolo fijamente.
-¿Dónde puedo encontrar ropa seca para cambiarme? dijo él.
-¿Se tiró al estanque por mí? -quiso saber ella.
-No -respondió-. Entré poco a poco. Pero también acabé sumergido en él.
Reinó un momento de silencio. El vaciló. Estaba ansioso por subir al piso de arriba y ponerse ropa seca. Pero otro deseo latía en su interior. Y la muchacha parecía retenerlo. Era como si su voluntad le hubiera abandonado y estuviera indefenso ante ella. Pero había entrado en calor. Ya no temblaba, aunque su ropa seguía empapada.
-¿Por qué lo ha hecho? -preguntó Mabel.
-Porque no quería que hiciera esa estupidez -exclamó el joven.
-No era ninguna estupidez -dijo ella, con la mirada aún fija en él, tendida en el suelo y con un cojín del sofá bajo la cabeza-. Era lo más razonable. En ese momento, sabía muy bien lo que me convenía.
-Iré a cambiarme de ropa -señaló Fergusson.
Pero era incapaz de alejarse de su presencia hasta que ella se lo pidiera. Era como si Mabel tuviera en sus manos la vida que ardía en su interior, y él no pudiera arrancársela. O tal vez no quería hacerlo.
Inesperadamente, ella se sentó. Entonces se dio cuenta de su estado. Sintió las mantas que la envolvían, tuvo conciencia de sus brazos y de sus piernas. Por unos instantes, creyó enloquecer. Miró a uno y otro lado, con desesperación, como si buscara algo. Fergusson se quedó quieto, asustado. La joven vio su ropa tirada en el suelo.
-¿Quién me ha desnudado? -preguntó, mirándole directa e inevitablemente al rostro.
-Yo -respondió él-, para que volviera en sí.
Durante unos segundos, ella le contempló con desbordante intensidad, con los labios entreabiertos.
-Entonces, ¿me ama? -dijo.
El joven se limitó a clavar sus ojos en ella, fascinado. Su alma pareció fundirse.
Mabel llegó de rodillas hasta él, que seguía en pie, y le abrazó; rodeó sus piernas, apretando los pechos contra sus rodillas y sus muslos, aferrándose a él con una extraña y convulsiva confianza, estrechando sus muslos contra ella, acercándolo a su rostro, a su garganta, mientras le miraba con ojos humildes y apasionados, transfigurada, victoriosa, por primera vez dueña y señora.
-Me amas -susurró, en un singular estado de exaltación, anhelante, triunfal y confiada-. Me amas. Sé que me amas, lo sé.
Y empezó a besarle apasionadamente las rodillas, a pesar de su ropa mojada... y a besarle apasionada e indistintamente las rodillas y las piernas, como si no fuera consciente de nada.
El joven bajó la cabeza y miró los cabellos húmedos y enredados, los hombros salvajes, desnudos e irracionales. Estaba sorprendido, confuso y asustado. Jamás se le había pasado por la imaginación enamorarse de ella. Jamás había querido enamorarse de ella. Cuando la salvó y la ayudó a revivir, él era un médico y ella una paciente. Nunca había pensado en Mabel. Más aún, aquella intromisión del elemento personal era muy desagradable para él, una violación de su honor profesional. Era terrible tenerla allí abrazando sus rodillas. Era terrible. Se rebelaba contra ello, violentamente. Y, sin embargo... y, sin embargo... era incapaz de separarse de la joven.
Ella le miró de nuevo, con la misma súplica de amor ilimitado y el mismo brillo aterrador y trascendente de triunfo. Al contemplar la llama delicada que parecía salir como una luz de su rostro, él se sintió indefenso. Y, sin embargo, nunca había querido amarla. Nunca había tenido esa intención. Y una cierta obstinación le impedía rendirse.
-Me amas -repetía, en un murmullo de profunda y extática certeza-. Me amas.
Las manos de Mabel le acercaban más y más a ella. Se sentía inquieto, incluso un poco horrorizado. Pues lo cierto es que no había querido amarla. Y, sin embargo, las manos de la joven le acercaban a ella. Se apresuró a extender el brazo para no perder el equilibrio, y agarró su hombro desnudo. Una llama pareció abrasar la mano que agarró su suave hombro. No tenía intención de amarla: toda su voluntad se resistía a hacerlo. Era terrible. Y, sin embargo, qué maravilloso era el tacto de sus hombros, que hermoso el resplandor de su rostro. Es posible que la muchacha hubiera perdido el juicio. Le aterraba someterse a ella Y, sin embargo, algo también le dolía en su interior.
Se había quedado observándola desde la puerta, a cierta distancia. Pero su mano seguía en el hombro de la joven. Ella se había callado de repente. Fergusson la miró. Y la expresión de Mabel reflejaba el miedo, la duda; y la luz de su rostro fue extinguiéndose para dar paso de nuevo a una oscura sombra El joven no pudo soportar siquiera el roce de la pregunta que leyó en sus ojos, ni la lúgubre mirada escondida tras ella.
Con un gemido interno, claudicó y dejó que su corazón se rindiera ante ella. Una sonrisa dulce y repentina iluminó el rostro del joven. Y los ojos de Mabel, que no se habían apartado nunca de su cara, se llenaron lentamente, muy lentamente de lágrimas. El contempló aquel agua extraña que brotaba de sus ojos como si fuera un manantial. Y su corazón pareció arder y consumirse dentro de su pecho.
No pudo soportar seguir mirándola. Cayó de rodillas, cogió la cabeza de la joven y estrechó su cara contra su garganta. Ella guardaba silencio. El corazón de Fergusson, que parecía haberse roto, ardía en una especie de agonía dentro de su pecho. Y sintió cómo las lágrimas pausadas y ardientes de Mabel mojaban su garganta Pero fue incapaz de moverse.
Sintió cómo las lágrimas ardientes descendían por su cuello y continuó inmóvil, suspendido en una de las eternidades de los hombres. Sólo ahora se había vuelto imprescindible para él tener el rostro de ella junto al suyo; jamás permitiría que se alejase nuevamente de su lado. Jamás permitiría que escapara de su abrazo. Quería seguir así para siempre, con el corazón dolorido y, al mismo tiempo, rebosante de vida. Sin darse cuenta, miró su pelo suave, húmedo y castaño.
Entonces, súbitamente, llegó hasta él el horrible hedor de aquellas aguas estancadas. Y, en ese instante, ella se apartó y levantó sus ojos melancólicos e insondables. Fergusson tuvo miedo de ellos, y empezó a besarla, sin saber lo que hacía. No quería que sus ojos tuvieran aquella expresión terrible, melancólica e insondable.
Cuando Mabel volvió el semblante hacia él, un delicado rubor encendía sus mejillas; y el joven vio renacer aquel asombroso brillo de alegría en sus ojos que, en realidad, le aterrorizaba, pero que ahora deseaba ver, pues temía mucho más leer la duda en su mirada.
-¿Me amas? -preguntó ella, con voz entrecortada.
-Sí.
Le resultó doloroso decir esa palabra. No porque fuese mentira. Pero llevaba tan poco tiempo siendo cierta que el hecho de pronunciarla pareció romper de nuevo su corazón destrozado. Y ni siquiera ahora quería que fuera verdad.
La muchacha levantó el rostro hacia él, que se agachó para besarla en los labios, dulcemente, con uno de esos besos que esconden una promesa eterna. Y mientras la besaba, se le encogió nuevamente el corazón. Nunca había tenido la intención de amarla. Pero ahora todo había terminado. Había cruzado el abismo que le separaba de ella, y lo que dejaba atrás se había marchitado y estaba vacío.
Después del beso, los ojos de Mabel volvieron a llenarse de lágrimas. Se sentó en silencio, lejos de él, con el semblante vuelto hacia un lado y las manos juntas en su regazo. Las lágrimas se deslizaban muy lentamente por sus mejillas. Reinaba un profundo silencio. El joven tampoco hablaba ni se movía, sentado en la alfombrilla de la chimenea. El extraño dolor de su corazón herido parecía consumirlo. ¿Cómo podía amarla? ¿Y eso era amor? ¡Mira que dejarse destrozar la vida de ese modo! ¡Él, un médico! ¡Sería el hazmerreír de todos si se enteraban! Le atormentó la idea de que los demás pudieran enterarse.
En medio del dolor descarnado de sus emociones, la miró nuevamente. Seguía allí sentada, absorta en sus pensamientos. Fergusson vislumbró una lágrima y su corazón se inflamó. Entonces se dio cuenta de que uno de sus hombros estaba completamente destapado, un brazo desnudo, y de que podía ver uno de sus pequeños pechos; levemente, pues el cuarto estaba casi en la penumbra.
-¿Por qué lloras? -inquirió Fergusson, con una voz extraña.
Ella le miró; y, tras sus lágrimas, la conciencia de su situación llenó sus ojos de oscura vergüenza.
-No lloro, de verdad -repuso la joven, observándole con cierto temor.
Él alargó la mano, y cogió suavemente su brazo desnudo.
-¡Te amo! ¡Te amo! -exclamó, con una voz dulce y trémula que no parecía la suya.
Mabel se estremeció y bajó la cabeza. La ternura e intensidad con que él le agarraba el brazo la turbaban. Levantó su mirada.
-Quiero subir -dijo-. Quiero subir a cogerte algo de ropa seca.
-¿Por qué? -preguntó el joven-. Estoy bien.
-Pero yo quiero subir -insistió-. Y quiero que te cambies.
Fergusson soltó su brazo y ella se envolvió en la manta, contemplándole asustada. Pero siguió inmóvil.
-Bésame -le pidió anhelante.
El joven la besó, pero brevemente, algo enojado.
Tras unos segundos, ella se levantó inquieta, cubriéndose con la manta. Fergusson observó su confusión mientras intentaba andar sin que ésta se cayera. La observó implacable, y ella lo sabía. Y mientras avanzaba, con la manta a rastras, él alcanzó a entrever sus pies, y su blanca pierna, e intentó recordar cómo era cuando él la había tapado. Pero luego rechazó esa idea, pues entonces ella no significaba nada para él, y todo su ser se negaba a evocar la imagen de Mabel cuando aún no significaba nada.
Un ruido sordo dentro de la casa le sobresaltó. Entonces oyó su voz:
-Aquí tienes la ropa.
Fergusson se levantó y fue al pie de la escalera, donde recogió las prendas de vestir que ella le había tirado. Luego volvió junto a la chimenea para secarse y ponerse la ropa. Sonrió al ver su aspecto cuando hubo terminado.
El fuego se estaba apagando, de modo que puso un leño. La casa estaba a oscuras, y sólo se veía la luz de una farola que brillaba débilmente detrás de los acebos. Encendió el gas con las cerillas que encontró en la repisa de la chimenea. Después vació sus bolsillos y amontonó todas sus cosas en un rincón de la antecocina. Luego recogió la ropa empapada de Mabel, con sumo cuidado, y la dejó en otro montón sobre la encimera de cobre.
El reloj de la pared marcaba las seis en punto. Su reloj se había parado. Debía volver a la consulta. Esperó un poco, pero ella continuaba sin bajar. De modo que fue al pie de la escalera y le gritó:
-Tengo que marcharme.
Casi inmediatamente, la oyó acercarse. Llevaba su mejor vestido de voile negro, y su pelo estaba limpio, aunque seguía mojado. La joven le miró... y, a pesar de que no era ésa su intención, esbozó una sonrisa.
-No me gustas nada con esa ropa -exclamó.
-¿Estoy muy mal? -preguntó Fergusson.
Los dos se sentían cohibidos.
-Te prepararé un té -dijo ella.
-No, debo irme.
-¿De veras?
Y volvió a mirarle con aquellos ojos enormes, angustiados y dubitativos. Y Fergusson comprendió de nuevo, por el dolor que sentía en su pecho, hasta qué punto la amaba. Fue hasta ella y se inclinó para besarla, suave, apasionadamente, con el beso de su corazón dolorido.
-Y mi pelo huele fatal -murmuró con vehemencia-; y ¡soy tan horrible, tan horrible! Oh, no, soy demasiado horrible y rompió a llorar amargamente, con verdadero desconsuelo-. No puedes querer amarme, soy espantosa.
-No seas tonta, no seas tonta -exclamó él, tratando de consolarla mientras la besaba y la estrechaba en sus brazos-. Te quiero, quiero casarme contigo, nos casaremos en seguida, en seguida... mañana mismo, de ser posible.
Pero Mabel seguía llorando a lágrima viva.
-Me siento horrible. Me siento horrible. Siento que no soy nada adecuada para ti -dijo entre sollozos.
-No, yo te quiero, te quiero -fue lo único que respondió, ciegamente, en un tono de voz que casi la asustó más que su horror a que no la quisiera.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // EL CORTEJO DE ANTHONY GARSTIN // HUBERT CRACKANTHORPE








HUBERT CRACKANTHORPE(1870-1895)



Hubert Crackanthorpe nació en 1870, hijo de un abogado v de una escritora. Después de recibir una esmerada educación, George Gissing le preparó para su ingreso en la Universidad de Cambridge, donde sólo pasaría un año debido a su enfrentamiento con las autoridades académicas. En 1892, su talento de escritor le llevó a dirigir Albermarle, una publicación especializada en temas sociales. Contrajo matrimonio con Leila Macdonald, descendiente directa de la famosa heroína escocesa Flora Macdonald, con la que no fue demasiado feliz. Vinculado al esteticismo y decadentismo fin de siécle, y muy influenciado por Guy de Maupassant, escribió numerosos relatos breves que recogería en Wreckages: Seven Studies (1893) y Sentimental Studies and a Set of Village Tales (1895), éste dedicado a Henry Harland, editor de la revista literaria The Yellow Book. Crackanthorpe desapareció el 5 de noviembre de 1895 y su cuerpo fue hallado siete semanas más tarde en el Quai Voltaire de París. La policía nunca logró descubrir si se había tratado de un suicidio o de un asesinato. Last Studies (1897), un volumen póstumo de relatos, fue muy bien acogido por la crítica y recibió los elogios de Henry James. «El cortejo de Anthony Garstin» (Anthony Garstin'.s Courtship) apareció por primera vez en Savoy, en julio de 1896.


El cortejo de Anthony Garstin



I
Una densa estampida de ovejas, precipitándose, entre las rocas pizarrosas, surgió de la espesa niebla que envolvía las cumbres del páramo, y el estridente silbato de un pastor rompió la húmeda quietud del aire. No tardó en aparecer la silueta de un hombre, bajando tras el rebaño por la ladera. Se detuvo unos instantes para llamar con un silbido a los dos perros, que, con las orejas hacia atrás, perseguían velozmente a las ovejas más allá de la cima; luego, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, continuó su marcha a grandes zancadas. La fina humareda blanca de un tren que avanzaba con dificultad se deslizaba silenciosa en la distancia; era el único signo de vida en las extensas y desoladas ondulaciones grises de aquel paisaje sin árboles.
Las ovejas corrían una detrás de otra por un viejo y diminuto sendero, entre la hierba parda y desigual; y, cuando el hombre dobló la loma, un estrecho valle se abrió a sus pies: un pequeño mosaico de campos verdes, y aquí y allá una granja encalada, con un oscuro grupo de árboles protectores a cada lado.
El hombre andaba con paso alegre y desenfadado. Su figura era delgada y angulosa; llevaba un sombrero negro muy ajado y unas pesadas botas con hebillas de hierro; su ropa estaba descolorida tras la larga exposición a las inclemencias del tiempo. Tenía los ojos juntos, muy pequeños, con muchas arrugas; y las cejas hirsutas, con algunas vetas grises. Iba muy afeitado, y su aire abstraído daba a su boca una expresión dura y taciturna; sólo se había dejado crecer una descuidada sotabarba color trigueño.
Cuando llegó al pie del páramo, el crepúsculo difuminaba ya la lejanía. Las ovejas atravesaron con gran estrépito un tramo llano y cenagoso cubierto de juncos, mientras los perros las conducían hasta un recinto rodeado de un muro bajo y desigual de piedras sueltas. El hombre cerró la puerta tras ellas, y esperó, llamando imperiosamente a los perros con sus silbidos. Los animales reaparecieron en seguida, y pasaron arrastrándose entre las barras de la cancela. Les dio una patada con desprecio y, después de saltar una cerca que había a escasas yardas, cogió un estrecho sendero.
Poco después, cuando pasaba junto a una hilera de ventanas iluminadas, oyó una voz que le llamaba. Se detuvo y vislumbró, en la entrada del jardín, una figura encorvada de barba blanca con hábitos eclesiásticos.
-Buenas noches, Anthony. ¡Qué noche más fría!
-Ya lo creo, señor Blencarn, ha refrescado bastante -contestó-. He bajado algunos corderos del páramo. Espero que tanto usted como la señorita Rosa se encuentren bien.
Profirió su breve respuesta con fuerte y espontánea cordialidad.
-Gracias, Anthony, gracias. Rosa está en la iglesia, ensayando los himnos que tocará mañana. ¿Qué tal la señora Garstin?
-Bien, bien, muchas gracias. No para de trabajar, ya sabe como es mi madre.
-Adiós, Anthony, buenas noches dijo el anciano, cerrando la verja.
-Buenas noches, señor Blencarn.
Poco después, aparecieron ante su vista las centelleantes luces del pueblo; y de la oscura silueta de la iglesia de campanario cuadrado, que se elevaba junto al camino, salían los lentos y graves acordes del órgano que flotaban en el aire nocturno. Anthony aceleró el paso, y luego se detuvo; pero, al darse cuenta de que había otro hombre, escuchando también, en el puente, a escasas yardas, decidió seguir adelante. Al pasar junto a él, aminoró la marcha y le miró fijamente; pero el hombre hizo caso omiso de su presencia y continuó de espaldas, contemplando el negro y borboteante arroyo por encima del pretil.
Anthony atravesó cabizbajo la desierta calle del pueblo, entre las farolas de luz rojiza que iluminaban ambos lados. De vez en cuando, miraba furtivamente hacia atrás. La calle recta se extendía tras él, brillando con luz trémula. El órgano parecía haber cesado; la figura del puente se había alejado del pretil y daba la impresión de dirigirse a la iglesia. Anthony se detuvo, y vio cómo desaparecía en la oscuridad bajo los árboles del cementerio. Después de unos instantes de vacilación, dejó la carretera y subió una cuesta que conducía a la granja de su madre.
La casa era alargada y muy sencilla. En la parte delantera, la escasa luz impedía ver con claridad un porche encalado y un pequeño jardín cercado por una verja de hierro. En la parte trasera, el cortado del páramo se alzaba como una cortina siniestra y misteriosa colgada en medio de la noche. El hombre dio la vuelta a la casa y llegó, bajó la luz del crepúsculo, a un amplio patio, adoquinado y cubierto parcialmente de hierba, flanqueado por las sombrías siluetas de otras construcciones bajas y alargadas de la granja. Todo estaba sumido en las tinieblas; en algún lugar encima de sus cabezas un murciélago aleteaba, lanzando su lastimoso grito.
En el interior, un centelleante fuego de turba salpicaba el liso empedrado de sombras caprichosas, y parpadeaba entre las poco iluminadas ristras de jamones que colgaban del techo y en los oscuros y brillantes paneles de roble de las alacenas. Una criada muy joven puso el mantel para la cena, y entraba y salía de la cocina acompañada del golpeteo de sus zuecos; la vieja señora Garstin, inclinada sobre el hogar, daba la vuelta con manos temblorosas a unos pasteles que estaba preparando en las brasas.
Cuando oyó las fuertes pisadas de Anthony en el pasillo, la anciana se levantó y observó el reloj de la repisa de la chimenea. Era una mujer grande, muy erguida, casi corpulenta, a pesar de los años. Su rostro estaba demacrado y cetrino; profundas arrugas acentuaban la dureza de sus facciones. Llevaba una cofia negra de viuda sobre sus cabellos de un plomizo gris, unos anteojos con montura dorada y un sucio delantal de cuadros.
-Llegas muy tarde, Tony -se quejó.
Él se quitó el pañuelo de lana que llevaba atado al cuello y, después de colgarlo maquinalmente tras la puerta con el sombrero, respondió:
-Había mucha niebla en las cumbres, y las dos perras son muy torpes.
La anciana asió la manga de su hijo y, a través de los anteojos, escudriñó su rostro con recelo.
-¿Has estado con Rosa Blencarn?
-No, estaba tocando el órgano en la iglesia, y Luke Stock merodeaba por allí -contestó con cierta amargura, apartándose de ella con ruda impaciencia.
La anciana se alejó, moviendo sentenciosamente la cabeza. Empezaron a cenar, y ninguno de los dos dijo nada. Anthony, removía lentamente el té y contemplaba las llamas con aire taciturno; no probó siquiera el tocino que tenía en el plato. De vez en cuando su madre, poniendo a un lado el cuchillo y el tenedor, le miraba con dureza por encima de la mesa, frunciendo su enorme y desagradable boca. Finalmente, dejando con brusquedad la taza, exclamó:
-Me gustaría saber por qué no tienes más orgullo, Tony. ¿Cuánto tiempo vas a seguir llorando y lamentándote como una oveja moribunda? Acabarás cayendo enfermo, y supongo que entonces estarás satisfecho. Sí... me gustaría saber por qué no tienes más orgullo.
Pero él no respondió, y continuó impasible como si no hubiera oído nada.
Poco después, sin levantar los ojos, dijo entre dientes:
-Luke se marcha al sur, el lunes.
-Bueno... en cualquier caso, no creo que su partida cambie nada, ¿verdad? ¿No pretenderás ser de nuevo el hazmerreír de la parroquia?
Anthony enrojeció levemente e, inclinándose sobre su plato, empezó a cenar de forma maquinal.
-Ya está bien, madre -exclamó al cabo de unos instantes-. ¿Acaso piensa que me importan las risas y los chismorreos de cincuenta parroquias? Está muy equivocada -afirmó con una breve y lúgubre carcajada, dando un fuerte puñetazo en la mesa de roble.
-Estás loco, Tony -le espetó la anciana.
-Loco o cuerdo, le diré algo, madre: voy a cumplir cuarenta y seis años al final del invierno, y hay cosas que no pienso escuchar. Rosa Blencarn es lo bastante bonita para mí.
-Sí, lo bastante bonita... Agotas mi paciencia. Lo bastante bonita... vestida con una falda de volantes y saliendo con todos los juerguistas de Penrith. Lo bastante bonita... eso es lo único que te importa. Ha sido una buena sobrina para el pastor.. esa atolondrada e irresponsable criatura, y será una buena esposa para ti, Tony Garstin. ¡Ay, qué necio eres!
Echó la silla hacia atrás y, amontonando ruidosamente los platos de loza, empezó a recoger la cena.
-Esta casa es mía, ¡alabado sea Dios! -continuó diciendo con voz dura y estentórea-, y, mientras siga con vida, Tony, no permitiré que Rosa Blencarn ponga un pie en ella.
Anthony frunció el ceño sin más respuesta, y acercó su silla a la chimenea. A sus espaldas, la anciana se movía de un lado a otro, muy ajetreada.
-¿Encerraste los corderos en el campo de atrás? -inquirió poco después.
-No, están en la parte baja de Hullam -repuso él con brusquedad.
La puerta se cerró tras la anciana, y no tardó en oír sus pasos en el piso superior. Parpadeando pensativo, llenó lentamente su pipa; y, sacando un arrugado periódico del bolsillo, se quedó leyendo y dando caladas junto a la chimenea.
II
La música resonaba en la lóbrega y desierta iglesia. El último destello de claridad diurna brillaba con luz trémula a través de las vidrieras apuntadas, y más allá de las hileras uniformes de oscuros bancos, ocupados tan sólo por un montón de devocionarios en desorden, la luz parpadeante de dos velas iluminaba los tubos del órgano y la figura de la joven balanceándose.
Tocaba enérgicamente. Una o dos veces equivocó las notas y corrigió su error con impaciencia, inclinándose sobre el teclado y agitando manifiestamente sus muñecas mientras apretaba los registros. No llevaba nada en la cabeza (su manto y su sombrero estaban en un taburete, a su lado). Tenía el pelo rubio, suave y sedoso, muy corto detrás del cuello; unos ojos grandes y redondos, realzados por unas pestañas oscuras; unas mejillas toscas y sonrosadas, y unos labios carnosos color escarlata. Vestía con bastante sencillez, un corpiño negro y ajustado con las mangas algo deshilachadas. Sus manos y su cuello no eran delicados; su belleza era musculosa, natural, sin pulir.
Guando finalmente los acordes lentos y pesados del Amén se desvanecieron en la penumbra, se detuvo emocionada, jadeante, y escuchó el silencio de la iglesia. Un niño salió de detrás del órgano.
-Buenas noches, señorita Rosa -dijo el pequeño, alejándose rápidamente por el pasillo.
-Buenas noches, Robert -replicó distraída.
Poco después, con un gesto de impaciencia, como si quisiera desterrar algún pensamiento inoportuno, la joven se puso bruscamente en pie, prendió con alfileres su sombrero, se envolvió en su manto, apagó las velas y avanzó a tientas por la iglesia hacia la puerta entreabierta. Mientras caminaba presurosa por el estrecho sendero que atravesaba el cementerio, una silueta salió repentinamente de la oscuridad.
-¿Quién es? -preguntó asustada.
Le contestó la risa nerviosa de un hombre.
-Sólo soy yo, Rosa. No quería asustarte. Llevo una hora esperando.
La joven no respondió, pero aligeró el paso. Él continuó andando a su lado, a grandes zancadas.
-Me voy el lunes, ya lo sabes -y, como ella no decía nada, prosiguió-:¿Quieres pararte un momento? Me gustaría hablar un poco contigo antes de irme, y mañana he de salir para Scarsdale muy temprano.
-No quiero hablar contigo; no quiero volver a verte jamás. Odio tenerte delante -exclamó con voz ronca e intensa vehemencia.
-Pero tienes que escucharme. Tus protestas no me harán cambiar de idea.
Y, agarrando su brazo, la obligó a detenerse.
-Suéltame, bruto -gritó ella.
-Te soltaré si te quedas quieta. Quiero ser justo contigo, Rosa.
Estaban en una curva de la carretera, frente a frente, casi juntos. Detrás de la corpulenta figura del joven se extendía la oscuridad de un campo ceniciento y fantasmal.
-Y, ¿qué quieres decirme? Termina pronto -dijo ella con resentimiento.
-Solo esto, Rosa -empezó a decir con obstinada solemnidad-. Quiero que sepas que, si tienes algún problema cuando me haya ido... ya sabes a qué me refiero... quiero que sepas que estoy dispuesto a ayudarte. He escrito mi dirección de Londres en un sobre: Luke Stock, Purcell & Co., Mercado de Smithfield, Londres.
-Eres un hombre malvado y pecador. Odio tenerte delante. ¡Ojalá estuvieras muerto!
-Sí, pero tendrías que haberlo pensado antes. No me viniste con esa cantinela el martes... No, espera un momento -añadió, mientras ella forcejeaba para alejarse-. Toma el sobre.
La joven le arrebató el papel y lo rompió con furia, arrojando los trozos a la carretera. Cuando hubo acabado, él exclamó colérico:
-¡Maldita mujer! ¿Serás necia?
-Si no tienes nada más que decir, déjame pasar.
-No, no permitiré que nos separemos así. Puedes ser muy dulce cuando quieres.
Y, cogiéndola por los hombros, la obligó a apoyarse en el muro.
-Estás muy guapa cuando te enfureces -rió con brusquedad, bajando la cabeza para acercarse a ella.
-Suéltame, suéltame, maldito cobarde -protestó con voz entrecortada, luchando por liberar sus brazos.
Agarrándola con fuerza, él insistió:
-Vamos, Rosa, ¿por qué no despedirnos como dos amigos?
-¿Como dos amigos? -repitió ella amargamente-. Con alguien como tú... ¿Por quién me tomas? Déjame volver a casa. Y ojalá desaparezcas de mi vista para siempre! Odio tenerte delante.
-Entonces, lárgate -replicó él, empujándola violentamente hacia la carretera-. Lárgate, estúpida. No podrás decir que no he intentado ser justo; no volveré a tener tantos miramientos contigo. Lárgate; si no sabes hablar de otro modo, tendrás que arreglártelas sola.
La muchacha, recobrando el aliento, observó aturdida cómo se alejaba; luego echó a correr y desapareció en la oscuridad, colina arriba.
III
El anciano señor Blencarn concluyó su ronco sermón. La pequeña congregación, que le había escuchado inmóvil e impasible en sus rígidos trajes de domingo, se puso en pie, y los bancos de los colegiales, en clamoroso coro, entonaron el himno final. Anthony estaba cerca del órgano, contemplando distraído, mientras resonaba a través de la iglesia la sencilla melodía, la destreza de Rosa en el teclado. Los acentuados surcos de su rostro se habían mitigado hasta alcanzar una languidez vaga y pensativa que envejecía algo su expresión: de vez en cuando, como si necesitara una referencia, miraba inquisitivo el perfil de la joven.
Al cabo de unos minutos, el servicio terminó y la congregación empezó a salir lentamente por el pasillo. Un grupo de hombres se quedó rezagado junto a la puerta de la iglesia. Uno de ellos llamó a Anthony, pero éste le saludó secamente inclinando la cabeza y continuó su camino, alejándose a grandes zancadas por la carretera y por los prados grises que subían a su casa. Sin embargo, en cuanto hubo llegado a la cima y nadie podía verlo, torció bruscamente a la izquierda y avanzó por una pequeña y cenagosa hondonada hasta llegar al sendero que bajaba de los páramos.
Trepó por un muro escarpado y cubierto de musgo, y miró expectante el camino oscuro y solitario; tras unos instantes de vacilación, al no divisar a nadie, se sentó en una losa de piedra que sobresalía en la parte más baja de muro.
Por encima de su cabeza, un cielo sombrío se movía empujado por el viento. Las fuertes rachas bajaban alegremente de los páramos... arrastrando enormes y frías masas grises, restos de niebla de la noche anterior. Algunas hojas secas revoloteaban por encima de las piedras, y los balidos lastimeros y temblorosos de muchas ovejas flotaban sobre la ladera.
No tardó en avistar dos siluetas que caminaban hacia él, subiendo lentamente la colina. Esperó sentado a que se acercaran, jugando con su barba trigueña y pisoteando distraídamente la tierra con los talones. Al llegar a la cima, las dos figuras se detuvieron. Metiendo las manos hasta el fondo de los bolsillos, se dirigió tímidamente a ellas.
-¡Ah! Buenos días, Anthony -dijo el anciano con voz aguda y jadeante-. La subida es larga, y mis piernas ya no son lo que eran. Hubo un tiempo en que no me asustaba pasar un día entero caminando por los páramos. Sí, cada vez estoy más débil, Anthony, eso es lo que ocurre. Y si Rosa no fuera una muchacha tan magnífica y tan fuerte, no sé cómo se las arreglaría su viejo tío -y se volvió hacia la joven con una sonrisa trémula y orgullosa.
-¿Quiere cogerme un ratito del brazo, señor Blencarn? -preguntó Anthony-. Lo más probable es que la señorita Rosa esté cansada.
-No, señor Garstin, puedo arreglármelas sola -interrumpió ella, bruscamente.
Anthony la observó mientras hablaba. Llevaba un sombrero de paja con una cinta de terciopelo carmesí y una capa negra ribeteada de piel, que realzaba poderosamente la blancura exquisita de su cuello. Sus enormes ojos oscuros estaban clavados en él. Anthony movió los pies incómodo y bajó la mirada.
La joven cogió a su tío del brazo, y los tres siguieron adelante muy despacio. El anciano señor Blencarn avanzaba con dificultad, deteniéndose de vez en cuando para recobrar el aliento. Anthony andaba a su lado, con la vista en el suelo, dando torpes patadas a los guijarros del camino.
Cuando llegaron a la puerta de la rectoría, el anciano le invitó a entrar.
-Gracias, señor Blencarn, pero ahora no puedo. Tengo que ver unos corderos antes del almuerzo. Hace una mañana espléndida -añadió sin venir a cuento.
-El tío ha comprado un bonito grupo de leghorns*, el martes pasado -comentó Rosa.
Los ojos de Anthony tropezaron con los de la joven; aquella mañana, su rostro tenía una expresión grave y triste que la hacía parecer más mujer, menos niña.
-Sí, enséñale las aves, Rosa. Me gustaría saber qué opina de ellas.
El anciano se dispuso a entrar cojeando en la casa, y Rosa, que lo llevaba del brazo, se volvió para decirle:
-En seguida regreso, señor Garstin.
Anthony se dirigió al patio trasero, y esperó a la joven, contemplando una bandada de pollos muy blancos que se contoneaban picoteando alegremente la hierba que crecía entre los guijarros.
-Sí, señorita Rosa, son un bonito lote -señaló, cuando la muchacha se reunió con él.
-¿Verdad que sí? -exclamó, esparciendo un puñado de grano delante de ella.
Las aves corrieron veloces por el patio estirando sus ávidos cuellos. Los dos se quedaron juntos observándolas.
-¿Qué pagó por ellas? -quiso saber Anthony.
-Cincuenta y cinco chelines.
Él, asintiendo distraídamente con la cabeza, expresó su conformidad.
-El doctor Sanderson, ¿vino ayer a visitar a su tío? -preguntó unos instantes después.
-Sí, antes del mediodía. Dijo que no había empeorado.
-Ya sabe, señorita Rosa, que sigo pensando en usted -empezó a decir de pronto, sin levantar la mirada.
-No creo que le sirva de mucho -respondió ella secamente, esparciendo otro puñado de grano entre las aves-. Supongo que nunca me casaré. Estoy cansada de que me cortejen.
-No la cansaré con mis galanteos -le interrumpió él.
La muchacha estalló en ruidosas carcajadas.
-Es usted un tipo extraño, sin duda.
-En cualquier caso, puedo competir en pie de igualdad con Luke Stock -continuó él con vehemencia-. No estará pensando en salir con él, ¿verdad? Es el joven más insensato y fanfarrón que ha pisado la tierra.
Rosa enrojeció y se mordió los labios.
-No sé a qué se refiere, señor Garstin. Me parece que su conclusión es demasiado precipitada.
-Quizá soy más listo de lo que cree -respondió él con obstinación.
-De todos modos, Luke Stock se ha marchado a Londres.
-Y con un magnífico trabajo, según dicen.
-Está celoso -exclamó la muchacha con sonrisa forzada-. Está celoso de Luke Stock.
-Será mejor que olvide esa tontería. Estoy tan profundamente enamorado de usted que no puedo sentir celos -contestó con gravedad.
La sonrisa se borró del rostro de la joven mientras susurraba
-No puedo pensar en usted de ese modo, señor Garstin.
-Lo sé. Y supongo que es normal, teniendo en cuenta que es casi una niña y yo podría ser su padre -dijo él, sin ocultar su amargura.
-Pero ya sabe que su madre me detesta. Jamás me dejaría entrar en Hootsey.
Anthony se quedó un momento en silencio, meditando con aire taciturno.
-Tendrá que superarlo. Eso no es ningún obstáculo -afirmó.
-No, señor Garstin, es imposible. De veras es imposible. Será mejor que olvide esa idea de una vez para siempre.
-¿Olvidar esa idea? ¡Parece una niña! -exclamó con desprecio-. Lo único que quiero es que usted me ame, y, hasta entonces, no le pediré nada. Seguiré esperando y, recuerde mis palabras, algún día llegará a hacerlo.
Lo dijo muy fuerte, con voz lenta y decidida, y se acercó súbitamente a ella. Con un grito apagado de temor, la muchacha retrocedió hacia la entrada del gallinero.
-Habla usted como un profeta. Me da miedo.
Él sonrió tristemente y se detuvo, escudriñando pensativo el rostro de la muchacha. Parecía a punto de seguir con el tema; pero, en lugar de eso, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas por la puerta del jardín.
IV
Durante trescientos años había vivido un Garstin en Hootsey. Generación tras generación habían recorrido a pie aquel tramo gris de tierras altas; en primavera, dejando sus rebaños libres por los páramos, y, al terminar el otoño, en las frías tardes de invierno, conduciéndolos de nuevo a casa por el camino de herradura que llevaba a las cumbres. Había sido una estirpe solitaria y de pocas palabras; jamás ninguno había debido nada a nadie, y su orgullo era arisco e inquebrantable... una estirpe recta y apegada a las viejas tradiciones; obstinada, longeva, de expresión ruda y decisiones lentas.
Anthony no había conocido a su padre, que había muerto una noche en lo más alto del páramo, en compañía de su pastor, sepultado bajo la nieve en la gran tormenta de 1849. La gente decía que era el único Garstin que no había llegado a viejo.
Después de su muerte, Jake Atkinson, de Ribblehead, Yorkshire, había venido a vivir a Hootsey. Jake fue un buen granjero y un astuto negociante, además de un hombre muy hábil con las ovejas, hasta que se aficionó a la bebida y a ir de juerga todas las semanas con las prostitutas de Carlisle. Era un tipo generoso y corpulento, de voz profunda; cuando le llegó su hora, aunque tuvo una muerte dolorosa, se mostró alegre y animoso hasta el final. Y su recuerdo perduró en el valle durante años; los hombres hablaban de él con pesar, acordándose de sus bromas, de sus alardes de fuerza, y de su selecta raza de carneros de Herdwicke. Pero dejó tras él innumerables deudas en Carlisle, en Penrith y en casi todas las poblaciones con mercado; deudas que había fingido pagar hacia mucho tiempo con dinero de su hermana. La viuda Garstin vendió los doce carneros Herdwicke y nueve acres de tierra; en menos de seis semanas había liquidado hasta el último penique, y, durante trece meses, llevó luto todos los domingos con muda severidad. La amarga idea de que, sin saberlo ella, Jake hubiera actuado de forma fraudulenta en asuntos monetarios, y hubiese terminado sus días como un infame pecador, hería su orgullo y le llenaba de hostilidad contra el resto del mundo. Pues era una mujer orgullosa e independiente, con la cabeza muy alta, como una verdadera Garstin; y, aunque algunos consideraban a Anthony un muchacho silencioso e insignificante, éste acabó pareciéndose a su madre al convertirse en adulto.
La viuda Garstin tomó en sus manos la dirección de Hootsey, y puso al muchacho a faenar con los dos empleados de la granja. Habían pasado veinticinco años desde la muerte de su tío Jake, asomaban algunos cabellos grises en su barba trigueña, pero seguía trabajando para su madre igual que lo hacía cuando era un muchacho. Y ahora que corrían malos tiempos (el precio del ganado seguía bajando sin cesar; y las cosechas de heno habían ido de mal en peor), la viuda Garstin había prescindido de los empleados; ella y su hijo vivían, año tras año, de un modo muy austero.
Aquella había sido la vida de Anthony Garstin... algo gris, aburrido, la lenta incrustación de monótonos años. Y hasta que Rosa Blencarn llegó para ocuparse de la casa de su tío, jamás había pensado dos veces en el rostro de una mujer.
Los Garstin habían sido siempre muy religiosos, y Anthony llevaba años siendo el consejero seglar del pastor. Vio a su sobrina por primera vez una tarde de verano, allá en la rectoría, mientras contaba el dinero de la colecta. La joven acababa de terminar sus estudios en un colegio de Leeds; llevaba un traje blanco, y él pensó que parecía una dama londinense.
Estaba junto a la ventana, alta, muy erguida y majestuosa, contemplando con ojos soñadores el crepúsculo de verano, mientras él y su tío trabajaban. Cuando Anthony se puso en pie para marcharse, ella le lanzó una mirada de curiosidad; él se apresuró a partir, farfullando un indeciso buenas noches.
La vio por segunda vez el domingo en la iglesia. La observó tímidamente, con vacilante y reverencial discreción: su belleza le pareció deslumbrante, lejana, enigmática. Aquella tarde, la joven señora Forsyth, de Longscale, pasó a tomar el té con su madre, y las dos empezaron a chismorrear de Rosa Blencarn, hablando descaradamente de ella con hiriente desprecio. Anthony estuvo bastante tiempo sentado en silencio, dando chupadas a su pipa; pero, finalmente, cuando su madre llegó a la conclusión de que «la muchacha era muy estirada y se daba aires de grandeza», no pudo evitar decir:
-No hacen más que gastar saliva con tanta cháchara. Supongo que la señorita Blencarn es de una pasta muy diferente a la de unos campesinos como nosotros.
La joven señora Forsyth fue incapaz de reprimir sus risitas ahogadas, y la semana siguiente se rumoreó en todo el valle que «Tony Garstin había perdido el seso por la sobrina del párroco».
Pero él no sabía nada de esto... y, tan reservado como siempre, continuó entregado en cuerpo y alma a la siega del heno hasta que un día, durante el almuerzo, Henry Sisson le preguntó si había empezado a cortejarla; Jacob Sowerby señaló que Tony había tardado demasiado en decidirse, pues habían visto a la muchacha besuqueándose en Crosby Shaws con Curbison el subastador, y los demás hombres (había media docena de ellos holgazaneando cerca del carro de heno) estallaron en ruidosas carcajadas. Anthony enrojeció levemente, dirigiendo su mirada indecisa del uno al otro; luego, dejando muy despacio su bote de cerveza y cogiendo súbitamente a Jacob por el cuello, le dio un fuerte empellón que lo lanzó a la hierba. El hombre se golpeó contra la rueda del carro y, al levantarse, tenía un feo corte en la frente que no dejaba de sangrar. Y, desde ese momento, todos los parroquianos bromearon sobre el cortejo de Tony Garstin.
Y, sin embargo, él apenas había hablado con la joven, aunque se había cruzado con ella en dos ocasiones en el camino que subía a la rectoría. La muchacha le había dedicado una sonrisa sincera y amistosa; pero Anthony sólo se había atrevido a quitarse el sombrero. Él y Henry Sisson siguieron amontonando el heno en el patio trasero, y jamás volvieron a mencionar a Rosa Blencarn. Pero Anthony recordaba sin cesar la extraña dulzura de su rostro, mientras cubría arrodillado los montones de heno; en las cumbres del páramo, mientras marchaba pesadamente tras las ovejas por encima del seco y crujiente brezo; y mientras avanzaba lentamente por el accidentado y estrecho camino, conduciendo a la feria de ganado su carro lleno de corderos.
Pasaban las semanas, y él parecía contentarse con aquellas inocentes y nostálgicas cavilaciones sobre la imagen poco definida de la joven. Se mostraba escéptico respecto a la acusación de Jacob Sowerby y otras indirectas similares lanzadas por su madre; seguía teniendo la impresión de que entre la muchacha y él había una gran distancia; desde la primera vez que la había contemplado, había germinado en él la firme idea de que era muy diferente a las demás mujeres.
Pero cierto atardecer, cuando pasaba por delante de la rectoría al bajar de los páramos, ella le llamó y con ingenua y confiada familiaridad, le pidió consejo sobre la alimentación de las aves de corral. En su afán por contestarle del mejor modo posible, Anthony olvidó su timidez habitual y, volviéndose casi locuaz, dejó de sentirse incómodo en su presencia. Sin embargo, en cuanto cesó el rosario de preguntas, al percibir de nuevo la sonrisa vacilante de sus labios escarlata, y los ojos inmensos y profundos que le contemplaban, se sintió extrañamente turbado y, sonrojándose, recordó la pelea en los campos de heno y la historia de Crosby Shaws.
Después de aquello, las aves de corral se convirtieron en un vínculo entre los dos... un vínculo que él se tomaba muy en serio, sin ser consciente de que era una manera de reunirse con ella; y continuó sintiéndose intimidado en su presencia, a causa de su educación, de sus modales distinguidos, de su elegante vestimenta. Y la amistosa familiaridad con que ella lo trataba no tardó en ser para él un motivo de intenso y secreto orgullo. Varias veces por semana se encontraba con la joven en el camino, y los dos se quedaban charlando un rato; ella elogiaba sus perros, aunque él aseguraba con la mayor seriedad que no eran más que unos pobres perros callejeros; y en una ocasión, riéndose de su formalidad, ella le apodó «Señor Consejero».
Anthony sospechaba que la joven no era querida en el valle, atribuyendo drásticamente su impopularidad a la insensata envidia femenina; pero, de forma instintiva, y en parte debido a su naturaleza reservada, rehuía mencionar su nombre, ni siquiera casualmente, delante de su madre.
Ahora bien, los domingos por la tarde iba con frecuencia a la rectoría, y se despedía de la anciana simulando con torpeza que era algo accidental; y, cuando regresaba, percibía vagamente cómo ella se abstenía de hacer comentarios sobre su ausencia, y cuán extrañamente ajena parecía a la existencia de la sobrina del pastor Blencarn.
Había sido siempre una mujer de lengua afilada; pero, a medida que se acortaban los días, al aproximarse los largos meses de invierno, Anthony la encontraba cada vez más irritable. A veces tenía casi la impresión de que le profesaba un fiero y soterrado resentimiento. Él tenía un carácter obstinado, endurecido por la costumbre de aquel clima crudo e ingobernable; reflexionó pausadamente sobre el asunto y cuando, por fin, después de darle muchas vueltas, empezó a comprender cuánto molestaba a la anciana su relación con Rosa, aceptó impasible la explicación; y se limitó a cambiar su actitud hacia la joven, calculando todos días qué probabilidades tenía de encontrarla, y esforzándose por romper en su presencia, de una vez para siempre, la barrera de su timidez. No era un hombre al que se pudiera manejar con rudeza y, menos aún (y se ufanaba de ello), con artimañas.
Faltaba poco para Navidad cuando sobrevino la crisis. Su madre acababa de regresar del mercado de Penrith. La carreta se encontraba en el patio, y el viejo caballo gris estaba empapado de sudor en medio del aire frío y sereno.
-Creo que ha corrido más de la cuenta. El viejo caballo está muy acalorado -dijo él sin rodeos, acercándose a la cabeza del animal.
La señora Garstin se apeó rápidamente y, colocándose al lado de su hijo, exclamó casi sin aliento:
-Deberías haber venido al mercado, Tony. Han pasado muchas cosas hoy en Penrith. Estaba ayudando a Anna Forsyth a elegir seis yardas de tela en Dockroy cuando hemos visto a Rosa Blencarn saliendo de El Cencerro y el Buey, en compañía de Curbison y del joven Joe Smethwick. Smethwick estaba muy borracho y, para evitar que se cayera al suelo, Curbison y esa muchacha lo sujetaban; y él no tardó en pasar el brazo alrededor de Rosa Blencarn, y caminaban de ese modo delante de todo el mundo...
Anthony seguía descargando los paquetes y llevándolos de uno en uno, maquinalmente, al interior de la casa. Cada vez que salía, encontraba a su madre junto al sudoroso caballo, contando muy animada su historia.
-Y en el camino de regreso, los adelantamos a los tres en el carro de Curbison; Smethwick iba tumbado en el fondo, cantando canciones sentimentales. Estaban atravesando Dunscale, y las gentes salían corriendo de sus casas para verlos pasar.
Anthony llevó el carro hasta el establo, dejando que su madre le gritara el resto de la historia a través del patio.
Media hora después, entró a comer. Durante el almuerzo, no se dirigieron la palabra y, nada más terminar, él salió a grandes zancadas de la casa. Hacia las nueve regresó, encendió su pipa y se sentó a fumar junto al fuego de la cocina.
-¿Dónde has estado, Tony? -preguntó la anciana.
-En la rectoría, cortejando -replicó desafiante, con la pipa en la boca.
Eso había ocurrido diez meses antes; desde entonces, él había esperado tenazmente. Aquella tarde había decidido conseguir a la muchacha, quería que fuera suya; y, mientras su madre se burlaba, como hacía siempre que se presentaba la oportunidad, su paciencia continuaba siendo inagotable. Ella le recordaba que la granja era suya, que él tendría que esperar hasta su muerte para llevar a Hootsey a aquella desvergonzada; y él le respondía que tan pronto como la joven aceptara casarse con él, arrendaría una pequeña propiedad en Scarsdale. Entonces ella cedía, y reprochaba lastimeramente a su hijo que la tratara así, ahora que era anciana, después de todos los años que habían pasado juntos, y él la consolaba haciendo gala de un brusco y evasivo arrepentimiento.
Y, sin embargo, al día siguiente, sus pensamientos volvían a obsesionarse con el rostro de la joven, mientras su ruda e ingenua caballerosidad, inflamada por el recuerdo de su belleza, desvanecía cualquier recelo ante su conducta.
Entretanto, ella coqueteaba con él y se divertía con los hombres más jóvenes. Su anciano tío cayó enfermo en primavera, y apenas podía salir de casa. Ella afirmaba que la vida en el valle le resultaba tremendamente aburrida, que odiaba la tranquilidad del lugar, que echaba de menos Leeds y el emocionante bullicio de sus calles; y, al anochecer, escribía largas cartas a las amigas que había dejado allí, describiendo con caprichosa vivacidad su tribu de rústicos admiradores. Girando llegó la época de la siega, fue a pasar quince días en casa de unos amigos; la víspera de su partida, prometió dar una respuesta a Anthony al regresar de la ciudad. Pero, en lugar de eso, eludió su compañía, fingió habérselo prometido en broma y empezó a salir con Luke Stock, un tratante de ganado de Wigton.
V
Hacía tres semanas que Anthony había bajado el rebaño de los páramos.
Después del almuerzo, él y su madre se sentaron juntos en la sala; era algo que habían hecho todos los domingos por la tarde, año tras año, desde que él podía recordar. Las sillas de caoba, con sus brillantes asientos de crin, estaban colocadas alrededor del cuarto. Una gran colección de premios agrícolas colgaban de las paredes; y había varias tazas de plata sobre un pesado y brillante aparador. Un montón de virutas de bordes dorados llenaban la chimenea que jamás se encendía; había rosas de colores chillones sobre la repisa de la chimenea y, en una pequeña mesa junto a la ventana, bajo una urna de cristal, una cesta dorada llena de flores de tela. Todos los objetos se hallaban dispuestos con escrupulosa precisión; tanto la alfombra como la tela estampada de color rojo que cubría la mesa central estaban muy descoloridas. La estancia estaba increíblemente limpia y, a la luz del frío sol invernal, resultaba adusta e incómoda.
Ninguno de los dos hablaba, ni parecía consciente de la presencia del otro. La vieja señora Garstin, envuelta en un chal de lana, tejía en su asiento; Anthony dormitaba en una silla de duro respaldo.
De pronto, en la lejanía, se oyó el tañido de una campana. Anthony se frotó los ojos adormilado y, cogiendo de la mesa su sombrero de domingo, salió a dar un paseo por los campos sombríos. No tardó en llegar a un tosco asiento de madera, junto al camino de herradura, donde se sentó y volvió a encender su pipa. El aire estaba en calma; debajo de él, una neblina blanca y transparente envolvía el valle. Los perfiles de los páramos, borrosamente agrupados, parecían masas descomunales de oscuras sombras; y, cuando miró atrás, tres recuadros que brillaban con luz trémula le descubrieron las vidrieras iluminadas de la iglesia de campanario cuadrado.
Anthony siguió fumando; y empezó a meditar, con plácido y reverencial ensimismamiento, sobre el Creador del mundo... un mundo irremediable y majestuosamente ordenado; un mundo donde cada objeto... cada grieta de los páramos, el curso serpenteante de cada arroyo... posee un sentido misterioso, un significado inevitable...
Al final del camino peleaban dos carneros; retrocediendo, corriendo juntos, saltando y entrechocando sus cabezas y sus cuernos. Anthony los observó distraídamente mientras proseguía sus modestas reflexiones.
... Y la sucesión de años malos, la ruina progresiva de los granjeros en todo el país, no eran más que el castigo infligido por tanta maldad acumulada en el mundo. En el pasado, Dios enviaba plagas sobre la tierra; en la actualidad, empujado por la ira, arruinaba campos y cultivos, creados para los hombres con Sus propias manos.
Anthony se levantó y continuó su paseo por el camino de herradura. Una multitud de conejos huían de él colina arriba; y una enorme nube de chorlitos, elevándose desde los juncos, volaba en círculo encima de su cabeza, llenando el aire con una profusión de gritos quejumbrosos. De pronto oyó un ruido de piedras, y vio algunos guijarros que rodaban cuesta abajo por la hierba.
Más arriba, la silueta de una mujer se movía entre las rocas. No tardó en reconocerla, por la cinta de terciopelo carmesí que adornaba su sombrero. Anthony subió hasta ella a grandes zancadas, preguntándose por qué no estaría en la iglesia, tocando el órgano en el servicio de la tarde.
Antes de que la joven se diera cuenta de su presencia, él llegó a su lado.
-Pensé que estaría en la iglesia -empezó a decir.
Ella se sobresaltó; luego, recobrando poco a poco la calma, contestó con una débil sonrisa:
-El señor Jenkinson, el nuevo maestro, deseaba probar el órgano.
Anthony se acercó a ella impulsivamente; la muchacha percibió el extraño parpadeo de sus ojos cuando retrocedió apesadumbrada.
-No voy a hacerle daño -exclamó él-. Supongo que la Providencia ha querido que nos encontráramos aquí arriba. Ahora tendrá que darme una respuesta sincera. No puede seguir jugando conmigo eternamente.
Lo dijo de un modo casi brutal; ella se quedó mirándolo fijamente, pálida y jadeante, con unos ojos enormes y asustados. El camino de ovejas no era más que un pequeño sendero delgado como un hilo, con precipicios a ambos lados; bajo ellos se extendía el valle, lejano, sin vida, desdibujado por el sombrío atardecer. La joven buscó inútilmente el modo de escapar.
-Señorita Rosa -prosiguió él, con voz ronca-, ¿no puede pensar un poco en mí? Recuerde que llevo casi dos años esperándola. La he visto salir con un joven, y luego con otro... y a veces parecía que iba a rompérseme el corazón. Muchos días, en las cumbres de los páramos, he estado a punto de volverme loco pensando en usted; y, en medio de la niebla, he abandonado el rebaño para sentarme en un montón de piedras, recordándola tristemente e imaginando su rostro. Muchas noches me he acercado a la rectoría decidido a hablarle con claridad; pero, al llegar el momento, una especie de timidez me lo impedía, y temía tanto disgustarla... Sé que no soy un hombre educado, y quizá le parezca demasiado rudo. Sé que últimamente me he dirigido a usted con brusquedad en un par de ocasiones. Pero si lo hice fue porque la amo con locura, y a veces soy incapaz de dominarme...
Anthony esperó con la vista clavada en ella. La joven pudo ver las gotas de sudor encima de sus cejas hirsutas, la humedad en su barba trigueña; sus dedos callosos retorcían los botones de su chaqueta negra de domingo.
Ella se esforzó por sonreír, pero su labio inferior tembló y sus enormes ojos oscuros se llenaron lentamente de lágrimas.
Y él prosiguió:
-Usted ha llegado a significar todo para mí. Es lo único que me importa en este mundo. No sé cómo expresarlo, soy un hombre sencillo y sin educación; no puedo engatusarla con palabras bonitas como los jóvenes de la ciudad. Pero puedo amarla con todas mis fuerzas, y cuidarla, y trabajar para usted mejor que cualquiera de ellos...
Ella lloraba en silencio mientras le escuchaba, pero él no se daba cuenta: el crepúsculo le impedía ver el rostro de la muchacha.
-No tengo nada en contra -continuó-. Soy un hombre tan bueno como cualquiera de ellos. Sí, un hombre tan bueno como cualquiera de ellos -repitió desafiante, subiendo la voz.
-Es imposible, señor Garstin, es imposible. Ha sido usted muy bueno conmigo... -añadió la joven, con la voz entrecortada por la emoción.
-Pero no pretendía hacerla llorar, muchacha -exclamó, en tono más suave -. No tiene que llorar por eso.
Ella se dejó caer sobre las piedras, deshaciéndose en lágrimas, presa de la desesperación. Anthony la contempló unos instantes, sumido en una torpe perplejidad. Luego, acercándose a ella, puso la mano en su hombro y le dijo dulcemente:
-Vamos, pequeña, ¿qué ocurre? Puede confiar en mí.
Ella movió débilmente la cabeza
-Sí... claro que puede -aseguró-. Vamos, ¿qué pasa?
Haciendo caso omiso de él, Rosa siguió balanceándose hacia delante y hacia atrás, gimiendo angustiada:
-¡Ay! ¡Ojalá estuviera muerta!... ¡Ojalá pudiera morir!
-¿Ojalá pudiera morir? -repitió él-. ¿Qué puede atormentarle de ese modo? Vamos, vamos, pequeña, ¡ya está bien! Todo se arreglará, sea lo que sea...
-No, no -se lamentó ella-. ¡Ojalá pudiera morir!
Las luces del pueblo titilaban en el fondo del valle, y las colinas estaban envueltas en la oscuridad. La joven quitó las manos del rostro, y levantó la cabeza para mirar a Anthony con expresión confusa y asustada.
-Tengo que ir a casa, he de marcharme -murmuró.
-Pero se encuentra usted en apuros.
-No es nada... no sé... no me encuentro bien... no es nada, de veras... se me pasará... será mejor que lo olvide.
-No puedo quedarme con los brazos cruzados si usted tiene problemas.
-No es nada, señor Garstin, de veras -insistió la joven.
-Lo siento, pero no puedo creerlo -protestó con terquedad.
Ella le dirigió una mirada furtiva, atormentada.
-Déjeme ir a casa... tiene que dejarme ir a casa.
La joven hizo un tímido y lastimero intento de firmeza. Anthony clavó sus ojos en ella y le impidió el paso; la muchacha se puso roja como la grana e, incapaz de sostener su mirada, dirigió la vista al otro lado del valle.
-Si me cuenta qué le aflige, tal vez pueda ayudarla.
-No, no es nada... no es nada.
-Si me cuenta qué le aflige, tal vez pueda ayudarla -repitió él, con solemne y premeditada severidad.
Rosa se estremeció, y contempló de nuevo, vagamente, el otro lado del valle.
-Usted no puede hacer nada; no hay nada que pueda hacerse -susurró tristemente.
-Hay un hombre en este asunto -afirmó Anthony.
-¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir! -le suplicó Rosa, desesperada
-¿Quién la ha metido en este lío? -su voz sonaba fuerte y áspera.
-Nadie, nadie. No puedo decírselo, señor Garstin... No es nadie -protestó ella, débilmente.
La expresión crispada de Anthony la asustó.
-¡Dios mío! -exclamó él, agarrando su muñeca-. ¿Cómo he podido ser tan necio? Dígame, ¿quién es? ¿Quién es ese hombre?
-Me hace daño. Déjeme ir. No puedo decírselo.
-Y usted, ¿le quiere?
-No, no. Es un hombre malvado y pecador. Dios quiera que no tenga que verlo nunca más. Así se lo dije.
-Pero si es el culpable de su situación, tendrá que casarse con usted -insistió con brutal amargura.
-No se lo permitiré. ¡Le odio! -exclamó con fiereza.
-Pero ¿está dispuesto a casarse con usted?
-No lo sé... ni me importa... me dijo que sí antes de marcharse... Pero prefiero matarme antes que vivir con él.
Anthony soltó las manos de la muchacha y se separó de ella. La joven sólo podía ver su silueta, como una nube sombría. Las cuestas de los páramos estaban silenciosas, oscuras y solitarias. Rosa no tardó en oír nuevamente su voz.
-Se me ocurre un camino para acabar con su sufrimiento.
Ella movió tristemente la cabeza.
-No existe ninguno. Soy una perdida.
-Y ¿si se casa conmigo? -preguntó él con vehemencia.
-No... no comprendo...
-¿Si se casa conmigo en vez de con Luke Stock?
-Pero eso es imposible... el... el...
-Sí, el niño. Lo sé. Pero lo querré como si fuera mío.
Ella se quedó en silencio. Al cabo de un momento, él la oyó responder con una voz extraña y remota:
-¿Acaso quiere decir que... que está dispuesto a casarse conmigo y adoptar al niño?
-Lo estoy -respondió con obstinación.
-Pero la gente... su madre...
-Nadie tiene que saberlo. Este asunto no es de su incumbencia. Creerán que el niño es mío. ¿Acepta eso?
-Sí -se apresuró a contestar muy bajito.
-¿Se casará conmigo si la saco de apuros?
-Sí -repitió en el mismo tono.
Ella le oyó suspirar aliviado.
-Le dije que la Providencia había querido que nos encontráramos aquí arriba -exclamó, medio disimulando su júbilo.
Los dientes de Rosa empezaron a castañetear un poco; la joven sintió que él la miraba con curiosidad en la penumbra.
-Y ahora -prosiguió enérgicamente-, será mejor que vuelva a casa. Deme su mano; la sujetaré para que no se caiga por las piedras.
La ayudó a bajar por la pendiente llena de guijarros, exclamando:
-¡Vaya por Dios! ¡Está usted helada!
En un par de ocasiones, ella resbaló; y él la sostuvo, agarrando con fuerza sus nudillos. Las piedras rodaron cuesta abajo con estrépito, desapareciendo en medio de la noche.
En seguida encontraron el camino de herradura donde crecía la hierba, y, mientras descendían en silencio hacia las luces del pueblo, Anthony comentó gravemente.
-Siempre creí que llegaría mi día.
La joven no contestó; y él añadió circunspecto:
-Mi madre no pondrá las cosas nada fáciles.
La acompañó por el sendero que llevaba a casa de su tío. Cuando divisaron las ventanas iluminadas, Anthony se detuvo.
-Buenas noches, pequeña -dijo cariñosamente-. Deje de preocuparse.
-Buenas noches, señor Garstin -repuso, con la misma voz baja y presurosa con que le había contestado en los páramos.
-Estamos comprometidos, ¿no es así? -quiso saber él, tímidamente.
Rosa le ofreció su rostro, y él la besó torpemente en la mejilla.
VI
La mañana siguiente amaneció helada. El cielo estaba aún radiante y despejado; los campos cubiertos de escarcha centelleaban bajo la fría luz del sol, y aquí y allá, en las lejanas cumbres, resplandecían primorosas crestas de nieve. Anthony tenía que trabajar toda la semana al pie de los páramos, levantando un muro contra las tormentas invernales; era una tarea dura, pues estaba solo, y debía coger las piedras de los escarpes. Dos o tres veces al día, pasaba con su lento y desvencijado carro por delante de la rectoría, y siempre se paraba a mirar furtivamente las ventanas. Pero nunca percibió la menor señal de Rosa Blencarn; y lo cierto es que no ansiaba verla. ¡Le alegraba tanto recordar el modo en que la había cortejado y saber que era suya! Se sentía muy orgulloso de sí mismo: pensaba en todos los demás hombres que la habían cortejado, y su manera de conquistarla le parecía un buen golpe de ingenio.
Así, pues, se abstuvo de mencionar el asunto; saboreando a todas horas su victoria secreta mientras trabajaba solo, e imaginando, con enorme regocijo, los comentarios indignados de las amigas de su madre. Preveía sin temor la implacable oposición de ésta; se sentía fuerte, y su corazón se llenaba de ternura hacia la joven. Y, cuando, a intervalos, se daba súbitamente cuenta de que, después de todo, ella sería suya, cogía las piedras y las empujaba casi con violencia hasta su lugar de destino.
A su alrededor, los blancos y desiertos campos parecían dormir exánimes. La quietud tensaba los árboles sin hojas. El aire glacial activaba su circulación, y, cantando vigorosamente para sí, trabajaba con firme e incansable resolución, aplazando metódicamente el anuncio de su compromiso hasta que el muro estuviera terminado.
Después de una vida tan reservada y solitaria, disfrutaba analizando sus perspectivas de futuro, con firme y tranquilo convencimiento. A medida que se acercaba el final de la semana, empezó a cerrar los ojos a todas las irregularidades del asunto, para asumir casi -en la exaltación de su orgullo- que había conquistado a la muchacha honradamente, y para rechazar, impasible, cualquier pensamiento de Luke Stock, de sus relaciones con la joven y del niño que todos creerían suyo.
Y también había momentos en que, al volver lentamente a casa, al final del día, en medio de la oscuridad, sentía el corazón rebosante de supersticiosa gratitud hacia el Señor de los Cielos que le había concedido su deseo.
El sábado terminó el muro hacia las tres de la tarde. Volvió a casa y, después de ducharse y afeitarse, se puso la chaqueta de domingo; evitando pasar por la cocina, donde su madre tejía junto al fuego, se dirigió con paso decidido a la rectoría.
Fue Rosa quien le abrió la puerta. Al reconocerlo, se sobresaltó, y él la siguió hasta la sala. Anthony tomó asiento y empezó a decir bruscamente:
-He venido, señorita Rosa, para hablar con el señor Blencarn.
Y luego añadió, mirándola con detenimiento:
-Parece estar enferma, pequeña.
La débil sonrisa de la joven acentuó el cansancio y la palidez de su rostro.
-Supongo que no ha dejado de atormentarse -prosiguió él, dulcemente-, y que ha pasado las noches en vela, ¿no es así?
Ella esbozó una vaga sonrisa.
-Pero he venido a arreglar las cosas. Quizá se le ocurrió pensar que yo no era un hombre de palabra.
-No, no, eso no -protestó-, pero... pero...
-Pero ¿qué?
-No debe hacerlo, señor Garstin... He de sobrellevar mi desgracia sola del mejor modo posible -exclamó.
-¿No creerá que me caso con usted por caridad? !Qué poco conoce la naturaleza de mi amor! No, señorita Rosa, aunque ya no puede volverse atrás.
-Pero no puede hacerlo, señor Garstin. Sabe que su madre no me querrá en Hootsey.. no podría vivir allí con ella... preferiría sobrellevar mi desgracia sola, del mejor modo posible... La señora Garstin es tan severa. No podría mirarle a la cara... Puedo irme lejos, a alguna parte... podría ocultárselo a mi tío.
El color de su tez iba y venía; la joven estaba delante de él, pero miraba tristemente por la ventana.
-Quiero que venga a Hootsey. No soy ningún muchacho, nada me impide elegir a mi mujer. Madre la aceptará en la granja, por supuesto: no necesita preocuparse de eso...
-No, señor Garstin, pero ella no, jamás... sé que ella no... Siempre me ha tenido inquina, desde el principio.
-Sí, pero antes era diferente. Las cosas han cambiado -exclamó él con terquedad.
-Mi presencia le resultará todavía más desagradable -dijo la muchacha, con voz entrecortada.
-Madre la aceptará en Hootsey.. la recibirá de buena gana... de buena gana, ¿me oye? Yo respondo de ello.
Anthony dio un violento puñetazo en la mesa. Su determinación asustó a la joven, que se apresuró a mirarle, luchando contra su indecisión.
-Sé cómo manejar a mi madre. Y ahora -concluyó, cambiando de tono-, ¿anda su tío por aquí?
-Creo que está en el cercado -respondió Rosa.
-Bien, saldré fuera y hablaré con él.
-No... no se lo contará, ¿verdad?
-¡Vamos, vamos! ¡Nada de historias terribles! No se preocupe, pequeña. Supongo que si puedo enfrentarme con mi madre, puedo amoldarme al pastor Blencarn.
Anthony se puso en pie y, acercándose a ella, observó su rostro.
-Las rosas tienen que volver a sus mejillas -exclamó, con una carcajada-, no puedo llevar un fantasma a la iglesia.
Ella sonrió temblorosa y él prosiguió, colocando cariñosamente una mano en su hombro:
-Sólo estaba bromeando. Con rosas o sin ellas, será la novia más bonita de todo Cumberland. Nos encontraremos mañana en el camino de Hullam, después de la iglesia -añadió dirigiéndose a la puerta.
Cuando se hubo marchado, la joven corrió sigilosamente a la puerta trasera. La figura de Anthony ya estaba subiendo la ladera cenicienta. No tardó en divisar a su tío, más arriba, saliendo del cercado. Rosa se apresuró a cruzar el gallinero y, trepando a una cuba, se quedó observando las dos siluetas que se acercaban en la cima: Anthony caminando enérgicamente, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos; su tío, con el sombrero sobre la nariz, cojeando y apoyándose muy erguido en sus dos bastones. Los dos hombres se encontraron; vio cómo Anthony daba el brazo al anciano, y ambos se alejaban en dirección a los páramos.
La joven entró de nuevo en la casa. El perro de Anthony se acercó a ella, andando cabizbajo por el pasillo. Rosa cogió la cabeza del animal, y se inclinó sobre él para acariciarlo, empujada por un arrebato de cariño casi histérico.
VII
Los dos hombres regresaban hacia la rectoría. Se detuvieron en la entrada del cercado, y el anciano dijo:
-No podría haber deseado un hombre mejor para ella, Anthony. Quizá el Señor me lleve pronto a su lado. Cuando me haya ido, Rosa heredará todos mis bienes. Era la única hija de mi pobre hermano Isaac. Cuando murió su esposa, el pobre se echó a perder y, hasta que llegó a esta casa, la pequeña vivió casi siempre entre extraños. Ha tenido una infancia muy desgraciada... una infancia muy desgraciada. Tú cuidarás de ella, ¿no es así, Anthony?... La verdad es que no podría haber deseado un hombre mejor para ella, ¡estrechémonos la mano!
-Muchas gracias, señor Blencarn, muchas gracias -respondió Anthony con voz ronca, cogiendo la mano del anciano.
E inició el descenso a la granja.
Su corazón estaba lleno de un intenso y extraño júbilo. Sentía, cada vez más henchido de orgullo, que Dios le había confiado esa gran responsabilidad... cuidar de ella; darle, multiplicado por diez, todo el cariño que jamás había conocido en su niñez. Y, junto con su inquebrantable confianza en sí mismo, le invadía un profundo sentimiento de compasión por ella... una tierna compasión que, mitigándose con su amor, hacía que, al recordar tristemente su infancia solitaria, la joven le pareciera mucho más hermosa, mucho más querida. Imaginaba tímidamente, casi con incredulidad, su vida conyugal... en invierno, su regreso a casa al anochecer y ella esperándole con una sonrisa alegre y confiada; las veladas juntos, sentados felices y en silencio junto a la chimenea; y en verano, al llegar el mediodía, en los campos de heno, viéndola atravesar las tierras altas con su almuerzo, llevando quizá un sombrero de ala ancha atado con una cinta roja bajo la barbilla.
Ella no había sido educada para convertirse en la mujer de un granjero; y no era más que una niña, como había dicho el anciano pastor. No tendría que trabajar como las esposas de otros hombres; se vestiría como una dama y los domingos, en la iglesia, llevaría hermosos sombreros y seguiría siendo, como hasta ahora, la belleza del vecindario.
Entretanto, él trabajaría en la granja como nunca lo había hecho, aprovechando todas las oportunidades, negociando con astucia, evitando gastar en él, ahorrando cada penique para darle a ella todos los caprichos... Y, mientras atravesaba el pueblo con sus grandes zancadas, parecía vislumbrar una mejoría en las perspectivas generales, una disminución de la fiebre especuladora en el comercio de las ovejas, el fin de aquel insensato exceso de oferta que saturaba, año tras año, los grandes mercados de invierno en todo el norte, un descenso de la competencia extranjera seguido de una firme reactivación del precio del ganado de engorde... un período de prosperidad futura para el granjero, por fin... Y los años venideros parecían abrirse ante él, y extenderse como una llanura resplandeciente y lejana por la que los dos, cogidos de la mano, estaban llamados a viajar juntos...
Y entonces, de repente, cuando sus pesadas botas resonaron sobre el empedrado del patio, recordó con brutal determinación a su madre, y la tormentosa lucha que le aguardaba.
Esperó hasta que terminaron de cenar y su madre fue a sentarse junto al fuego, en su rincón habitual. Durante algunos minutos, estuvo pensando el mejor modo de darle la noticia De pronto la miró: la labor de punto yacía en su regazo, y estaba muy encorvada en la silla, dando cabezadas. Con la luz parpadeante de los leños, parecía exhausta y derrotada; y él sintió una punzada de incómodo remordimiento. Entonces se acordó de la expresión lastimera y atormentada de los ojos de la muchacha, y de las palabras del anciano cuando se habían despedido en la puerta del cercado, y exclamó:
-Después de todo, tendré que casarme con Rosa Blencarn.
Su madre se sobresaltó y, cerrando momentáneamente los ojos, dijo:
-Estaba descabezando un sueño. ¿Qué has dicho, Tony?
Él vaciló unos instantes, frunciendo la frente hasta formar unos pliegues gruesos y acentuados y jugueteando ruidosamente con su taza de té.
-Después de todo, tendré que casarme con Rosa Blencarn.
La anciana se puso en pie con dificultad y, alejándose del fuego, se dirigió hacia él.
-Tal vez no te haya oído bien, Tony.
Habló muy deprisa y, aunque estaba bastante cerca de su hijo, agarrando con una mano el respaldo de su silla para no perder el equilibrio, su voz sonaba apagada, casi remota.
-Levanta los ojos. Mírame -le ordenó con furia.
Él obedeció malhumorado.
-Vamos, continúa. ¿Qué pretendes decir, Tony?
-Lo que he dicho -repuso obstinadamente, apartando su mirada.
-¿Qué significa eso de que tienes que casarte con ella?
-Ya se lo he dicho, madre -repitió en voz baja.
-¿Quieres decir que has dejado a esa muchacha en situación comprometida?
Él no respondió; se quedó contemplando estúpidamente el suelo.
-Mírame y contesta -le exigió la anciana, agarrando su hombro y zarandeándole.
Anthony levantó el rostro lentamente y encontró su mirada.
-Sí, eso es lo que ocurre -replicó.
-No puede ser cierto. ¡No es más que una desvergonzada treta! -gritó ella.
-Claro que es cierto -exclamó él con parsimonia.
-¿Serías capaz de jurarlo? -preguntó, triunfalmente.
Anthony hizo una pequeña pausa, y luego dijo imperturbable:
-Sí, lo juraré ahora mismo. Coja el libro Sagrado, madre.
Ella levantó la vieja y pesada Biblia de la repisa de la chimenea y la dejó en la mesa, delante de él. Anthony colocó su vigoroso puño sobre ella.
-Repite -continuó la anciana con un incontenible temblor-, le juro, madre, que he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y que el Señor me ayude.
-Le juro, madre, que he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y que el Señor me ayude -repitió tras ella.
-Besa el Libro Sagrado -le ordenó la anciana.
Él se llevó la Biblia a los labios. Cuando volvió a dejarla en la mesa, exclamó con una carcajada:
-¿Está satisfecha ahora?
Ella regresó al rincón de la chimenea sin decir una palabra. Los leños del hogar silbaban y crepitaban. En el exterior, el viento arreciaba en medio de la oscuridad, ululando entre los abetos y por delante de las ventanas.
Al cabo de bastante tiempo, él pareció salir de su ensimismamiento y, sacando tranquilamente su pipa del bolsillo, empezó a deshacer muy despacio, en la palma de la mano, unas hebras de tabaco negro.
-La boda será el domingo -dijo sin rodeos.
Ella no respondió.
Anthony la miro.
Tenía apretadas las comisuras de los labios, y una expresión rígida y extraña en el rostro. Le recordó a una estatua de piedra.
-No se encuentra mal, ¿verdad, madre? -preguntó.
Ella movió gravemente la cabeza; luego, cojeando por la estancia, empezó a decir con voz chillona y destemplada:
-Hablaste un día de arrendar una granja en Scarsdale, pero será mejor que sigas aquí. No te estorbaré. Puedes quedarte con el dormitorio grande que da a la fachada, y yo me trasladaré al de tu tío Jake. Ya sabes que esa muchacha nunca me gustó, pero la trataré bien, aunque se me revuelva la sangre. Será bienvenida en esta casa, y no le faltará mi apoyo; tal vez acabe encontrando algo bueno en ella. Pero de ahora en adelante, Tony, no serás hijo mío. Has cometido una indignidad, me has tendido una trampa... sí, una trampa, ésa es la palabra Has llenado de vergüenza y amargura a tu madre, una pobre anciana. Has hecho que tu mera presencia sea despreciable para mí. Puedes quedarte aquí, pero no tocarás jamás un penique de mi dinero; se lo dejaré todo a tu hijo, o a los hijos de tu hijo. Sí -prosiguió, elevando la voz-, sí, al final te has salido con la tuya, y quizá te creas muy listo. Pero llegará el día en que te arrepientas de esto, cuando tu arrepentimiento no sea más que polvo y cenizas. El Señor te castigará, Tony, te castigará como te mereces. Aprenderás que, cuando un matrimonio empieza en pecado, sólo puede terminar del mismo modo. Sí -exclamó al llegar a la puerta, levantando proféticamente su esquelética mano-, sí, cuando yo haya muerto, recordarás las palabras del apóstol: «Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán»*.
Y salió de la estancia dando un portazo.


* Raza de gallinas ponedoras.

* Romanos 2,12.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // ALGUNAS FORMAS DE AMAR // CHARLOTTE MEW








CHARLOTTE MEW (1869-1928)


Nació en Londres el 15 de noviembre de 1869, primera de los siete hijos de un arquitecto. Tres de sus hermanos murieron en la infancia, y otros dos fueron recluidos en manicomios siendo muy jóvenes. Ella y su hermana Ann decidieron no tener hijos para no transmitirles lo que ellas consideraban una tara familiar, y vivieron siempre muy unidas y obsesionadas por el demonio de la locura. Desde muy joven, Charlotte Mew mostró un talento excepcional para escribir poesía, ensayo y relatos breves, y colaboró asiduamente en muchas de las publicaciones más conocidas de la época: Temple Bar, The Yellow Book, The Nation, The New Statesman, The Englishwoman... Su obra fue muy admirada por sus contemporáneos; Thomas Hardy la consideraba la mejor poetisa inglesa de la época, y Virginia Woolf era de la misma opinión. Su poesía está. recogida en The Farmer's Bride (1916) y The Rambling Sailor (1929), una colección póstuma de treinta. y dos poemas. «Algunas formas de amar» (Some ways of Love) se publicó por primera vez en The Pall Mall Magazine, en julio de 1901.
Incapaz de superar la muerte de su madre, y la enfermedad incurable de su hermana, que moriría en 1927, Mew empezó a tener alucinaciones y a perder la razón. Finalmente, ingresó en una casa de reposo, donde se suicidaría el 24 de marzo de 1928.



Algunas formas de amar



I
Les âmes sont presque impenetrables les unes aux autres, et c’ést ce qui vous montre le néant cruel de l'amour
*

-¿Así que deja que me marche sin una respuesta? -dijo el joven, poniéndose en pie de mala gana y cogiendo los guantes de la mesa, sin dejar de mirar a la pequeña y obstinada dama del sofá, que contemplaba su disgusto con la expresión amable y burlona de sus alegres ojos azules que tanto le trastornaba.
-Le daré una respuesta si lo desea.
-Preferiría mantener la esperanza... ¿me permite usted un rayo de esperanza?
-Sólo un rayo -contestó riendo, con el mismo aire perturbador de indulgencia-. Pero no lo magnifique... tenemos la costumbre de magnificar los «rayos»... y no quiero que regrese, si lo hace, con un sol abrasador.
-Es usted muy sincera, y un poco cruel.
-Me temo que quiero ser... las dos cosas. Es mucho mejor para usted -repuso, girando los anillos alrededor de sus pequeños dedos mientras hablaba, como si estuviera ya un poco cansada de la entrevista.
-Me trata como a un muchacho -exclamó él, con cierta amargura juvenil.
-¡Ah! ¡La peor crueldad que se puede hacer con un muchacho! -respondió la dama, levantando los ojos hacia él y esbozando su irritante y luminosa sonrisa.
Al encontrar la sombría mirada del joven, sin embargo, se detuvo; y abandonó temporalmente el tono banal de sus argumentos.
-Le ruego que me perdone, capitán Henley..
Él escrutó su rostro traicionero para ver si aquella petición, expresada con tanta gravedad, encerraba cierta malicia, pero las palabras que siguieron le tranquilizaron.
-Le hablaré con más seriedad. Verá... sincera, quizá cruelmente... desconozco lo que siente mi corazón -pronunció tan estudiada frase sin titubear, y observó con arrepentimiento el rostro preocupado del joven mientras le asestaba el inocente golpe-. No es usted el primero. Y es posible que no sea... el último.
Le costó decir aquello, a pesar de su aparente ligereza, pero él estaba demasiado absorto en sus pensamientos para percibir los matices más sutiles de su voz.
-No soy tan encantadora como cree -prosiguió ella-, pero era algo inevitable. ¿Diré mejor que no soy tan encantadora como parezco? A los dieciocho años me casé... sin estar enamorada, y no pretendo insinuar que nadie me empujara a hacerlo. Mi matrimonio fue un fracaso, por supuesto. Y no quiero equivocarme de nuevo. Me repugna ayudarle a cometer un error similar. Debe perdonarme, pero confieso que me parece usted... muy joven; pues los años son algo engañoso... incluso con las mujeres.
Su rostro de muchacho era incapaz de disimular su enojo.
-¡Ah! Intentaba que sonriera, y está usted frunciendo el ceño. No me sentiría humillada si alguien me agraviase con las palabras que a usted tan neciamente le ofenden; pero -por suerte o por desgracia- no soy tan joven como usted. ¡Vamos, sea razonable! -dijo, con voz especialmente dulce y persuasiva-. Si desconozco lo que siente mi corazón, ¿le parece tan extraño que piense que el suyo puede cambiar? Perdóneme de nuevo si me anticipo. He oído en mis tiempos demasiados «nunca» y «para siempre» insustanciales; y ahora los evito. Me muestro más prudente al escucharlos. «Nunca», «para siempre» -repitió, y reflexionó sobre esas palabras-. A veces pienso que sólo pueden pronunciarse con seguridad en el umbral de otra vida. Me gustaría que no los empleáramos ahora. Le ruego que me conceda ese capricho.
-No soy tan poco fiable, indeciso, ni posiblemente tan cínico -empezó a decir; pero ella le interrumpió con un gesto de su mano, pequeña y brillante.
-Justamente! Por ese motivo, quiero prevenirle -prosiguió ella-. Es usted aún más joven de lo que creía. Me alegro... de todo corazón... de que se vaya al frente. Corte en pedazos a todos los rufianes que pueda; con un poco de pelea adquirirá una gran sabiduría, y... ¡oh, sí! ¡Sé que resulto cruel!... le hace muchísima falta. Vuelva dentro de un año con su Cruz de Victoria
* o sin ella; en cualquier caso, con un poco más de experiencia, y si decide regresar a mi lado -él escuchó con una mueca de dolor la repetición de aquel «si»-, prometo tratarle como a un hombre.
-¿Y me dará una respuesta?
-Sí -contestó ella, con repentina dulzura.
-Y ¿mientras tanto?
-Mientras tanto, administre con prudencia el «rayo» si lo desea, pero no lo engrandezca; y recuerde que no nos obliga a nada. Usted... nosotros -se apresuró a corregir-somos libres.
-Usted es libre, por supuesto, lady Hopedene -admitió con la debida solemnidad-. Yo siempre me consideraré comprometido. Me... me gustaría que supiese que no me considero libre.
-Como quiera -cedió ella, mirando con cierto regocijo su melancólico rostro.
-Será mi único consuelo -señaló el joven, con profunda tristeza.
-Que así sea, entonces: de eso no puedo privarle. Pero no olvide que, si la ocasión lo requiere, queda usted eximido de reaparecer ante este tribunal.
Una pequeña inflexión en su voz le recordó que había llegado el momento de despedirse.
-Ahora debemos decirnos adiós.
-Sólo au revoir.
-Se lo toma usted al pie de la letra; prefiero la vieja expresión.
Y lady Hopedene se puso en pie y cogió su mano, reteniéndola un poco más de lo habitual. El joven la miró muy alterado.
-¿Sólo conservaré de usted ese ceño? -preguntó ella.
-Conserve esto -exclamó él, inclinándose súbitamente para besar los dedos blancos y delicados que tenía en la palma de su mano.
Después se dio la vuelta deprisa, salió y cerró la puerta, dejando tras de sí el peculiar aroma de la presencia de la dama, fresco y penetrante como el aire que sopla en los prados por la mañana, más dulce y delicado que el tenue perfume que envolvía su persona.
Ella se quedó inmóvil, sintiendo la partida del joven: la sonrisa con que le había despedido se había borrado de sus ojos; ahora miraban la puerta carentes de expresión.
«¿Habré hecho lo mejor... para él? -se preguntó-. Puede que... seguro que conoce a otra mujer con menos escrúpulos que yo. Y.. ¿es mejor para mí?»
Se dirigió hacia un espejo colocado entre las ventanas, y estudió con aire crítico la imagen que allí se reflejaba. Mostraba un rostro diminuto de tez delicada, bajo unos cabellos rubios e infantiles cuidadosamente ondulados; en aquellos momentos, privado de su aplomo, parecía triste y un poco pálido.
-Puedo permitirme esperar un año -decidió, tras contemplarse con detenimiento unos instantes-, en cualquier caso, he seguido los dictados de mi conciencia. Mi corazón... «desconozco lo que siente mi corazón» -rió toda temblorosa-. ¿Cómo pudo tragarse algo tan absurdo; debería haber interpretado... ¡bah! -exclamó, haciendo un gesto con las manos que había aprendido en el extranjero, y que a veces repetía con otros ademanes muy poco ingleses-. Es demasiado joven para saber interpretar. No es justo que una mujer se aproveche de la primera fantasía de un muchacho como él. Sin duda he obrado bien.
Lady Hopedene regresó al sofá y apoyó la cabeza en los cojines de vivos colores. Cuando finalmente la levantó, las lágrimas empañaban sus alegres ojos azules.
II
El Nubia navegaba con rumbo a Inglaterra, y sus pasajeros sufrían todas las incomodidades que suelen acompañar a una travesía por el Mar Rojo. De vez en cuando, la pintoresca figura de un marinero hindú pasaba corriendo en medio de la penumbra. Los camareros extendían colchones en la cubierta bajo un cielo estrellado. El capitán y el primer oficial acababan de sorprender un tête-á-tête que se celebraba en un tranquilo rincón del barco, y que despertó su irritación.
-¿Está Henley verdaderamente enamorado de ella? -preguntó el capitán-. Porque es un asunto muy desagradable. ¡Maldita sea! La señorita Playfair está a mi cargo, y no es la primera vez que tengo problemas por una tontería semejante. Los parientes se muestran siempre muy poco razonables... incluso los parientes de los demás... pero, ¡por Júpiter!, creo que los hermosos objetos de sus desvelos son peores.
-Se conocieron en la India, así que supongo que todo estará en orden -respondió secamente el primer oficial, poco dispuesto a hablar de una situación que personalmente le desalentaba.
-Me alegrará ver Plymouth y el final de un cargamento tan embarazoso -exclamó el capitán, dándose media vuelta.
-Moi aussi -dijo entre dientes su joven segundo.
Pero los causantes de aquella breve plática no parecían compartir su sentimiento de alivio ante la perspectiva de llegar a puerto.
-A pesar de este horrible calor, ¡ojalá no acabara nunca la travesía! -exclamó una voz profunda en medio de la oscuridad-. ¡Es perfecta! El mar y el cielo, este maravilloso sentimiento de soledad, como si tú y yo fuéramos los únicos habitantes de la tierra, perdidos en medio de ella. Dime -prosiguió en un tono más bajo- que desearías que no acabara nunca.
-¿Qué sentido tiene que lo desee cuando insistes en que todo debe terminar cuando desembarquemos?
-Quizá los dioses se compadezcan de nosotros.
-¿Te refieres a que lady Hopedene puede recibirte con... frialdad?
-Ella siempre es fría; un hermoso pedacito de hielo. Jamás le importé un comino, Mildred; de lo contrario, ¿no crees que algún gesto la habría traicionado?
-Supongo que quería ver de qué material estabas hecho. ¿Por qué te dio la oportunidad de echarte atrás?
-Sólo era una forma (sus modales son siempre encantadores) de decirme «No». Las mujeres -afirmó con enorme seriedad- no hacen experimentos con los hombres que aman.
-Entonces, si esto es lo que crees, ¿por qué regresas a su lado? Sólo servirá para que te humille... -su voz, normalmente lánguida, se volvió más enérgica.
-Debo hacerlo, querida; di mi palabra.
-Pero ella insistió en que no te comprometieras.
-Me comprometí.
-Eres demasiado quijotesco. ¿Y si la encuentras con otro hombre?
-Imaginemos eso -repuso él, cogiendo las manos de la joven-, la otra posibilidad me aterra, será mejor que la olvidemos. Esta noche y mañana, todavía mañana... son nuestros. Mildred...
Ella se soltó.
-¿Cómo vamos a olvidarla? Envenena el presente y entorpece el futuro. Convierte todo en... una farsa.
-No debería habértelo contado -exclamó él, arrepentido-; de no haber sido por ese otro joven, habría esperado hasta tener mi libertad. ¿Me perdonas?
-No lo sé.
-Ocurra lo que ocurra, siempre serás la única mujer para mí.
-Es muy posible que hayas pronunciado antes esas palabras..
-No era más que un joven estúpido... y ella me lo dijo; ¡Dios mío! Ahora sé que estaba en lo cierto.
-Paseemos un poco -sugirió Mildred-. Dime, ¿cómo es esa mujer?
-Olvidémonos de ella -le suplicó.
-Quiero saberlo.
-Es muy pequeña y hermosa; extraordinariamente hermosa y ocurrente, y.. bueno, no sé cómo expresarlo, muy audaz. Fue esa audacia admirable y nada femenina lo primero que me fascinó de ella. Me impresionó por tratarse de un rasgo muy poco común; si hubiera sido un hombre, habría tenido madera de soldado. Ya ves que no fue amor, querida; empezó siendo una especie de admiración indefinida, y en eso ha vuelto a convertirse.
-Se casará contigo -fue la conclusión de la joven-. Creo que la comprendo mejor que tú.
-Y ¿odiarás mi recuerdo?
-Sí, durante algún tiempo; y luego... luego supongo que me casaré con otro.
-Si yo estuviera en tu lugar, preferiría pasar mi vida en soledad.
-No es tan fácil para una mujer hablar de soledad o pensar en ella; pero yo te amo, Alan -exclamó apasionadamente.
Los dos jóvenes, preocupados, se dieron las buenas noches en voz baja.
III
...tandis que, dans le lontain, le cloche de la paroisse... emplissait l'air de vibrations douces, protectrices, conseilléres de bon sommeil á ceux qui ont encore des lendemains...
*

Lady Hopedene cerró el libro bruscamente, con el pequeño gesto de impaciencia aprendido en el extranjero.
-Debo evitar ver a ese hombre; me resulta muy penoso.
El reloj de porcelana que tenía enfrente dio las cuatro, y el sonido de las campanadas devolvió a su pensamiento la frase que se había negado a aceptar, y que se apresuró a rechazar de nuevo. Ceux qui ont encore des lendemains.
Se frotó los ojos, y empujó los cojines de brillantes colores donde apoyaba intranquila la cabeza. Enmarcaban sus cabellos dorados a la perfección, pero parecían haber arrebatado el delicado rubor, antes dulcemente inalterable, a su semblante infantil. Este se veía pálido y algo demacrado.
La puerta se abrió, y una voz anunció de forma mecánica:
-El capitán Henley.
Lady Hopedene no se levantó, y el joven avanzó hacia ella.
-¡Alan! -el nombre escapó de sus labios de un modo tan intenso y repentino que fue conmovedor, incluso lastimoso oírlo. La larga sucesión de días, de semanas... la interminable espera... parecía claramente arrojada ante él, pintada en el ala de aquel inesperado grito.
Y había algo más: tras él acechaba una nota de angustia, muy débil, que se enfrentaba perceptiblemente a su alegría.
El joven, de manera inconsciente, retrocedió ante aquel nuevo recibimiento. No era propio de ella, ni se parecía a nada que el hubiera oído antes. Pero, en unos instantes, los ojos azules -tan extrañamente iluminados- recuperaron su vieja expresión de burlona bienvenida; y lady Hopedene le ordenó que se acercara, con el famoso gesto de su pequeña mano.
-Venga aquí, maravillosa aparición; quiero asegurar mis sentidos, poner a prueba mi cordura. ¿Se trata realmente de usted?
-Sin duda alguna. He venido en busca de mi respuesta -dijo breve, apresuradamente, consciente de que ella ya se la había dado, antes de pedírsela, al pronunciar su nombre de aquel modo tan sorprendente e involuntario.
-Habla como si estuviera presentando una factura –exclamó ella, riendo-, y la petición suena algo imperiosa, cuando ni siquiera sabía si tendría que contestarle algún día. ¡Oh! Hay esperas muy largas, lo sé -añadió, cogiendo la mano del joven que estaba en pie a su lado-. Siéntese aquí.
Lady Hopedene le hizo sitio, y miró con franqueza y seriedad su rostro algo más maduro.
-¡Vaya! -dijo, echándose hacia atrás como si estuviera asustada-. ¡Es un hombre con quien he de tratar! ¿Puedo contarle un secreto, capitán Henley? -agregó con repentina y encantadora dulzura-. Me siento bastante decepcionada, pues... pues en realidad yo amaba al muchacho.
-Entonces, ¿por qué jugó con él? -preguntó el joven, dominando a duras penas su amargura, y devolviéndole la mirada con decisión-. Su capricho... -le habló sin rodeos, como si no le importara, por el momento, que ella comprendiera el significado de sus palabras-, una respuesta sincera me habría ahorrado el alto precio que he pagado por su capricho.
-Sabiendo tan poco, tiene derecho a reprochármelo. Se lo explicaré -respondió suavemente-. Después de todo, supongo que fue mero egoísmo, porque usted me importaba más que mi propio ser. Su felicidad era, es y siempre será, imagino, más importante que la mía.
Él sintió el impulso de decirle la verdad, de contarle claramente su historia. Pues aquella mujer que había amado seguía inspirándole una sólida confianza. Sabía que era más fuerte e íntegra que las demás mujeres que había conocido, y no podía evitar creer en el alma que brillaba con tanta nitidez, directamente, en el fondo de aquellos ojos azules que le contemplaban. Es posible que hubiera cedido a ese impulso pasajero, si ella no hubiese interrumpido demasiado pronto su pensamiento vacilante.
-Elegí la mentira más eficaz que se me ocurrió aquel día... ¿lo recuerda?... cuando dije que no era usted el primer hombre, ni posiblemente el último. Es usted el primero -su mirada se detuvo en el volumen amarillo que, con la llegada del capitán Henley, había resbalado por el sofá hasta caer al suelo-, y estoy segura de que será el último. Jamás me ha gustado mentir. Le suplico que perdone mi primera y única mentira.
El joven no contestó, pero se puso en pie y permaneció silencioso, incómodo a su lado, resistiéndose a replicar su sinceridad con falsas protestas, sabiendo que debía hablar, buscando dolorosamente las palabras.
Ella se rió, recordando cómo enmudecía a veces en el pasado, y prosiguió con cierta vacilación en su voz.
-Le sorprende mi franqueza; pero mire esto -y extendió ante él una mano desnuda y marchita.
-¡Qué desvalida parece! -exclamó el capitán Henley, cogiéndola dulcemente entre las suyas-. ¿Dónde están sus viejos anillos? ¿Por qué se ha desprendido de ellos?
-Son ellos los que se han desprendido de mí -respondió lady Hopedene tristemente-. Quizá se haya dado cuenta usted -añadió, señalando de paso sus mejillas- de que también otros adornos me han traicionado. Antes o después, tendré que decírselo. ¿Por qué no hacerlo ahora? Mis médicos -pronunció estas palabras con fingida solemnidad, y las interrumpió con una pequeña mueca me dan un año, o tal vez menos, para las pompas y vanidades de este mundo tan encantadoramente perverso. Así que, como ve, por mero respeto, las pompas y vanidades van retirándose poco a poco a fin de preparar su salida definitiva.
Abandonó su tono jocoso, y empezó a acariciar presurosa e inquieta la mano del capitán Henley. El joven agarró sus muñecas y le dirigió una mirada incrédula.
-Se trata de una horrible broma. No creo que hable en serio.
-Jamás hablé tan en serio como ahora.
-No pretenderá decir... -incapaz de preguntar una obviedad, continuó sujetando con fuerza los pequeños dedos, balbuceante, reducido al silencio.
-Sí, es cierto, tengo órdenes de partir, pero me conceden una prórroga. Un año para la conversación, la locura, la sensatez... si no fuera tan aburrida... y un año, tesoro mío, para el amor.
-¡Santo D...! -gritó-. Me dejas anonadado, Ella. Estás aquí; puedo verte y oír tus palabras; pero no logro entenderlas. Parece una pesadilla. No puede ser verdad...
Lady Hopedene soltó su mano y la colocó sobre el brazo del joven; y, esbozando una sonrisa para que recobrara el dominio de sí mismo, protestó:
-No te enfrentas al enemigo como un soldado.
-Me falta tu sangre fría -repuso él-. Seguramente otro hombre te daría tiempo o esperanzas.
Ella movió la cabeza y empezó a recitar:
-«Morir hoy o morir mañana, ¿acaso tenemos elección? Ningún hombre puede decir nada, una vez que los hados han hablado.» Sus ojos invitaban al capitán a mostrar valor.
-Amabas tu vida mucho más que la mayoría de nosotros -dijo él, arrepintiéndose en seguida de sus palabras.
-La adoraba... la adoro. No me relegues tan pronto a un tiempo pasado. No tendremos futuro ni subjuntivo, sólo presente e imperativo: Je t'aime... aime toi, par example.
-Ella, por Dios -exclamó el joven-, un poco de seriedad. Ignoro cuánto tiempo hace que conoces la noticia, pero recuerda que es nueva para mí.
-También es relativamente nueva para mí -sus valientes ojos azules le dirigieron una rápida mirada de censura-. ¿Acaso quieres que interprete el papel de cobarde?
-No podrías -afirmó él en tono angustiado-. ¡Qué gran soldado habrías sido!
-Es el cumplido más bonito, aunque también el más torpe, que me has dedicado jamás.
-No es eso -respondió el joven, casi con brusquedad-. Haces que me avergüence con toda el alma; me siento como un desertor.
-Los desertores están cortados por otro patrón -señaló lady Hopedene, con dulce determinación-. Nosotros no hemos nacido para volver las espaldas al destino o poner mala cara a un enemigo. Durante este año interminable (además de tedioso, he de confesar), nunca se me ocurrió pensar que me fallarías. Pensé que era posible... pero jamás temí que lo hicieras; de haber sido así, me habría enfrentado a tu deslealtad, aunque hubiera sido más difícil de arrostrar que la propia muerte.
-Nunca te fallaré -declaró él con aire decidido-; y cuando el «nunca» salió de sus labios, recordó las palabras de lady Hopedene sobre el empleo de un vocablo tan trascendental; que sólo podía pronunciarse con seguridad, había afirmado ella, tal como lo había pronunciado ahora, en el umbral de la tumba. y luego se dio cuenta, súbitamente, de que aquella conversación había sido un extraño anuncio de ésta. Entonces, entre risas, habían mencionado la muerte, esperando, asimismo, que un año transcurriera pronto. Había llegado el fin de aquel sueño tan irreal. Pero él no quería contemplar su materia vacía; ella no pasaría sus últimas horas recogiendo los pétalos de un amor perdido-. No te fallaré -dijo nuevamente con vehemencia.
Lady Hopedene escuchó con cierto asombro la frase que él repetía.
-No dudo de tus palabras, amor mío.
-No he dicho aún lo que he venido a decirte, Ella. ¿Quieres ser mi esposa?
Formuló la pregunta adivinando sus consecuencias, aunque empujado por algo más grave y profundo que la compasión. Durante unos instantes, Ella guardó silencio. Había estado en pie junto al capitán Henley, pero entonces se sentó y empezó a acariciar distraídamente un cojín bordado mientras meditaba su respuesta. Finalmente contestó, pero muy lentamente, sin su celeridad acostumbrada.
-El amor -exclamó-, aunque no lo recordemos a menudo, tiene un extenso vestuario. No todo el mundo puede llevar sus más ricos atavíos... y tú y yo no podemos. Alegrémonos de que nos ofrezca alguno de sus ropajes, pues, sin su caridad, iríamos desnudos. Tú y yo podemos ser compañeros, sólo eso. Es lo más sensato, el mejor pacto posible, pues los amantes terminan como jamás lo haremos nosotros. Tú vigilarás conmigo como si fuéramos dos buenos amigos, dos buenos soldados, hasta que el enemigo ataque, y sabes que atacará.
-Será una fría guardia nocturna -se obligó a decir, recordando el grito con que le había recibido, y preguntándose cómo podía dominar de aquel modo sus sentimientos.
-Suficientemente cálida -señaló lady Hopedene-; mucho más cálida que el amanecer que señalará su fin. ¿Te quedarás a hacer la guardia conmigo?
-Haré cualquier cosa que me pidas.
-Entonces te pido que aprendas a sonreír al mal tiempo, y que no tiembles todavía.
Ella cogió su mano de nuevo y le llevó a la ventana; estaban encendiendo las farolas junto a la verja del parque.
-Ahí fuera ha llegado la primavera; esta mañana he visto los brotes de los árboles. Los hados no han sido demasiado crueles. Nos han dejado todas las estaciones; el verano, mi estación preferida, no tardará en llegar... y tú... has venido.
Él se inclinó y besó los pequeños dedos que agarraban sin fuerza los suyos.
-Tu último beso ha encontrado un amigo -susurró ella-; ha pasado tanto tiempo solo en este lugar.
-Dame tus anillos -dijo el capitán Henley-; haré que los adapten. Quiero que los lleves.
-Sí -contestó lady Hopedene-, es estúpido renunciar a ellos. Enviaré a alguien... no, los traeré yo, si me disculpas un momento. Soltando su mano, atravesó la cada vez más oscura estancia y lo dejó solo, enfrentándose al primer gran problema de su vida.
IV
Mildred Playfair abandonó su asiento junto a la ventana para acercarse al fuego. Estaba renovando su relación con una primavera inglesa, sin demasiadas muestras de alegría. Henley se hallaba a un paso de la repisa de la chimenea, y el movimiento de la joven los colocó frente a frente. Ella levantó sus ojos oscuros hacia él y, con la lánguida entonación que le caracterizaba, comentó:
-No parece haber nada más que decir; apenas comprendo por qué has venido.
-Porque me pediste que lo hiciera. Te he contado todo... te he expuesto cómo están las cosas, al menos para mí. Tal vez haya sido mejor decírtelo personalmente.
-No tenías que haber esperado a que te llamara.
-Quería escribirte. Pensé que sería menos doloroso para ambos. Pero no era un asunto fácil. Estaba tratando de redactar una torpe explicación cuando recibí tu carta.
-¿La explicación de que ibas a renunciar a mí por una ilusión poética Y casi femenina?
-No tenía elección.
-No sabía que los hombres tomaran parte en esta clase de cosas. Creía que eran más... firmes y categóricos.
-Hace un mes me habría creído incapaz de hacerlo; pero a veces una mujer... una mujer noble... puede transformar a un hombre, y mostrarle lo que es capaz o no de hacer.
Mildred había estado calentándose las manos cerca del fuego, pero entonces se volvió, cogió de la mesa un abrecartas de la India y empezó a separar las páginas de una revista.
-El hecho es que todavía amas a esa mujer.
Él vaciló, sintiendo un deseo casi puritano de decir la verdad.
-No del modo que insinúas. Esta semana he aprendido que existen muchas formas de amar.
-Y, ¿es algo que has descubierto tú? -preguntó la joven, recorriendo con un dedo la hoja del abrecartas que tenía en la mano-. ¿Estás seguro de que no estás repitiendo una frase de ella?
-Quizá. Mildred -exclamó-, me haces las cosas más difíciles de lo que son. Si pudieras ver en mi interior, sabrías que no he sido desleal... al menos contigo.
Tampoco tenía la sensación de haber traicionado a la otra mujer.
-Se me escapan tus complicaciones. Reconozco que no entiendo tu forma... tus «formas».
-No digas eso después de haberte explicado todo. Te he pedido que me esperes, aunque tal vez no debería haberlo hecho; jamás hubiera pronunciado esas palabras si no te quisiera tanto y no tuviera tanto miedo de perderte.
-Tendrías que haber sabido que nunca consentiría que fueras, tácitamente, el amante de otra mujer.
-No soy su amante -señaló brevemente.
-Otra sutil distinción que soy incapaz de captar.
-Si pudieras ver en mi interior... -empezó a decir de nuevo; pero ella le interrumpió.
-Veo lo suficiente para saber que tu corazón no es completamente mío.
-¿Quieres que diga lo contrario? -preguntó Henley duramente, aunque sin amargura-. ¿Cómo puedo hacerlo ahora, después de tu negativa... sin la menor esperanza ante mí, sin otras palabras que no sean de adiós?
-¡Si yo te importara, no hablarías así!
-No tengo elección -repitió él.
-Porque ya has elegido.
-En mi corazón, en mi alma, eres la elegida.
-Y, sin embargo, vuelves con la otra...
-Durante un año, y posiblemente menos. ¿Por qué no puedes entenderlo? Tú y yo tenemos toda la vida por delante, pero he visto la muerte reflejada en sus ojos... y en sus labios. Una tumba se interpone entre nosotros -insistió, y terminó la frase con un matiz de tristeza en su voz-: ¿No te parece suficiente?
-Es invisible -replicó la joven-, así que no me culpes si no puedo verla. Lo único que puedo ver es que una mujer, o su sombra, se interpone entre nosotros.
-¿Son éstas tus últimas palabras? -preguntó él, deseando casi que lo fueran, consciente de lo poco que habían servido las anteriores... que no habían aclarado nada ni les habían brindado el menor alivio.
-No -le interrumpió bruscamente Mildred, despojándose malhumorada de su frialdad y de su calma, como si fueran prendas de vestir que le pesaran demasiado-, mis últimas palabras son que te quiero, Alan, y que, como tú mismo has reconocido, me perteneces -la joven cruzó la habitación y se arrojó en sus brazos-. No puedo dejar que te marches y voy a impedirlo.
El la acogió con una breve y familiar exclamación de bienvenida, y la estrechó contra su pecho unos segundos; después la soltó, y apoyó una de sus manos en los cabellos oscuros y ligeramente despeinados de la muchacha.
-Me esperarás, ¿verdad?
El capitán Henley dijo sencillamente lo primero que pensó; pero, al escuchar sus palabras, Mildred se alejó de un salto.
-No, eso no... eso no.
-Entonces ¿qué? -preguntó desconcertado-. ¿No vas a confiar en mí?
-Esa mujer confió en ti -exclamó la joven, dejando escapar a través de sus labios, en aquel momento de confusión, el recuerdo que se había cernido sobre ellos en un par de ocasiones-. Esa mujer te dejó marchar; y, aunque no lo sepa, tú le has fallado, o al menos eso dices; lo cierto es que no sé qué creer de ti.
-Tienes razón -respondió él-. Dios sabe que le he fallado; tienes razón.
-Hazme una promesa en señal de que no me fallarás.
-¿Qué promesa? -inquirió, antes de añadir con vehemencia-:Cualquiera, cualquiera que yo pueda hacer...
-La única creíble -afirmó-, quédate conmigo.
Él se detuvo... perplejo, vacilante, herido; sopesando una segunda elección. ¿A cuál de las dos mujeres debía más? Mientras seguía allí indeciso, las veía ante sí pidiéndole que no les fallara. Una de ellas más lejana, diminuta y frágil, una imagen llena de belleza que se desvanecía como si la vida se le escapara; la otra, a su lado, fuerte, hermosa, nítida y querida, pisando con firmeza los peldaños de la juventud. El contraste físico le causó una profunda impresión, aunque no fue eso lo que hizo que sus pensamientos en pugna se decidieran. Fue una frase, pronunciada dulcemente por una animosa voz que salía de una estancia mucho más difusa para él que aquella en la que se encontraba: «Nosotros no hemos nacido para volver las espaldas al destino o poner mala cara a un enemigo».
Con estas palabras resonando en sus oídos se enfrentó al enemigo que tenía ante él llenándole silenciosamente de reproches.
-¿No vas a confiar en mí? -preguntó de nuevo, con una humildad que no habría pasado desapercibida a un corazón menos joven.
-No puedo -repuso Mildred, con obstinación.
Él miró sus ojos oscuros e inflexibles, y percibió en ellos una realidad implacable.
La mujer que había impuesto esa realidad no pudo oír su respuesta; ella la habría entendido.
-Y yo -se limitó a decir, con un dolor que trascendía la exaltación del momento-, no puedo quedarme.



* Las almas son casi impenetrables las unas para las otras, lo que demuestra la cruel vacuidad del amor.

* La condecoración militar más importante de Gran Bretaña desde 1856
* ... mientras, en la distancia, las campanas de la parroquia... llenaban el aire de vibraciones dulces, protectoras, consejeras del buen sueño para quienes todavía tienen un mañana...


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // UN ASUNTO DE OTRO TIEMPO // JOHN GALSWORTHY








JOHN GALSWORTHY (1867-1933)


Nació en Surrey, y se educó en Harrow y en el New College de Oxford. Ingresó en el Colegio de Abogados, pero, influenciado por Joseph Conrad y animado por su futura mujer y por el editor literario David Garnett, abandonó el Derecho para dedicarse a escribir. Publicó sus primeras obras, un volumen de relatos breves y la novela, Jocelyn (1898) con dinero de su bolsillo y bajo el seudónimo de John Sinjohn. The Island of Pharisees (1904) fue la primera obra que firmó con su nombre. Dramaturgo de éxito -The Silver Box, Strife, Justice, Loyalties-fue, sin embargo, su saga de la familia Forsyte la que le dio una popularidad que no gozaría casi ninguno de sus contemporáneos. The Forsyte Saga (The Man of Property -1906-, In Chancery -1920- y To Let -1921-) es la historia de tres generaciones de una adinerada familia inglesa de clase media-alta a finales del siglo XIX y principios del XX. La saga continuaría en otra trilogía, A Modern Comedy (1929), y en una colección de relatos breves, Forsyte Change (1939). Galsworthy ganó el Premio Nobel de Literatura en 1932. Además de 20 novelas, 27 obras de teatro e innumerables poesías, ensayos y cartas, escribió más de 173 relatos breves. «Un asunto de otro tiempo» (A Long-Ago Afair) se publicó por primera vez en la revista Cassell's Weekly, en abril de 1923.


Un asunto de otro tiempo



Cuando en el verano de 1921 Hubert Marsland, el paisajista, regresaba de pasar el día haciendo bosquejos junto al río, tuvo que detener su coche de dos plazas a unas diez millas de Londres para una pequeña reparación; y, mientras lo arreglaban, se alejó del taller para echar un vistazo a la casa donde solía pasar sus vacaciones cuando era niño. Después de franquear una verja y de dejar a su izquierda una gravera, llegó en seguida ante la casa, que se alzaba en medio del jardín. ¡Cuánto había cambiado! Resultaba más pretenciosa y menos acogedora que cuando sus tíos vivían allí, y él jugaba al cricket en el terreno de enfrente, que parecía haberse convertido en un campo de golf. Era tarde... hora de cenar, y, como no vio a ningún jugador, se adentró en el campo y empezó a reconocer sus rincones. Allí debía de haber estado la vieja caseta. Y un poco más lejos, aún cubierto de césped, el lugar donde había bateado tan bien la pelota y, después de marcar trece puntos, había terminado su turno, el último del equipo, sin ser eliminado. Hacía treinta y nueve años, el día que cumplía dieciséis. ¡Con qué claridad recordaba sus nuevas espinilleras! A. P. Lucas había jugado contra ellos y sólo había marcado treinta y dos; en aquellos días todos copiaban su estilo: el pie delante del bate, un poco hacia fuera, con elegancia; algo que ya no se veía, afortunadamente... ¡puede uno sacrificar tanto en aras del estilo! Ahora, sin embargo, se tendía a lo contrario; el estilo era quizá algo totalmente pasado de moda...
Retrocedió hacia el sol y se sentó en la hierba. ¡Qué paz! ¡Cuánta quietud! La neblina que cubría las lejanas colinas resultaba visible entre la antigua casa de su tío y la vivienda vecina. Y en el lado opuesto estaba el grupo de olmos, tras los que se pondría el sol como en los viejos tiempos. Hundió la palma de las manos en el césped. Un verano maravilloso... muy parecido a aquel otro verano de su adolescencia. Y la calidez de la hierba, o tal vez del pasado, se apoderó de su corazón y sintió cómo le invadía la nostalgia. Debía de haberse sentado en aquel mismo lugar después de su turno de lanzamiento, junto a los pies de la señora Monteith, que asomaban por debajo de un vestido de volantes. ¡Dios mío! ¡Qué necios eran los jóvenes! Y ¡cuán precipitados e imprudentes sus afectos! Un poco de dulzura en una voz o en una mirada, una sonrisa, un pequeño roce o dos, ¡y ya eran unos esclavos! Necios, pero también generosos. Y, detrás de la silla de la señora Monteith, podía ver con claridad al capitán MacKay, ese otro ídolo, con su rostro de color marfil oscuro (exactamente igual que aquel colmillo de elefante de su tío, que con el tiempo se había vuelto tan amarillo), su soberbio bigote negro, su corbata blanca, traje de cuadros, clavel en la solapa, polainas cortas, bastón de Malaca... ¡todo tan fascinante! La señora Monteith, «la separada», ¡así la llamaban! Recordaba el modo en que la gente la miraba, el tono de sus voces. ¡Y era tan hermosa! Se había enamorado de ella a primera vista... de su perfume, de su voz, de su elegancia. Y aquel día en el río, cuando ella le hizo tanto caso, y el capitán MacKay estuvo tan pendiente de Evelyn Curtiss que todos pensaron que iba a declararse. ¡Qué época tan extraña! Entonces empleaban la palabra «cortejar», y vestían faldas amplias y corsés muy, altos; y él llevaba un cinturón elástico de color azul alrededor de su cintura de franela blanca. Y aquella noche su tía le había dicho, con una sonrisa maliciosa: «¡Buenas noches, tontuelo!». Y la verdad es que lo era, con aquella flor que la señora Monteith había dejado caer al suelo entre su mejilla y la almohada. ¡Qué locura! Y el domingo siguiente... deseando ir a la iglesia... cepillando con fervor su sombrero de copa; había pasado todo el servicio espiando su pálido perfil, dos bancos delante de él, a la izquierda, entre su tío Hallgrave, un anciano con barba de chivo, y su gorda y sonrosada tía de pelo blanco; ideando cómo acercarse a ella cuando saliera, indeciso, acecharte, sin conseguir más que una sonrisa y el frufrú de sus volantes. ¡Ay! ¡El menor detalle significaba tanto en aquella época! Y su último día de vacaciones... la noche en que por primera vez entrevió la realidad. ¿Quién dijo que la era victoriana estuvo llena de inocencia?
Marsland se llevó la mano a la mejilla. ¡No, el relente todavía no se notaba! Y, de igual modo que un hombre remueve y sacude el heno para airearlo, sintió que algo se removía en su interior y sacudía los recuerdos de otras mujeres; pero nada despertaba en él un sentimiento parecido a aquella primera experiencia.
¡El baile de su tía! Su primer chaleco blanco, comprado ad hoc en la sastrería local; la corbata con la que trataba de emular a su héroe, el capitán MacKay. Se acordaba tan bien de todos los detalles en medio de aquella paz: la expectación, el tímido y discreto nerviosismo, la petición de un baile con voz entrecortada, el nombre de la señora Monteith escrito dos veces en su pequeña libreta de bordes dorados con el diminuto lápiz blanco con borlas; la lentitud con que ella movía el abanico, su sonrisa... Y el primer baile; su infinito cuidado para no pisar las puntas de sus zapatos de satén blanco; la emoción cuando el brazo de ella apretaba el suyo en medio del tumulto... Qué grande su embeleso, especialmente en la primera parte de la velada, cuando todavía le quedaba otro baile. ¡Si hubiera podido hacerla girar en ambos sentidos, como su héroe el capitán MacKay! Su exaltación fue en aumento al acercarse el segundo baile, lo que le hizo despedirse bruscamente de su pareja. Recordaba con claridad el frescor del aire y el aroma de la hierba en la oscura terraza, el zumbido de los abejorros, la asombrosa altura de los álamos a la luz de las estrellas... y el cuidadoso arreglo de su corbata y chaleco, la vigilante limpieza del sudor de su rostro. Un respiro hondo, y entrar en la casa a buscarla. El salón de baile, el comedor, las escaleras, la biblioteca, la sala de billar, y todo en vano... Los músicos seguían tocando el vals Estudiantina, y él vagando por las habitaciones con su chaleco blanco, como un joven fantasma. ¡Ah, el invernadero! ¡Cómo corrió hacia allí! Y luego aquel instante del que seguía guardando, incluso ahora, una impresión borrosa, muy confusa. El sonido de voces ahogadas entre las flores: «La he visto», «¿Quién era el hombre?». La visión momentánea de un rostro de color marfil, de un bigote negro. Y entonces la voz de ella: «¡Hubert!»; y una mano febril cogiendo la suya, acercándolo a ella; su perfume, su sonrisa forzada. Cuchicheos detrás de las flores, aquella gente espiando; y, súbitamente, los labios de ella en su mejilla, el beso resonando en sus oídos, su voz exclamando con dulzura: «¡Hubert, querido muchacho!». Los susurros disminuyeron, cesaron. ¡Qué minuto tan largo y silencioso entre los helechos y las flores, en aquella penumbra, con el semblante de ella junto al suyo... pálido, inquieto, antes de ser conducido nuevamente a la luz, comprendiendo poco a poco que ella le había utilizado. Un muchacho... demasiado joven para ser su amante, ¡pero no para salvar su reputación y la del capitán MacKay! El beso de ella... el último de muchos... pero no en sus labios, en sus mejillas. ¡Qué duro había sido darse cuenta del engaño! Besar a un muchacho... sin importancia... un muchacho que, al día siguiente, volvería al colegio, ¡para que él y ella pudieran reanudar su relación libres de sospecha!
Después de ver su amor cubierto de fango, ¿cómo se había comportado el resto de la velada? Apenas lo recordaba. ¡Traicionado con un beso! ¡Dos ídolos caídos! ¿Acaso se preocuparon ellos de lo que él sentía? En absoluto. ¡Su única inquietud fue servirse de él para ocultar sus relaciones! Sin embargo, no sé por qué motivo... él nunca había dado a entender a la señora Monteith que lo sabía. Sólo cuando terminaron de bailar y alguien vino en busca de ella, huyó a su pequeño dormitorio, se arrancó los guantes, el chaleco; luego se tendió en la cama y le asaltaron amargos pensamientos. ¡Le había llamado muchacho! Y siguió allí, con el runrún de la música en sus oídos, hasta que finalmente se fue desvaneciendo, los carruajes se marcharon y la noche quedó en silencio.
Poniéndose en cuclillas sobre la hierba, todavía tibia y seca, Marsland se frotó las rodillas. ¡Nada tan generoso como un muchacho! Con una pequeña sonrisa, se acordó de su tía al día siguiente, y de la mezcla de ironía y de inquietud con que ésta le había dicho: «No está bien, querido, sentarse en rincones oscuros y.. bueno, es posible que la culpa no fuera tuya, pero, a pesar de todo, no está bien... no está nada...». Y cómo se había detenido de pronto, contemplando el rostro de su sobrino, mientras los labios de éste anunciaban su primera risa sarcástica. Su tía jamás le había perdonado aquella reacción. ¿Le habría creído un joven y cínico Lotario
*? Y Marsland pensó: «¡Vivir para ver!». ¿Qué habría sido de los dos? ¡La era victoriana! Sabían cubrirse las espaldas, pero hablar de inocencia! ¡Habrase visto!
¡Ah! El sol estaba a punto de ocultarse y se sentía el relente. Hubert se levantó, frotándose las rodillas para quitarse el entumecimiento. Más allá, en el bosque, las palomas zureaban. Una ventana de la antigua casa de su tío brillaba como una joya entre los álamos, bajo los últimos rayos de sol. ¡Ah! ¡Aquel insignificante asunto de otro tiempo!


* Personaje libertino de The Fair Penitent (1703), tragedia en verso de Nicholas Rowe.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // EL ESTATUTO DE LAS LIMITACIONES // ERNESR DOWSON








ERNEST DOWSON (1867-1900)


Nació en Lee (Kent) y, debido a la salud delicada de su padre, pasó gran parte de su niñez en Francia y en la Riviera italiana. Su educación fue bastante irregular, pero en 1886 ingresó en el Queen's College de Oxford, donde no terminaría sus estudios. Instalado en Londres, se convirtió en un miembro muy activo del Rhymer's Club, el círculo de poetas «decadentes» ingleses de la década de 1890, entre los que destacan W. B. Yeats, Arthur Symons y Aubrey Beardsley. Yeats describiría a Dowson como un joven «tímido, silencioso y un poco melancólico» y afirmaría estar en deuda con su poesía. En 1891, se enamoró de Adelaide Foltinowicz, una joven camarera de doce años, que le serviría de inspiración y se convertiría en un símbolo de amor e inocencia en sus versos. En 1894, tras la muerte de su padre y el suicidio de su madre, Dowson descubrió que padecía tuberculosis. En 1897 Adelaide se casó con otro hombre, y él abandonó Londres para instalarse en París, Bretaña y Normandía, donde malvivió traduciendo a Balzac y a Zola, entre otros autores. Cada vez más enfermo, en lugar de pedir ayuda a familiares y amigos, se ocultó en alojamientos miserables, pasó hambre y se negó a que le visitara ningún médico. Seis meses antes de su muerte, ocurrida el 23 de febrero de 1900, un amigo lo encontró gravemente enfermo y se lo llevó de vuelta a Inglaterra.
Además de dos libros de poesía, Verses (1896) y Decorations (1899), Ernest Dowson escribió dos novelas en colaboración con Arthur Moore, A Comedy of Masks (1893) y Adrian Roma (1899), y el volumen de relatos Dilemmas (1895), donde se publicaría por primera vez «El estatuto de las limitaciones» (The Statute of limitations)
.

El estatuto de las limitaciones


Durante los cinco años de relación casi diaria con Michael Garth, en un paraje solitario de Chile, que hizo que dos hombres como nosotros -que hablábamos la misma lengua pero apenas compartíamos intereses- tuviéramos que soportarnos el uno al otro, llegué a tener con él, si no una amistad íntima, al menos cierta familiaridad, que me permitió acercarme a su carácter y conocer los detalles más relevantes de su historia. Hablo de un carácter muy singular, y de una historia rica en enseñanzas. Deduje gran parte de ella de los comentarios que dejó escapar mucho antes de que yo supiera su final. Por poco simpático que me resultara el hombre, era imposible no interesarse por su historia. A medida que fuimos conociéndonos, cada vez tuvo más visos de ser (me refiero a su carácter) un difícil problema psicológico, que yo estaba obsesionado en resolver. Me dediqué a estudiarlo en mi tiempo libre, después de vigilar las fluctuaciones en el precio de los nitratos. De modo que, cuando logré hacerme rico, en lugar de volver a casa en seguida, preferí esperar más de tres meses para regresar en el mismo barco que él. Gracias a esta demora, puedo transcribir el desenlace de mis impresiones: las encuentro edificantes, aunque sólo sea por su extraña ironía.
De sus labios apenas recabé información; aunque en nuestra travesía de vuelta, aquellas largas noches en que paseábamos por cubierta bajo la Cruz del Sur, su reticencia cedía de vez en cuando, lo que me permitió vislumbrar muchas más cosas de él que en todo nuestro tiempo juntos en la salitrera. Adiviné más, sin embargo, de lo que me contó; y logré atar todos los cabos con posterioridad, después de conversar con la joven a quien comuniqué la noticia de su muerte. El mencionó su nombre, por primera vez, un día o dos antes de su desaparición: una confidencia tan inaudita que debí estar ciego para no darme cuenta de lo que presagiaba. Había visto su retrato el primer día que entré en casa de Garth, donde su fotografía colgaba en un lugar bien visible de la pared: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no sé por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas, contemplando el mundo con singular tristeza entre un manto ondulante de cabellos negros. Él me contó después que era la fotografía de su fiancée, pero, antes de eso, no habían faltado indicios de que había una mujer en su vida.
Iquique no es París; ni siquiera Valparaíso; pero sí una ciudad del mundo civilizado; y, tan sólo a dos días a caballo del lugar pestilente y caluroso donde alimentábamos tenazmente nuestras vidas de quinina y de ilusión, era la mejor esperanza de evasión. Las existencias de casi todos los ingleses que dirigían trabajos en el interior de aquellas tierras eran muy parecidas: no era difícil reconocerlos por cierta expresión hambrienta y salvaje en su mirada. Entretanto, mientras esperaban su suerte, la mayoría sentía una gran alegría cuando algún asunto de negocios les obligaba a pasar un día o dos en Iquique. Hay tiendas y calles, calles iluminadas por las que pasan señoritas de ojos negros con mantillas de encaje; y también hay cafés; y partidas de faraón
* para los que quieren apostar; y corridas de toros, y periódicos con menos de seis semanas de retraso; y en el puerto, cargando nitrato, muchos barcos, a los que no se puede mirar sin envidia, pues regresarán a Inglaterra en pocos días. Pero Iquique no tenía el menor atractivo para Michael Garth, y, cuando alguno de nosotros tenía que ir, era normalmente yo, su subordinado, quien me dirigía allí alegrándome de su indiferencia. Los dólares ganados con el sudor de la frente se desvanecían en Iquique; y para Garth la vida en Chile se limitaba, desde hacía mucho tiempo, a hacer acopio de dólares. Así que se quedaba en el calor abrasador de Aguas Blancas, y contaba con determinación los días y el dinero (aunque su naturaleza, en mi opinión, era esencialmente generosa, su obsesión por conseguir aquel propósito le había convertido en un hombre de una avaricia malsana) que lo devolverían a su preciosa amada. A pesar de lo taciturno, desconfiado e insociable que se había vuelto, descubrí poco a poco que aún sentía cierto amor por las humanidades, y que su buen gusto sólo podía ser fruto de un profundo conocimiento de la mejor literatura. Puso a mi disposición su reducida biblioteca unas pocas novelas francesas, un Horacio, y algunos volúmenes muy manoseados de poetas ingleses modernos en la conocida edición de Tauchnitz-, a cambio de mi colección, bastante similar, aunque algo más numerosa. En los escasos momentos en que se mostraba cordial, podía hablar de esos temas con verve y originalidad; con más frecuencia, prefería perseguir con odio exacerbado a un fetiche abstracto que él denominaba su «suerte». Era por naturaleza terriblemente pesimista; y parecía atribuir a la Providencia cierta cualidad inconcebiblemente cruel, que dirigía en todo momento contra su persona. Logré explicarme, e incluso justificar, en cierto modo, su profunda amargura y su avaricia, muy similares, cuando supe que había sufrido la mayor de las pobrezas y que, además, estaba locamente enamorado... enamorado comme on ne l’ést plus. Cuáles habían sido sus recursos antes era algo que yo desconocía, así como la causa de su fracaso; pero colegí que la crisis había sobrevenido en un momento en que su vida se había complicado con la repentina transformación de una vieja amistad en amor... un amor que, en su caso, sería absoluto y definitivo. La muchacha también era pobre; ambos eran más pobres que la mayoría de la gente pobre... ¿Cómo podía él rechazar el empleo que, gracias a los buenos oficios de un amigo, le ofrecieron inesperadamente entonces? Es verdad que significaba marcharse del país, y pasar cinco años de soledad en América Ecuatorial. La separación y el cambio debían tenerse también en cuenta; quizá la enfermedad y la muerte, además de su «suerte», que parecía incluir todos los males. Pero a la vez prometía, cuando el período de exilio terminara (y había posibilidades de disminuir su duración) cierta autoridad y, probablemente, riqueza; y, si lograba zafarse de todos los riesgos, el matrimonio. Parecía ser el único camino. La muchacha era muy joven: casarse antes de su marcha era impensable; ni siquiera se comprometieron formalmente. Garth se negó a aceptar su promesa de matrimonio, aunque aseguró que él la amaría mientras siguiera con vida; se mantendría célibe para reclamar su mano cuando regresara al cabo de cinco, diez o veinte años, si ella no había elegido a alguien mejor. Quería que se sintiera libre; aunque imagino cuánto debió impresionar a la joven de los ojos violetas la renuncia de aquel semblante oscuro y resentido, y con cuánta ternura rechazó su libertad. Ella consiguió un trabajo de institutriz, y se sentó a esperar. Y la ausencia solo sirvió para remachar con más fuerza la cadena de su afecto, y asentar mejor la imagen de Garth en su pedestal; pues en el amor casi siempre ocurre lo contrario que en esta máxima social, les absents ont toujours tort, que siempre se cumple.
Garth, por su parte, escribiéndole un mes tras otro, mientras su retrato le sonreía desde la pared, aunque tenía siempre la delicadeza de recordarle su total libertad, añadía tantas cosas que su renuncia perdía valor. Vivía soñando con ella; y el recuerdo de sus ojos y de su pelo le acompañaban a todas horas, y eran más reales que los hombres de carne y hueso con los que despachaba de forma maquinal todos los días. Consumido por el deseo de estrecharla entre sus brazos, no cesaba de contar las horas que aún le separaban de ese momento. Y, sin embargo, cuando terminaron sus cinco años de contrato, aplazó el regreso, aunque su situación económica lo habría justificado; y prolongó su estancia otros cinco años, que se convertirían en siete. Lo cierto es que el recuerdo de su antigua pobreza, y las humillaciones que conllevaba, se había transformado en una furia que le perseguía sin cesar fustigándole con su látigo. El deseo voraz de aumentar sus ganancias, siempre por amor a la joven -de ahí que fuera sacrosanto-, se había convertido en su segunda naturaleza; una locura interior que le impedía vivir en paz. Su peor pesadilla era despertarse sobresaltado, pensando que lo había perdido todo, que había quedado sumido en la pobreza anterior: un sudor frío recorría todo su cuerpo hasta que conseguía vencer su horror. La repetición de aquel sueño, una y otra vez, le hacía jurar solemnemente que volvería a su país rico, lo bastante rico para reírse de las fantasías de su suerte. Ésta parecía haber cambiado en los últimos tiempos; así que tuvo la fortuna de poder cumplir su juramento. Al final, ganaba dinero a espuertas: todas sus operaciones tenían éxito, incluso aquellas que se asemejaban al juego más insensato; y las especulaciones más osadas daban un vuelco y obtenían una sustanciosa cosecha cuando Garth intervenía en ellas.
Y mientras seguía esperando y planeando, en Aguas Blancas, febrilmente concentrado en sí mismo, su encuentro definitivo con la joven en Inglaterra, el hombre envejecía: al principio poco a poco, y de un modo apenas perceptible; pero cerca del final, a pasos agigantados, cada vez más consciente de cuánto encanecía y cambiaba, lo que aumentaba su negra melancolía. De ello se dio cuenta, quizá, brutalmente y de forma indirecta, cuando recibió otra fotografía de Inglaterra. Era un rostro muy hermoso todavía, pero el rostro de una mujer que ha perdido la frescura de la juventud (habían transcurrido siete años) y adquirido una dignidad teñida de tristeza: un rostro sobre el que la vida había escrito algunas de sus crueldades. Los días posteriores a su llegada, Garth estuvo incluso más malhumorado y silencioso que de costumbre; luego ocultó deliberadamente el retrato. Volvió a lanzarse con furia a su batalla económica; había recobrado su antigua inspiración, la de la vieja fotografía: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no se por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas.
A medida que se acercaba el momento de nuestra partida, una semana o dos antes de que nos dirigiéramos a Valparaíso, donde Garth tenía asuntos que liquidar, pude estudiar con mayor profundidad el demonio malsano que lo poseía. Era realmente extraño: nadie había odiado tanto aquel país, ni había estado mas firmemente decidido a escapar de él; y ahora que tenía la oportunidad de hacerlo, sentía algo más cercano al terror que a la alegría de un hombre razonable que estuviera a punto de conseguir el sueño de su vida. Había respetado el pacto que había sellado consigo mismo; era un hombre rico, más rico de lo que jamás había imaginado. Y aún seguía lleno de vigor, apenas había cruzado el umbral de la edad madura, y volvía a casa para reunirse con la mujer a la que durante los últimos quince años había adorado con constancia sin igual, y cuya fidelidad había sido para él, en el exilio, como la sombra de una roca en medio del desierto; volvía a casa para contraer un honroso matrimonio. Pero también era un hombre enfermo de tristeza; angustiado y temeroso. A veces tenía la impresión de que se habría alegrado si ella hubiese faltado a su palabra, y hubiera aprovechado la libertad que él le otorgaba para eludir su promesa. Y lo más curioso es que jamás dudé de la fuerza de su amor; continuó siendo absorbente e inmutable la mayor parte de su vida. Ninguna sombra extraña se había interpuesto jamás entre Garth y el recuerdo de la muchacha de los ojos violetas, con la que al menos él estaba comprometido. Pero una sombra se cernía sobre ambos; al principio, me pareció imaginaria, demasiado grotesca para discutir sobre ella, pero, tal como llegué a descubrir, en esa misma insustancialidad residía todo su poder. La imagen de la mujer en que ella se había convertido se interponía entre él y la joven que había amado, que aún amaba con pasión, y los separaba. Fue sólo en nuestra travesía de vuelta, mientras paseábamos juntos por cubierta -aquellas largas noches de calor abrasador en que no podíamos conciliar el sueño-, cuando me reveló, por primera vez sin subterfugios, la herida mortal que ese fantasma le había infligido y su lenta agonía. Y la vieja y amarga convicción de la crueldad de su suerte, que había permanecido dormida con la euforia de la prosperidad material, volvió a latir en su interior. Y creyó ver en aquel cambio aparente la última ironía de los poderes hostiles que lo habían acosado.
-Comprendí de repente -dijo Garth-, justo antes de abandonar Aguas Blancas, después de haber calculado mi fortuna y de haber visto que nada me retenía allí, que todo era un error. ¡Había sido un necio! Debería haber vuelto a casa hace mucho tiempo. ¿Dónde están los mejores años de mi vida? Consumidos, desperdiciados y enterrados en ese maldito infierno. ¿Dólares? Aunque tuviera todo el metal de Chile, no podría comprar un solo día de mi juventud. Ni de la juventud de ella; también ha desaparecido; y ¡eso es lo peor!
A pesar de todas mis protestas, su abatimiento era cada vez mayor a medida que el vapor iba navegando rumbo a Inglaterra, sin que su hélice dejara de vibrar, como el jadeo de una enorme bestia. Cierta ocasión en que habíamos estado hablando de otros asuntos, de algunos poetas vivos que él defendía, citó unos versos del Prince's Progress de la señorita Rossetti
*:

Ten years ago, five years ago,
One year ago,
Even then you had arrived in time,
Though somewhat slow,
Then you had known her living face
Which now you cannot know
**

Garth se detuvo bruscamente, como si quisiera dar a entender que aquellos versos eran un ejemplo de su situación.
-¡Qué dice usted! -protesté-. No veo la analogía. Usted no ha perdido el tiempo, ni regresa demasiado tarde. Una mujer valiente lo ha esperado; les aguarda una radiante felicidad... tanto mejor por lo laboriosamente que ha sido ganada. Por el amor de Dios, ¡sea razonable!
Él movió la cabeza tristemente; y después añadió con vehemencia, mirando por encima de la borda aquellas aguas grises que se agitaban:
-Todo ha terminado. No me queda valor...
-¡Ah! -exclamé impaciente-. Dígame de una vez para siempre, con franqueza, que se ha cansado de ella, que quiere volverse atrás.
-No -respondió, apesadumbrado-, no se trata de eso. No puedo reprocharme el menor titubeo. He tenido una única pasión; he dado mi vida por ella; y sigue ahí, consumiéndome. Pero la muchacha que amaba es como si ya hubiera muerto. Sí, está muerta, tan muerta como Helen; y no tengo el consuelo de saber dónde la han enterrado. Nuestro matrimonio será una horrible parodia: la unión de dos cadáveres. Su corazón, ¿cómo puede dármelo ella? Se lo entregó hace años al hombre que yo era, al hombre que ha muerto. Nosotros, los que quedamos, no somos nada el uno para el otro, tan sólo dos extraños.
Era imposible discutir algo tan perverso e irracional; carecía de sentido señalar que, en la vida, no existe una distinción tan arbitraria como la que le obsesionaba. Lo único que podía hacer era esperar, confiando en que, cuando se encontraran de verdad, su enfermedad se curaría Pero ¿llegaría a celebrarse ese encuentro? Había momentos en que el miedo que éste le inspiraba parecía tan grande que sería capaz de cualquier cobardía, de cualquier compromiso para posponerlo, para hacerlo imposible. Garth temía que ella leyera la aversión en sus ojos, y sospechara cómo el tiempo y su propia fidelidad le habían proporcionado la única adversaria con la que jamás podría competir: el recuerdo de ella misma, de su adorable juventud, que se había desvanecido. ¿No podría alegrarse ella también de la ruptura, aunque se hubiera apresurado a acceder, por honor o por cansancio, a un matrimonio que no era más que una parodia de lo que podría haber sido?
En Lisboa tuve la esperanza de que se hubieran disipado sus dudas, y de que hubiera recobrado la sensatez y la razón, pues escribió una larga carta a su prometida que, posteriormente, despertó una gran curiosidad en mí; y, durante un día o dos, transmitía una calma que consiguió engañarme. Me gustaría saber qué puso en aquella misiva, hasta qué punto se había explicado, había justificado su extraña actitud. ¿O se trataba simplemente de un résumé, una conclusión a todas las cartas que le había escrito en Aguas Blancas, la última epístola que dirigiría a la jovencita de la primera fotografía?
Días después yo habría dado cualquier cosa por saberlo, pero también ella, la mujer que la leyó, guardó un silencio impenetrable. A cambio, jamás le revelé un secreto: mi interpretación del accidente que causó la muerte de Garth. Me parecía suficientemente trágico para ella que él hubiera acabado sus días del modo en que lo hizo, tan cerca de las aguas de Inglaterra; a escasos días del hogar con el que habían soñado tantos años.
Habría sido una crueldad aumentar su dolor levantando el velo de oscuridad que pende sobre esa noche serena y sin luna, señalando una cierta intención en su final. Pues la experiencia me dice que, en la vida real, no ocurren accidentes tan oportunos, y no podía olvidar que, para Garth, la muerte era indudablemente una solución. ¿No era, además, precisamente la solución que parecía haber encontrado poco tiempo antes? Lo cierto es que, una vez superada la conmoción que me produjo su muerte, sentí que, después de todo, era una solución: con el handicap de su «suerte», es posible que hubiera evitado algo peor que el fin que encontró. ¿Acaso la suerte de un hombre así no es fruto de su temperamento, de su carácter? Y ¿quién puede escapar a eso? ¿No había sido quizá una escapatoria para el pobre diablo, y para la mujer que lo amaba, que él eligiera arrojarse y desaparecer en las tranquilas e insondables profundidades del Atlántico en el momento en que lo hizo, llevándose con él al menos un ideal incólume, y dejando en la joven un recuerdo que la experiencia jamás podría empañar, ni la costumbre erosionar?


* Juego de naipes parecido al monte y en el que se emplean dos barajes.

* Se refiere ala poetisa inglesa Christina Rossetti (1830-1894). The Prince's Progress and Other Poems lo publicó por primera vez en 1866 con ilustraciones de su hermano, el pintor prerrafaelista Dante Gabriel Rossetti
** Hace diez anos, hace cinco años, / hace un año, / incluso entonces habrías llegado a tiempo, / aunque con cierto retraso; / habrías visto su rostro lleno de vida / que ahora no puedes ver


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // EL CORAZON DE LA SEÑORITA WINCHELSEA // H. G. WELLS








H. G. Wells (1866-1946)


Nació en Bromley, Kent. Su padre era comerciante, además de jugador profesional de críquet; y su madre trabajó algún tiempo de ama de llaves. El negocio de su padre fracasó y, tanto él como sus hermanos, trabajaron de aprendices con un pañero. Más tarde recordaría esos años en Kipps (1905). En 1883, terminó los estudios de magisterio en el Midhurst Grammar School, y ganó una beca para continuar su formación en el Normal School of Science de Londres, donde fue alumno del carismático biólogo Thomas H. Huxley, abuelo del escritor Aldous Huxley. A pesar de que nunca se licenciaría en dicho centro, fue allí donde prendió en él esa concepción romántica de la ciencia que inspiraría muchas de sus obras. Tras dedicarse varios años a la enseñanza y graduarse finalmente; en 1890, empezó a ganar fama como periodista y escritor de relatos breves. En 1893 abandonó la docencia para dedicarse de lleno a la literatura. Su primer gran éxito, La máquina del tiempo (1895), iría seguido de La isla del doctor Moreau (1895), El hombre invisible (1897), y tal vez su obra más popular, La guerra de los mundos (1898). Además de otras muchas novelas, como Tono-Bungay, Ann Verónica y La historia del señor Polly, escribió infinidad de relatos breves. «El corazón de la señorita Winchelsea» (Miss Winchelsea’s Heart) se publicó en la revista The Queen en octubre de 1898, y más tarde formó parte del volumen de cuentos Doce historias y un .sueño (1903). Escribió, asimismo, libros de contenido social e histórico; en algunos de ellos criticó con vehemencia el orden social victoriano. Al igual que George Bernard Shaw, formó parte de la célebre Sociedad Fabiana que había fundado E. Nesbit con un grupo de amigos socialistas. Wells murió en Londres el 13 de agosto de 1946.


El corazón de la señorita Winchelsea



La señorita Winchelsea iba a visitar Roma. Llevaba más de un mes sin pensar en otra cosa; y había hablado tanto del asunto que muchas personas que no iban a visitar Roma, y que probablemente no lo harían nunca, parecían habérselo tomado como una ofensa personal. Algunos habían intentado convencerla sin éxito de que Roma no era un lugar ni mucho menos tan atractivo como decían, y otros habían llegado a insinuar a sus espaldas que se daba demasiados aires con «esa Roma suya». Y la pequeña Lily Hardhurst había comentado a su amigo el señor Binns que, en lo que a ella concernía, la señorita Winchelsea podía ir a «su antigua Roma» y quedarse allí; ella (la señorita Lily Hardhurst) no lo lamentaría. Y la tierna relación personal que la señorita Winchelsea entabló con Horacio, Benvenuto Cellini, Rafael, Shelley y Keats (si hubiera sido la viuda de Shelley, no habría mostrado mayor interés por su tumba), despertó el asombro general. Su vestido era un modelo de discreción, cómodo y práctico, pero muy poco «de turista»; y llevaba el Baedeker
* forrado de gris, a fin de ocultar su color rojo brillante. Su pequeña figura resultaba encantadora en el andén de Charing Cross, a pesar de su inflamado orgullo cuando, finalmente, llegó el gran día y pudo partir a Roma. Hacía un día soleado, la travesía por el Canal sería muy agradable, y todos los augurios eran buenos. En aquella salida sin precedentes, experimentaba una alegre sensación de aventura.
Viajaba con dos amigas que habían sido compañeras suyas en la Escuela de Magisterio, unas muchachas virtuosas y simpáticas, aunque no supieran tanta historia y literatura como la señorita Winchelsea. Ninguna de las dos se sentía a su altura, aunque físicamente tuvieran que mirar hacia abajo para dirigirse a ella, y la señorita Winchelsea esperaba pasar horas muy felices «insuflando» en las dos jóvenes el mismo entusiasmo estético e histórico que se había adueñado de ella. Ya habían conseguido asientos, y le dieron una calurosa bienvenida en la portezuela del vagón. En el momento del encuentro, percibió con ojo crítico que Fanny llevaba una correa de cuero que parecía «de turista», y que Helen había sucumbido a una chaqueta de sarga con dos bolsillos laterales, donde había metido las manos. Pero estaban demasiado contentas consigo mismas y con la expedición para que su amiga intentara lanzarles alguna indirecta al respecto. Tras los primeros momentos de euforia -el entusiasmo de Fanny resultó un poco burdo y escandaloso, y consistió básicamente en repetir con énfasis: «¡Imaginaos! ¡Vamos a Roma, queridas! ¡A Roma!»-, las jóvenes centraron la atención en sus compañeros de viaje. Helen quería tener un compartimiento para ellas solas y, a fin de desanimar a los intrusos, se colocó muy decidida en el escalón delante de la puerta. La señorita Winchelsea se asomaba por encima de su hombro, y hacía pequeños comentarios sobre la gente que se amontonaba en el andén; Fanny se reía alegremente de sus palabras maliciosas.
Viajaban con uno de los grupos del señor Thomas Gunn, catorce días en Roma por catorce libras. Como es natural, no formaban parte del grupo dirigido -la señorita Winchelsea se había ocupado personalmente de que así fuera-, pero sí realizaban el viaje en su compañía, pues era lo más conveniente. La mezcla de gente no podía ser más curiosa, y era realmente divertida. El grupo dirigido tenía un guía vocinglero de rostro colorado y larguísimas piernas y brazos, con un traje moteado y una actividad febril. Gritaba proclamas. Cuando quería hablar con una persona, extendía el brazo y la agarraba hasta conseguir su propósito. Tenía una mano llena de papeles, billetes, talones de viaje. La gente del grupo dirigido era, al parecer, de dos clases: los que el guía buscaba y no podía encontrar, y los que no buscaba y le seguían, cada vez más numerosos, de un lado a otro del andén. Estos últimos parecían convencidos de que la única posibilidad de llegar a Roma era pegarse a sus talones. Había tres ancianas especialmente enérgicas en su persecución, que acabaron sacándole hasta tal punto de sus casillas que las conminó a meterse en un vagón y a no salir de él. El resto del tiempo, una, dos o tres de sus cabezas se asomaban por la ventanilla y, cada vez que pasaba cerca, le preguntaban con voz lastimera por «una pequeña caja de mimbre». Había un hombre corpulento con una mujer corpulenta vestida de un negro muy brillante; y un anciano que parecía un viejo mozo de cuadra.
-¿Qué puede querer esta gente en Roma? -exclamó la señorita Winchelsea-. ¿Qué puede significar esa ciudad para ellos?
Había un clérigo muy alto con un pequeño sombrero de paja, y un clérigo muy bajo cargado con un largo trípode fotográfico. El contraste divirtió enormemente a Fanny. En una ocasión oyeron que llamaban a alguien apellidado «Snooks»
*.
-Siempre pensé que ese nombre era un invento de algún novelista -dijo la señorita Winchelsea-. ¡Imaginad! ¡Snooks! Me gustaría saber quién es el señor Snooks.
Finalmente, divisaron a un hombre robusto y decidido con un enorme traje a cuadros.
-Si no es el señor Snooks, debería serlo -afirmó la señorita Winchelsea.
En aquel momento, el guía descubrió las intenciones de Helen en un extremo de los vagones.
-¡Espacio para cinco personas! -vociferó, ofreciendo una traducción simultánea con sus dedos.
Un grupo de cuatro, una madre, un padre y dos hijas, entró precipitadamente, todos muy excitados.
-Está bien, mami, déjeme a mí -dijo una de las hijas, golpeando el sombrero de la madre con un bolso que se esforzaba por colocar sobre la rejilla.
La señorita Winchelsea odiaba a la gente que iba dando golpes a su alrededor y llamaba a su madre «mami».
Un joven que viajaba solo les siguió. Su ropa no era en absoluto «de turista», según observó la señorita Winchelsea; su bolsa Gladstone
*, de un cuero bueno y agradable, tenía etiquetas de Luxemburgo y de Ostende; y sus botas, aunque marrones, no resultaban nada vulgares. Llevaba un abrigo en el brazo. Antes de que aquella gente se instalara como es debido, apareció el revisor, se cerraron las puertas de golpe, y empezaron a salir de Charing Cross en dirección a Roma.
-¡Imaginaos! -exclamó Fanny-. ¡Vamos a Roma, queridas! ¡A Roma! No puedo creerlo, ni siquiera ahora.
La señorita Winchelsea contuvo la emoción de Fanny con una pequeña sonrisa, y la dama que llamaban «mami» explicó a todos los presentes por qué habían llegado tan tarde a la estación. Las dos hijas se dirigieron varias veces a «mami», le pidieron de un modo poco diplomático pero eficaz que hablara más bajo, y acabaron haciéndole repasar el contenido de una cesta con todo lo necesario para el viaje.
-¡Dios mío! -exclamó la señora, después de levantar la mirada-. ¡No lo he traído!
-¡Oh, mami! -protestaron las dos hijas, pero, fuera lo que fuera aquel «lo», el caso es que no apareció.
Fanny no tardó en sacar sus Paseos por Roma de Hare
**, una especie de guía muy popular entre los visitantes de la ciudad; y el padre de las dos jóvenes empezó a examinar con minuciosidad los talonarios de billetes, aparentemente en busca de palabras inglesas. Después de observar su parte delantera durante mucho tiempo, les dio la vuelta. Entonces cogió una pluma estilográfica y anotó la fecha con sumo cuidado. El joven solitario, tras inspeccionar con disimulo a sus compañeros de viaje, sacó un libro y se puso a leer. Mientras Helen y Fanny miraban por la ventanilla en Chiselhurst (el lugar interesaba a Fanny porque la infortunada emperatriz de los franceses solía residir allí), la señorita Winchelsea aprovechó la oportunidad para fijarse en el libro del joven. No era una guía de viajes, sino un delgado volumen de poesía... encuadernado. Echó una ojeada a su rostro, y le pareció muy distinguido y agradable. Llevaba unos pequeños quevedos dorados.
-¿Crees que sigue viviendo ahí? -preguntó Fanny, y el examen de la señorita Winchelsea llegó a su fin.
Durante el resto del trayecto, la señorita Winchelsea habló muy poco, y cuanto dijo fue encantador y lleno de refinamiento. Su voz era siempre suave, clara y melodiosa, y en aquella ocasión fue especialmente suave, clara y melodiosa. Al llegar bajo los blancos acantilados, el joven guardó su libro de poesía; y, cuando el tren se detuvo finalmente junto al barco, ayudó con graciosa prontitud a bajar la impedimenta de la señorita Winchelsea y sus amigas. La señorita Winchelsea «odiaba las tonterías», pero le agradó que el joven se diera cuenta de que eran unas damas, y les echara una mano sin mostrarse exageradamente cordial; y ¡con cuánta delicadeza les dio a entender que su cortesía no sería una excusa para importunarlas luego! Ninguno de los miembros de aquel pequeño grupo había salido antes de Inglaterra, y todos estaban muy excitados y algo nerviosos ante la idea de cruzar el Canal. Se colocaron juntos en un buen lugar, cerca del centro del barco (el joven había llevado allí la bolsa de viaje de la señorita Winchelsea y le había dicho que era un buen lugar), y vieron cómo se alejaban las blancas costas de Albión, y recitaron a Shakespeare, y se rieron disimuladamente de sus compañeros de viaje, como suelen hacer los ingleses.
Les divirtieron especialmente las precauciones de la gente más corpulenta contra las pequeñas olas; abundaban las rajas de limón y las cantimploras; una dama se había tendido en una tumbona de la cubierta con un pañuelo sobre la cara, y un hombre muy voluminoso y decidido, con un traje marrón claro «de turista», estuvo paseando de un lado a otro de la cubierta desde Inglaterra hasta Francia con las piernas todo lo separadas que le permitió la Providencia. Todas las medidas resultaron excelentes, y nadie se mareó. El grupo dirigido persiguió al guía con sus preguntas, de un modo que recordó a Helen la imagen más bien vulgar de unas gallinas con un trozo de piel de panceta, hasta que finalmente el hombre se escondió abajo. Y el joven con el delgado volumen de poesía contempló desde la popa cómo se desvanecía Inglaterra, mirando con aire triste y desamparado los ojos de la señorita Winchelsea.
Y entonces llegaron Calais y las tumultuosas novedades, y el joven no había olvidado la bolsa de viaje de la señorita Winchelsea ni las otras pequeñas cosas. Las tres muchachas, aunque habían aprobado todos los exámenes oficiales de francés, se avergonzaban tontamente de su acento, y el joven fue de gran ayuda. Y no les importunó. Las acompañó hasta un cómodo vagón, se quitó el sombrero y se marchó. La señorita Winchelsea le dio las gracias del mejor modo -un modo educado y encantador-, y Fanny dijo que era «muy simpático» cuando todavía estaba lo suficientemente cerca para oírla.
-Me gustaría saber a qué se dedica -exclamó Helen-. Va a Italia, pues he visto billetes verdes en su libro.
La señorita Winchelsea estuvo a punto de contarles que leía poesía, pero decidió no hacerlo. En ese instante, las ventanillas del tren acapararon toda su atención y las tres muchachas olvidaron al joven. Les parecía muy instructivo atravesar un país cuyos anuncios más comunes estaban en francés, y la señorita Winchelsea hizo algunas comparaciones poco patrióticas, pues, en lugar de las enormes vallas publicitarias que afean el paisaje en nuestro país, los anuncios que había al lado de las vías eran pequeños y estaban casi cubiertos de maleza. Pero lo cierto es que el norte de Francia es una región muy poco interesante, y, transcurrido algún tiempo, Fanny volvió a sus Paseos de Hare y Helen sacó su almuerzo. La señorita Winchelsea despertó de un feliz ensueño; había estado tratando de asumir, según explicó, que se dirigía realmente a Roma, pero, cuando Helen sugirió comer, se dio cuenta de que estaba hambrienta; las jóvenes cogieron alegremente las viandas de sus cestas. Por la tarde, cansadas, se quedaron en silencio hasta que Helen preparó el té. La señorita Winchelsea podría haber echado una cabezada, pero sabía que Fanny dormía con la boca abierta y, como sus compañeras de vagón eran dos damas bastante agradables, de edad indeterminada y aire crítico, que conocían el francés lo suficientemente bien para hablarlo, se dedicó a mantener despierta a su amiga. El ritmo del tren se hizo insistente, y el paisaje que ondeaba en el exterior se volvió bastante molesto para los ojos. Estaban terriblemente agotadas de viajar mucho antes de llegar al lugar donde pasarían la noche.
La parada nocturna mejoró mucho con la aparición del joven, y los modales de éste fueron intachables y su francés muy útil. Los cupones de viaje les enviaron al mismo hotel y, casualmente, o eso pareció, se sentó al lado de la señorita Winchelsea en el comedor. A pesar de su entusiasmo por Roma, ella había analizado a fondo semejante posibilidad, y cuando el joven se atrevió a hacer un comentario sobre lo pesado y aburrido que resultaba el viaje (antes había dado cuenta de la sopa y del pescado), no sólo se mostró de acuerdo con él, sino que respondió con otro comentario. No tardaron en comparar sus recorridos, y Helen y Fanny se sintieron cruelmente relegadas en aquella conversación. Descubrieron que harían el mismo viaje: un día en Florencia -«Por lo que he oído, apenas tendremos tiempo de visitar sus museos», comentó el joven-, y el resto en Roma. Fue muy agradable oírle hablar de esta ciudad; era evidente que poseía una gran cultura. Empezó a recitar la oda de Horacio al Soracte. La señorita Winchelsea había «preparado» ese libro del poeta latino para entrar en la Escuela de Magisterio, y estuvo encantada de poder finalizar su cita. Aquel incidente dio cierto tono... un toque de distinción... a su charla. Fanny vibró de emoción, y Helen intercaló algunos comentarios muy juiciosos, pero, por parte de las muchachas, el peso de la conversación cayó naturalmente en la señorita Winchelsea.
Antes de llegar a Roma, el joven formaba parte tácitamente de su grupo. No sabían su nombre ni a qué se dedicaba, pero parecía ser profesor, y a la señorita Winchelsea se le ocurrió pensar que tal vez diera conferencias en distintas universidades. En cualquier caso, trabajaba en algo semejante, algo refinado y propio de un caballero, sin ser rico ni resultar inaccesible. En un par de ocasiones, intentó averiguar si había estudiado en Oxford o en Cambridge, pero a él se le escaparon sus tímidas insinuaciones. Trató de que el joven comentara algo sobre esos lugares, para ver si decía «subir» o «bajar», pues sabía que era el modo de identificar a un «universitario». El pronunciaba esta palabra como los que salían de esas universidades
*.
De la Florencia del señor Ruskin vieron todo lo que su breve estancia les permitió. El joven se encontró con ellas en la Galería Pitti y la recorrió en su compañía, conversando animadamente; parecía muy contento de que lo hubieran reconocido. Sabía muchísimo de arte, y los cuatro disfrutaron de lo lindo aquella mañana. Era estupendo contemplar sus obras predilectas y descubrir nuevas maravillas, sobre todo con tanta gente a su alrededor que trataba inútilmente de encontrar algo con su Baedeker. Además, él no era nada pedante, afirmaba la señorita Winchelsea, y lo cierto es que ella odiaba a la gente pedante. Había un trasfondo de humor en cuanto decía, y, por ejemplo, hizo comentarios muy divertidos, aunque nada vulgares, sobre la pintoresca obra del beato Angélico. Bajo esa risueña apariencia, era un hombre tremendamente serio y captaba con enorme rapidez las lecciones morales de los cuadros. Fanny se paseó dulcemente entre aquellas obras maestras; reconocía «saber muy poco de ellas» y confesaba que «todas le parecían maravillosas». El «maravilloso» de Fanny tendía a ser algo repetitivo, pensó la señorita Winchelsea. Se había alegrado mucho de que desapareciera el último pico soleado de los Alpes, por culpa del staccato de la admiración de Fanny. Helen apenas habló; pero la señorita Winchelsea había descubierto hacía tiempo que le faltaba un poco de sentido estético, así que no le sorprendió. Unas veces se reía de las pequeñas, vacilantes y delicadas bromas del joven, y otras no; y en ocasiones, parecía más pendiente de los vestidos de las demás visitantes que de las obras de arte que había a su alrededor.
En Roma, el joven estuvo con ellas de forma intermitente. Un amigo con bastante aspecto «de turista» se lo llevaba en ocasiones. Él se quejaba cómicamente ante la señorita Winchelsea.
-No tengo ni dos semanas para visitar Roma -dijo-, y mi amigo Leonard quiere perder un día entero en el Tívoli contemplando una catarata.
-¿Qué hace su amigo Leonard? -preguntó de pronto la señorita Winchelsea.
-Es el caminante más entusiasta que he conocido en mi vida -replicó divertido el joven, aunque sus palabras resultaron algo insatisfactorias para la señorita Winchelsea.
Pasaron algunos momentos magníficos, y Fanny no podía imaginar qué habrían hecho sin su acompañante. El interés de la señorita Winchelsea y la capacidad de embeleso de Fanny eran insaciables. No flaqueaban nunca... avanzaban entre cuadros y esculturas, enormes iglesias abarrotadas de gente, ruinas y museos, árboles de Judas y chumberas, carros de vino y palacios, admirando sin reservas cuanto encontraban a su paso. Jamás vieron un pino o un eucalipto, pero hablaron de ellos y los ensalzaron; jamás vislumbraron el Soracte, pero elogiaron su belleza. Los lugares que pisaban se volvían maravillosos con la ayuda de su imaginación.
-Puede que César paseara por aquí -decían-. Tal vez Rafael contemplase el Soracte desde este mismo punto.
Descubrieron casualmente la tumba de Bíbulo.
-¡El viejo Bíbulo! -exclamó el joven.
-¡El monumento más antiguo de la Roma republicana! -añadió la señorita Winchelsea.
-Soy terriblemente estúpida -dijo Fanny-, pero ¿quién era Bíbulo?
Se produjo una pequeña y curiosa pausa.
-¿No fue el hombre que construyó la muralla? -inquirió Helen.
El joven la miró y se echó a reír.
-Ése era Balbo -señaló.
Helen enrojeció, pero ni el joven ni la señorita Winchelsea aclararon a la ignorante Fanny quién era Bíbulo.
Helen se mostraba más taciturna que los demás, pero así era su carácter; y normalmente se ocupaba de guardar los billetes de tranvía y esa clase de cosas, o de vigilarlos cuando el joven los cogía, y de recordarle dónde los había puesto cuando los necesitaba. Los cuatro pasaron tiempos gloriosos en aquella ciudad parda y limpia cargada de recuerdos que una vez fue el mundo. Lo único que les entristecía era la brevedad de su visita. Es cierto que los tranvías eléctricos, los edificios de la década de 1870, y aquel horrible anuncio que atraía todas las miradas en el Foro herían profundamente sus sentimientos estéticos; pero también formaba parte de la diversión. Y Roma es una ciudad tan maravillosa que a veces la señorita Winchelsea llegaba a olvidar su entusiasmo cuidadosamente preparado, y Helen, si la cogían desprevenida, admitía la belleza de las cosas imprevistas. Pero a Fanny y a Helen les habría gustado contemplar algún escaparate del barrio inglés si la intransigente hostilidad de la señorita Winchelsea a sus compatriotas no hubiera vetado aquella zona.
El compañerismo intelectual y estético de la señorita Winchelsea y el erudito joven se convirtió, sin que ellos se dieran cuenta, en un sentimiento más profundo. La exuberante Fanny hizo cuanto pudo por seguir el ritmo de su recóndita admiración, pronunciando su «maravilloso» con vehemencia y añadiendo «¡Oh, vayamos!» con enorme entusiasmo siempre que mencionaban algún sitio nuevo de interés. Sin embargo, Helen se volvió bastante antipática, lo que decepcionó a la señorita Winchelsea. No quiso «ver nada» en el rostro de Beatrice Cenci... !la Beatrice Cenci de Shelley!.. en la Galería Barberini; y un día, mientras lamentaban la existencia de los tranvías eléctricos, dijo con bastante brusquedad que «la gente debe moverse de algún modo, y es mucho mejor que torturar a los pobres caballos obligándoles a subir esas horribles colinas». ¡Llamó a las Siete Colinas de Roma «horribles colinas»!
Y el día en que fueron al Palatino, aunque la señorita Winchelsea no se enteró, Helen le dijo a Fanny:
-No corras de ese modo, querida; no desean que los alcancemos. Además, cuando nos acercamos, no decimos más que tonterías para ellos.
-No trataba de alcanzarlos -exclamó Fanny, aminorando su paso demasiado rápido-, de veras.
Y, durante unos instantes, pareció faltarle el aire.
La señorita Winchelsea había encontrado la felicidad. Sólo al recordar los días anteriores a la tragedia, se dio cuenta de lo dichosa que había sido, deambulando entre las ruinas a la sombra de los cipreses, e intercambiando la clase de información más elevada que puede poseer un espíritu humano, las impresiones más refinadas que es posible expresar. Sin que ellos fueran conscientes, las emociones se adueñaron de su relación, brillando finalmente de un modo cautivador cuando la modernidad de Helen no estaba demasiado cerca. Sin que ellos fueran conscientes, sus intereses se desviaron de las maravillosas asociaciones a su alrededor para centrarse en unos sentimientos más íntimos y personales. Tímidamente, empezaron a intercambiarse información; ella habló de la escuela, de sus buenas calificaciones, de la alegría que experimentaba por haber finalizado los estudios. Él aclaró que también era profesor. Hablaron de la grandeza de su vocación, de la necesidad de apoyo para hacer frente a los detalles más fastidiosos, de la soledad que sentían a veces.
Eso ocurrió en el Coliseo, pero fue todo cuanto se confiaron aquel día, pues Helen regresó con Fanny (la había llevado a visitar las galerías superiores). Sin embargo, los sueños íntimos de la señorita Winchelsea, ya bastante vívidos y concretos, se volvieron sumamente razonables. Imaginaba a aquel agradable joven impartiendo clases a sus alumnos del modo más edificante, mientras ella desempeñaba con modestia un papel destacado como compañera intelectual y ayudante; imaginaba una pequeña casa de ambiente refinado, con dos escritorios, estanterías blancas llenas de libros selectos, copias de algunos cuadros de Rossetti y Burne-Jones, papeles de William Morris en las paredes y flores en jarrones de cobre batido. En verdad imaginaba muchas cosas. En el Pincio, pasaron juntos unos momentos muy preciados; mientras Helen se alejaba con Fanny para ver el muro Torto, él se apresuró a abrirle su corazón. Le dijo que esperaba que su amistad sólo estuviera comenzando, que su compañía era preciosa para él... y mucho más que eso.
Se puso nervioso, y empezó a sujetarse las gafas con dedos temblorosos como si sus emociones las volvieran inestables.
-Debería contarle algo de mí mismo, por supuesto. Soy consciente de lo insólitas que pueden parecerle mis palabras. Pero nuestro encuentro ha sido tan casual... o providencial... y de ningún modo quiero perderla. Vine a Roma esperando tener un viaje solitario... y he sido tan feliz, tan feliz. Un cambio reciente en mi situación... me ha animado a pensar... Y..
El joven miró por encima de su hombro y se detuvo.
-¡Maldita sea! -exclamó con claridad; y ella no lo condenó por aquel lapsus tan varonil e irreverente.
La señorita Winchelsea vio llegar a su amigo Leonard. Se acercó a ellos; se quitó el sombrero ante ella, y su sonrisa parecía casi una mueca.
-He estado buscándote por todas partes, Snooks -dijo.
El nombre golpeó a la señorita Winchelsea como una bofetada en la cara. Ni siquiera oyó la respuesta. Luego pensó que Leonard debía haber creído que ella era la persona más despistada del mundo. Aún hoy no sabe con seguridad si le presentaron o no a Leonard. Sufrió una especie de parálisis mental. De todos los apellidos ignominiosos, ¡Snooks!
Helen y Fanny venían hacia ellos; se saludaron con cortesía, y los dos jóvenes se despidieron. Con gran esfuerzo, la señorita Winchelsea logró dominarse para hacer frente a las miradas inquisitivas de sus amigas. Toda la tarde vivió la existencia de una heroína bajo el indescriptible ultraje de un nombre, charlando, observando, con aquel «Snooks» royéndole el corazón. Desde el momento en que sonó por primera vez en sus oídos, su sueño de felicidad rodó por el suelo. Todo el refinamiento que había imaginado quedó destruido y desfigurado por la vulgaridad ineludible de ese apellido.
¿Qué significaba ahora para ella aquel pequeño hogar tan distinguido, a pesar de los papeles de William Morris y de los escritorios? De un extremo a otro, en letras de fuego, se leía la insólita inscripción: «Señora Snooks». Es posible que al lector le parezca algo sin importancia, pero recuerden la delicadeza y el refinamiento del espíritu de la señorita Winchelsea. Sean todo lo refinados que puedan e imaginen que deben firmar «Snooks». Parecía ver a todas las personas que menos apreciaba llamándola señora Snooks, y para ella ese patronímico estaba muy cerca de ser un insulto. Imaginaba una tarjeta gris y plateada en la hubieran tachado «Winchelsea» con una flecha, la flecha de Cupido, para escribir «Snooks». ¡Degradante confesión de la debilidad femenina! Pensaba en la terrible alegría de ciertas amigas, de ciertos primos tenderos de los que se había distanciado hacía mucho tiempo a causa de su creciente refinamiento. ¡Y cómo lo escribirían en el sobre donde enviarían sus sarcásticas felicitaciones! La agradable compañía del joven, ¿le compensaría de todo eso?
-Es imposible -masculló-, imposible... ¡Snooks!
Se compadecía de él, pero sobre todo de sí misma. No podía evitar sentir cierto enfado con el joven. Mostrarse tan encantador y refinado... llamándose «Snooks», y ocultar bajo una pretenciosa elegancia el distintivo ominoso de su apellido le parecía casi una traición. Para decirlo en el lenguaje de los sentimientos, tenía la impresión de que él la había «engañado».
Pasó, como es natural, terribles momentos de indecisión, en los que un sentimiento muy semejante a la pasión le pidió arrojar por la ventana el refinamiento. Y hubo algo en ella, un vestigio de vulgaridad sin expurgar, que trató enérgicamente de demostrar que Snooks no era un apellido tan terrible, después de todo. Cualquier duda se disipó ante la actitud de Fanny, cuando ésta le comunicó con aire trágico que también conocía la espantosa noticia. La voz de Fanny se convirtió en un susurro cuando dijo Snooks. La señorita Winchelsea no le dio ninguna respuesta cuando finalmente, en villa Borghese, se quedó unos instantes a solas con él; pero le prometió una nota.
Se la entregó dentro del pequeño libro de poesía que él le había prestado, el pequeño libro que les había unido. Su negativa resultaba ambigua, llena de alusiones. No podía decirle por qué le rechazaba, habría sido como hablar a un lisiado de su joroba. Él también debía de ser consciente de la horrible naturaleza de su nombre. Lo cierto es que había tenido muchas ocasiones para pronunciarlo y siempre lo había evitado, advirtió ahora la señorita Winchelsea. De modo que ella se refirió a «obstáculos que no podía revelar», «motivos que hacían imposible aquello de lo que él había hablado». Dirigió la nota con un estremecimiento a «E. K Snooks».
Las cosas fueron mucho peor de lo que ella había temido; él le pidió explicaciones. Y ¿qué explicaciones podía darle? Los dos últimos días en Roma fueron espantosos. Vivió obsesionada por el aire de perplejidad del joven. Sabía que le había dado esperanzas, pero no tenía el valor de analizar hasta qué punto lo había alentado. Era consciente de que él debía considerarla el más voluble de los seres. Ahora que estaba en plena retirada, ni siquiera se dio por aludida cuando el joven mencionó una posible correspondencia. Sin embargo, en ese asunto, él se comportó de un modo que a ella le pareció delicado y muy romántico: convirtió a Fanny en su mensajera. Ella no pudo guardar el secreto y se lo contó a la señorita Winchelsea aquella misma noche, con el pretexto de necesitar su consejo.
-El señor Snooks -dijo Fanny- quiere escribirme. ¡Imagínate! No tenía ni idea. ¿Crees que debo permitírselo?
Hablaron del tema largo y tendido, y la señorita Winchelsea puso especial cuidado en disimular sus sentimientos. Se arrepentía de haber hecho caso omiso de las indirectas del joven. ¿Por qué no podía tener noticias de él de vez en cuando... por muy desagradable que le resultara su apellido? La señorita Winchelsea decidió que su amiga debía permitírselo, y Fanny le dio un beso de buenas noches con inusitada emoción. Cuando se quedó a solas en su pequeño dormitorio, la señorita Winchelsea continuó sentada largo tiempo junto a la ventana. La luna brillaba y, en la calle, un hombre cantaba Santa Lucía con una ternura que le partía a uno el corazón... Ella siguió inmóvil.
Musitó una palabra. La palabra era «Snooks». Después se puso en pie con un profundo suspiro y se metió en la cama. Al día siguiente, el joven le dijo deliberadamente:
-Sabré de usted por su amiga.
El señor Snooks se despidió de ellas en Roma sin que aquella patética perplejidad se borrara de su rostro, y, de no haber sido por Helen, habría conservado la bolsa de viaje de la señorita Winchelsea como una especie de recuerdo enciclopédico. Mientras regresaban a Inglaterra, la señorita Winchelsea hizo prometer seis veces a Fanny que le escribiría unas cartas larguísimas. Fanny, al parecer, estaría bastante cerca del señor Snooks. Su nuevo colegio (ella siempre iba a un nuevo colegio) estaría sólo a cinco millas de Steely Bank, y era en la Escuela Politécnica de Steely Bank, y en uno o dos colegios de prestigio, donde el señor Snooks daba clase. Incluso podría ser que él la visitara en ocasiones. No podían hablar demasiado de él (ella y Fanny siempre lo llamaban «él», jamás señor Snooks), pues Helen era propensa a decir cosas muy desagradables de su amigo. La señorita Winchelsea comprendió que su carácter se había agriado mucho desde los tiempos en que estudiaban juntas magisterio; se había vuelto dura y cínica. Estaba convencida de que el semblante del joven reflejaba cierta falta de carácter, confundiendo refinamiento y debilidad, como suele hacer la gente de su clase, y, cuando se enteró de que su apellido era Snooks, aseguró que no le sorprendía en absoluto. La señorita Winchelsea se preocupó de no expresar sus sentimientos a partir de entonces, pero Fanny se mostró menos circunspecta.
Las tres jóvenes se separaron en Londres, y la señorita Winchelsea volvió, con un nuevo interés en la vida, al instituto Femenino donde, a lo largo de los tres últimos años, se había convertido en una profesora auxiliar cada vez más apreciada. Su nuevo interés en la vida eran Fanny y sus cartas, y, para servirle de ejemplo, le escribió una larga y detallada misiva quince días después de su regreso. Fanny le respondió, pero de manera decepcionante. Es cierto que la joven no tenía el menor talento literario, pero era algo nuevo para la señorita Winchelsea lamentar la falta de talento en una amiga. Aquella carta llegó a ser criticada en voz alta en la segura soledad del estudio de la señorita Winchelsea, cuando se le escapó con amargura la palabra: «¡Sandeces!». Le contaba en ella las mismas cosas que le había explicado la señorita Winchelsea en su carta: toda clase de detalles sobre el colegio. Y del señor Snooks se limitaba a decir: «Recibí una nota del señor Snooks y ha venido a visitarme dos sábados seguidos. Habló de Roma y de ti; los dos hablamos de ti. Debieron de silbarte los oídos, querida...».
La señorita Winchelsea contuvo su deseo de pedir una información más explícita, y le envió de nuevo la más larga y dulce de las cartas: «Cuéntame todo, querida. El viaje ha renovado nuestra vieja amistad, y deseo tanto seguir en contacto contigo». En relación con el señor Snooks, se limitó a escribir en la quinta página que se alegraba mucho de que Fanny lo hubiera visto, y que, si preguntaba por ella, le mandase amables saludos (subrayado). Y Fanny le contestó del modo más obtuso hablando de «su vieja amistad», recordando a la señorita Winchelsea un montón de estupideces de sus días de estudiantes en la Escuela de Magisterio, ¡sin decir una sola palabra del señor Snooks!
Durante casi una semana, la señorita Winchelsea estuvo tan irritada por el fracaso de Fanny como mensajera que fue incapaz de responder a su misiva Más tarde le escribió menos efusivamente, y en la carta le preguntaba a bocajarro: «¿Has visto al señor Snooks?». La carta de Fanny fue inesperadamente satisfactoria: «He visto al señor Snooks», replicaba; y, una vez mencionado su nombre, continuaba hablando de él. Todo era Snooks esto, Snooks lo otro. Iba a dar una conferencia, señalaba Fanny, entre otras cosas. Sin embargo, la señorita Winchelsea, tras los primeros momentos de alegría, encontró aquella carta un poco desagradable. Fanny no le comunicaba que el señor Snooks hubiera dicho algo de la señorita Winchelsea, ni que estuviese pálido y ojeroso, como debía. Y ¡fíjense bien!, antes de contestar, recibió una segunda misiva de Fanny sobre el mismo asunto, una carta demasiado entusiasta, en la que había llenado seis hojas con su delicada mano femenina.
Y había algo bastante extraño en esa segunda carta, algo que la señorita Winchelsea sólo comprendió al releerla por tercera vez. La feminidad de Fanny había prevalecido incluso entre las claras y contundentes tradiciones de la Escuela de Magisterio; era una de esas criaturas nacidas para escribir todas sus «emes» y sus «enes» , sus «úes», sus «erres» y sus «es» del mismo modo, y para dejar sus «os» y sus «as» abiertas, y sus «íes» sin punto. Así, pues, sólo después de una minuciosa comparación palabra por palabra, la señorita Winchelsea tuvo la certeza de que ¡el señor Snooks no era realmente el «señor Snooks»! En la primera carta era el señor «Snooks», pero, en la segunda, su apellido se deletreaba «Senoks». No hay duda de que la mano de la señorita Winchelsea tembló al pasar las páginas... ¡significaba tanto para ella! Había empezado a pensar que no llamarse señora Snooks le estaba saliendo demasiado caro, y de pronto... ¡aquella posibilidad! Volvió las seis páginas, salpicadas de tan crítico nombre, y en todas partes la segunda letra ¡tenía forma de e! Durante unos momentos paseó por el cuarto con una mano en el corazón.
Pasó un día entero sopesando aquel cambio, meditando una carta que investigara el asunto, y reflexionando sobre el mejor modo de actuar cuando le contestara. Había decidido que, si aquel cambio en la grafía era algo más que un extraño capricho de Fanny, escribiría inmediatamente al señor Snooks. Había llegado a ese punto en que los más nimios refinamientos de la conducta desaparecen. No había inventado aún ninguna excusa, pero tenía claro el contenido de su carta, y el modo en que le insinuaría: «Las circunstancias de mi vida han cambiado enormemente desde nuestro último encuentro». Pero jamás llegó a escribir esas palabras. Recibió una tercera misiva de una corresponsal tan irregular como Fanny. En la primera línea se declaraba «la muchacha más feliz del mundo».
La señorita Winchelsea estrujó la carta con la mano, sin leer el resto, y siguió sentada con el rostro súbitamente paralizado. Le habían entregado el sobre antes de las clases matinales, y lo había abierto mientras las alumnas más pequeñas de matemáticas entraban en el aula. En seguida prosiguió su lectura, fingiendo una enorme calma Pero, después de la primera página, leyó hasta la tercera sin descubrir su error: «... le dije con franqueza que no me gustaba su apellido», escribía Fanny. « Me contestó que a él tampoco le gustaba, ya sabes lo sincero que es.» Sí, la señorita Winchelsea lo sabía. «De modo que le pregunté si podía cambiárselo. Él no lo tenía nada claro al principio. Verás, querida, él me había contado que el origen del nombre era Sevenoaks, y que con el tiempo se había convertido en Snooks. A pesar de lo terriblemente vulgares que parecen los apellidos Snooks y Noaks, en realidad son deformaciones de Sevenoaks. Y entonces se me ocurrió decirle (incluso yo tengo ideas brillantes, a veces) que, del mismo modo que Sevenoaks se había convertido en Snooks, ¿por qué no convertir Snooks nuevamente en Sevenoaks? Para no extenderme más, querida, te contaré que fue incapaz de negarse y cambió su nombre allí mismo. Luego lo transformó en Senoks para los carteles de su nueva conferencia. Cuando nos casemos, le añadiremos un apóstrofe y será Se'noks. ¿No ha sido encantador por su parte complacer este capricho mío? Muchos hombres se hubieran ofendido... Pero él es así; su bondad está a la altura de su inteligencia. Pues sabía tan bien como yo que no dejaría de casarme con él aunque se llamara diez veces Snooks. Y, a pesar de todo, cambió su apellido.»
Las alumnas oyeron asombradas cómo rompía la carta con virulencia, y, al levantar los ojos, vieron a la señorita Winchelsea pálida como un cadáver y con algunos trocitos de papel apretados en la mano.
Durante unos segundos observaron su mirada fija, y luego su expresión volvió a ser la de siempre.
-¿Alguien ha terminado el número tres? -preguntó en tono impasible.
Después continuó muy tranquila. Pero no faltaron los castigos aquel día. Y la señorita Winchelsea pasó dos agotadoras noches escribiendo distintas cartas a Fanny, antes de encontrar un modo digno de darle la enhorabuena. Su razón trataba inútilmente de luchar contra su convencimiento de que la conducta de Fanny había sido muy traicionera.
Una persona puede ser extraordinariamente refinada y, al mismo tiempo, tener el corazón destrozado. Y lo cierto es que la señorita Winchelsea tenía el corazón destrozado. A veces sentía una gran hostilidad hacia el otro sexo, y afirmaba sin piedad que todos los hombres eran iguales.
-Conmigo se olvidaba de sí mismo -exclamaba-. Pero Fanny tiene la tez sonrosada, y es hermosa, dulce y algo estúpida... una pareja ideal para un Hombre.
Y, como regalo de boda, envió a Fanny un volumen bellamente encuadernado de poesía de George Meredith, y Fanny le mandó una carta insultantemente alegre donde le explicaba lo bonito que era todo. La señorita Winchelsea confiaba en que algún día el señor Senoks cogiera ese pequeño libro y pensase unos instantes en la persona que se lo había regalado. Fanny le escribió varias veces antes y después de la ceremonia, prosiguiendo la vaga leyenda de su «vieja amistad», y contándole con gran lujo de detalles lo dichosa que era. Y la señorita Winchelsea dirigió una misiva a Helen por primera vez después de su estancia en Roma, sin mencionar el matrimonio, pero expresando unos sentimientos muy cordiales.
Habían viajado a Roma en Pascua, y Fanny se casó en las vacaciones de agosto. Envió una carta demasiado extensa a la señorita Winchelsea, describiendo su regreso al hogar y los maravillosos arreglos de su casita «diminuta». El señor Se'noks había alcanzado un nivel de refinamiento en el recuerdo de la señorita Winchelsea que no parecía armonizar con la realidad que describía su amiga, y trataba inútilmente de imaginar su erudita grandeza en una casita «diminuta». «Estoy muy ajetreada esmaltando un rincón muy acogedor -señalaba Fanny, extendiéndose hasta el final de la tercera página-, así que te ruego que me disculpes por despedirme tan pronto.» La señorita Winchelsea le respondió con su mejor estilo, burlándose cariñosamente de los arreglos de Fanny y esperando ilusionada que el señor Se'noks leyera su carta, Fue lo único que la animó a escribir, contestando no sólo a esa carta sino también a otras dos, en el mes de noviembre y en Navidades.
Las dos últimas misivas de Fanny insistían en invitarla a pasar unos días de las vacaciones navideñas en Steely Bank. La señorita Winchelsea intentó convencerse de que él le había pedido a su mujer que se lo propusiera, pero tanta generosidad era característica de Fanny. Empezó a pensar que él debía estar arrepentido de su error garrafal; y tuvo la certeza de que la escribiría muy pronto comenzando con un «Querida amiga». Algo sutilmente trágico en su separación le sirvió de gran ayuda, un triste malentendido. Habría sido intolerable que la hubieran dejado plantada. Pero lo cierto es que él nunca escribió esa carta comenzando con un «Querida amiga».
Durante dos años, la señorita Winchelsea no pudo visitar a sus amigos, a pesar de las reiteradas invitaciones de la señora Sevenoaks (se había convertido en Sevenoaks en su segundo año de matrimonio). Cierto día en que se acercaban las vacaciones de Pascua, la señorita Winchelsea se sintió sola e incomprendida, y su imaginación voló una vez más hacia lo que llamamos amistad platónica. Saltaba a la vista que Fanny era feliz y estaba muy atareada con sus nuevos quehaceres domésticos, pero sin duda él se sentiría solo en ocasiones. ¿Pensaría alguna vez en aquellos días de Roma perdidos en el fondo de la memorias Nadie la había comprendido como él; nadie en el mundo. Hablar de nuevo con él le procuraría una especie de placer melancólico, y no haría mal a nadie. ¿Por qué tenía ella que sacrificarse? Esa noche compuso un soneto, al que sólo faltaban los dos últimos versos de los cuartetos... por problemas de inspiración; y al día siguiente redactó una elegante nota para anunciar su visita a Fanny.
De modo que volvió a verlo.
Incluso en el primer encuentro, resultó evidente cuánto había cambiado; parecía más corpulento y menos nervioso, y la señorita Winchelsea no tardó en darse cuenta de que su conversación había perdido gran parte de su antigua delicadeza. Hasta parecieron justificarse las palabras de Helen sobre la debilidad de su rostro... en cierto modo, reflejaba falta de carácter. Estaba muy ocupado y absorto en sus asuntos, convencido de que la señorita Winchelsea había ido a ver a Fanny. Habló de la cena con su mujer de un modo inteligente. Lo cierto es que sólo mantuvieron una larga charla juntos, que no condujo a nada. No hizo la menor referencia a Roma, y pasó bastante tiempo insultando a un hombre que le había robado una idea para unos libros de texto. A la señorita Winchelsea no le pareció una idea demasiado brillante. Descubrió que había olvidado los nombres de más de la mitad de los pintores que tanto habían disfrutado en Florencia.
Fue una semana muy decepcionante, y la señorita Winchelsea se alegró de que terminara. Alegando distintas excusas, jamás volvió a visitarlos. Después de algún tiempo, el cuarto de huéspedes lo ocuparon los dos hijos de la pareja, y las invitaciones de Fanny cesaron. La intimidad de sus cartas se había desvanecido mucho antes.


* Karl Baedeker (1801-1859) empezó a publicar sus famosas guías de viaje, inspiradas en los Handbooks de John Murray, en Coblenza en 1839. Fue el primero en señalar con una o más estrellas los lugares de interés artístico o histórico.

* Snooks: gesto de burla consistente en llevarse el pulgar a la nariz y mover los dedos extendidos.

* Bolsa ligera de viaje
** El pintor Augustus J.C. Hare (1834-1903).
* Pronuncian Versity en lugar de University


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // GEORGIE PORGIE // RUDYARD KIPLING








RUDYARD KIPLING (1865-1936)


Nació en 1865 en Bombay, donde su padre era profesor en la School of Art and Industry, pero, a los seis años, fue enviado a estudiar a Inglaterra. Vivió hasta los once años en una casa de huéspedes de Southsea, un lugar que siempre detestaría por el maltrato físico y psicológico que sufrió allí, Pasaba las vacaciones con una tía materna y su marido Edward Burne-Jones, el pintor prerrafaelista, al que Kipling adoraba «por su calidez, entusiasmo y sentido del humor». En 1882 regresó a la India para trabajar como periodista en publicaciones como The Civil and Military Gazette (Lahore) y The Pioneer (Allahabad), y empezó a escribir relatos breves en los que narraba la vida de la India colonial. Su volumen de cuentos Plain Tales from the Hills (1888) le convirtió en una auténtica celebridad literaria. Regresó a Inglaterra en 1889, y en 1892 contrajo matrimonio con la norteamericana Caroline Balestier, con quien viviría en Vermont hasta 1896. En 1902 fijaría su residencia en Sussex, aunque continuaría siendo un viajero incansable. Entre sus obras más famosas cabe destacar El libro de las tierras vírgenes (18941895), Capitanes intrépidos (1897), Kim (1901), Puck (1906), dos volúmenes de poesía: Baladas del cuartel (1892) y Las cinco naciones (1903), y su libro inacabado de memorias, Algo de mí mismo, que apareció un año después de su muerte. En 1907 se convirtió en el primer inglés ganador del Premio Nobel de Literatura. «Georgie Porgie» (Georgie Porgie) se publicó en 1891, y es una de las veintisiete historias recogidas en El hándicap de la vida. El escritor murió en Londres en 1936.

Georgie Porgie

Georgie Porgie, pudding and pie,
Kissed the girls and made them cry.
When the boys came out to play
Georgie Porgie ran away
*.


Si cree usted que un hombre no tiene derecho a entrar en el salón a primera hora de la mañana, cuando la criada está ordenando las cosas y quitando el polvo, estará de acuerdo en que la gente civilizada que come en platos de porcelana y posee tarjeteros no tiene derecho a opinar sobre lo que está bien o mal en una región sin colonizar. Sólo cuando los hombres encargados de dicha misión han preparado esas tierras para su llegada, pueden aparecer con sus baúles, su sociedad, el Decálogo y toda la parafernalia que los acompaña. Allí donde no llega la Ley de la Reina, es irracional esperar que se acaten otras normas menos imperiosas. Los hombres que corren por delante de los carruajes de la Decencia y del Decoro, y que abren caminos en medio de la selva, no se pueden juzgar con el mismo patrón que las personas apacibles y hogareñas que integran las filas del tchin
** corriente y moliente.
No hace muchos meses, la Ley de la Reina se detuvo a escasas millas al norte de Thayetmyo, a orillas del Erawadi. No existía una Opinión Pública muy desarrollada en esos límites, pero sí lo bastante respetable para mantener el orden. Cuando el gobierno sugirió que la Ley de la Reina debía extenderse hasta Bharno y la frontera china, se dio la orden, y algunos hombres cuyo deseo era ir siempre por delante de la corriente de Respetabilidad avanzaron desordenadamente con las tropas. Eran esa clase de individuos incapaces de aprobar exámenes, y demasiado osados e independientes para convertirse en funcionarios de provincias. El gobierno supremo intervino tan pronto como pudo, con sus códigos y reglamentos, y puso a la nueva Birmania exactamente al mismo nivel que la India; pero hubo un breve período de tiempo en el que se necesitaron hombres fuertes que araran la tierra para sí.
Entre los precursores de la Civilización se hallaba Georgie Porgie, al que todos sus conocidos consideraban un hombre de gran fortaleza. Ocupaba un puesto en el sur de Birmania cuando llegó la orden de rebasar la frontera, y sus amigos le llamaban así por su modo de entonar una canción birmana que empezaba con unas palabras muy parecidas. La mayoría de los hombres que han estado allí conocen la melodía, y su letra significa: «¡Puff puff, puff, puff, enorme barco de vapor!» . Georgie la cantaba acompañado de su banjo mientras sus compañeros vociferaban con entusiasmo; y cualquiera podía oírlos a lo lejos, en los bosques de teca.
Cuando se marchó al norte del país, no tenía en gran estima ni a Dios ni al Hombre, pero sabía cómo hacerse respetar, y cómo llevar a cabo las tareas militares y civiles que, en aquellos meses, recaían en casi todo el mundo. Hacía su trabajo de oficina e invitaba a su casa, de vez en cuando, a los destacamentos de soldados sacudidos por la fiebre que avanzaban a ciegas por la región, en busca de algún grupo de bandidos fugitivos de la justicia. En ocasiones, salía de casa y perseguía a malhechores por su cuenta; pues el fuego no se había extinguido en el país y, en el momento más inesperado, cualquier chispa podía avivar las llamas de nuevo. Disfrutaba de aquellos tiroteos, aunque no fueran tan divertidos para los bandidos. Todos los oficiales que le trataban, se despedían de él convencidos de que Georgie Porgie era una persona de gran valía, muy capaz de cuidar de sí mismo, y, en virtud de esta opinión, le dejaban hacer su voluntad.
Al cabo de unos pocos meses, se cansó de su soledad y empezó a buscar compañía y un poco de refinamiento. La Ley de la Reina se aplicaba sólo de manera incipiente en la región, y la Opinión pública, más poderosa que la Ley de la Reina, todavía brillaba por su ausencia. Además, existía una costumbre en el país que permitía a los hombres blancos casarse con una de las Hijas de la Tierra después de pagar cierta cantidad. No era una ceremonia de boda tan vinculante como la nikkah de los mahometanos, pero las esposas eran encantadoras.
Cuando nuestras tropas regresen de Birmania, brotará de sus labios un refrán: «Tan ahorrativa como una mujer birmana», y las bellas damas inglesas desearán saber qué demonios significa esto.
El cacique de la aldea más cercana al puesto de Georgie Porgie tenía una hermosa hija que había visto al joven y le amaba a distancia. Cuando corrió la noticia de que el inglés de manos fuertes que vivía en la empalizada estaba buscando a alguien que se ocupara de su casa, el cacique fue a decirle que, por quinientas rupias, le confiaría el cuidado de su hija, para que la honrara, la respetara y le proporcionase toda clase de comodidades y de vestidos bonitos, conforme a la costumbre del país. Así se hizo, y Georgie Porgie nunca se arrepintió.
Vio cómo su hogar se convertía en un lugar ordenado y confortable, y cómo sus gastos, hasta entonces desmedidos, se reducían a la mitad; y sintió cómo le mimaba y adoraba su nueva adquisición, que se sentaba en la cabecera de su mesa, le cantaba canciones y se encargaba de dar órdenes a los criados madrasíes. Y era urna joven todo lo dulce, alegre, honrada y adorable que habría podido desear el más exigente de los solteros. Ninguna raza, según los expertos, produce esposas y amas de casa tan buenas como los birmanos. Cuando llegó el siguiente destacamento que marchaba esforzadamente camino de la guerra, el alférez al mando encontró en la mesa de Georgie Porgie una anfitriona a la que respetar, una mujer a la que tratar en todos los sentidos como alguien que ocupara una sólida posición. Cuando reunió a sus hombres al día siguiente al amanecer, y volvió a internarse en la selva, recordó con nostalgia la sencilla y agradable cena y el hermoso rostro, y envidió a Georgie Porgie desde el fondo de su corazón. Y eso que él tenía una novia en Inglaterra, pero así es como han sido hechos algunos hombres.
La joven birmana no tenía un nombre bonito, pero Georgie Porgie se apresuró a bautizarla con el de Georgina, y el defecto se subsanó. Georgie Porgie estaba encantado de que le mimasen y de que le colmaran de comodidades, y juraba que nunca había gastado quinientas libras con un fin mejor.
Después de tres meses de vida hogareña, se le ocurrió una gran idea. El matrimonio -el matrimonio inglés- no podía ser algo tan malo, después de todo. Si se sentía tan bien en el quinto infierno con aquella muchacha birmana que fumaba cigarros, ¡cuánto más agradable sería estar con una joven inglesa que no los fumara y que tocase el piano en lugar del banjo! Además, deseaba regresar con los suyos, oír de nuevo una banda de música, y volver a experimentar la sensación de llevar un traje de etiqueta. Decididamente, el matrimonio sería algo muy bueno. Reflexionó largo y tendido sobre el asunto al anochecer, mientras Georgina le cantaba, o le preguntaba por qué estaba tan silencioso, y si le había ofendido en algo. Al tiempo que meditaba, firmaba y observaba a Georgina, su imaginación la convertía en una joven inglesa rubia, ahorrativa, divertida y alegre, con el cabello cayéndole en la frente, y tal vez un cigarrillo en los labios. De ningún modo un cigarro birmano, grande, grueso, de esos que fumaba Georgina Se casaría con una muchacha con los ojos de Georgina y muy parecida a ella. Pero no exactamente igual. Podía mejorarse. Dos anchas espirales de humo salieron por sus orificios nasales y se desperezó. Probaría el matrimonio. Georgina le había ayudado a ahorrar dinero, y le debían seis meses de permiso.
-Verás, mujercita -dijo-, tenemos que gastar menos durante los próximos tres meses. Necesito dinero.
Aquello era una verdadera infamia contra el gobierno de la casa de Georgina, pues ella estaba orgullosa de sus economías; pero, si su Dios quería dinero, ella pondría todo de su parte.
-¿Necesitas dinero? -preguntó riendo-. Pues yo lo tengo. ¡Mira!
Corrió a su cuarto y trajo una pequeña bolsa de rupias.
-Ahorro algo de lo que me das. ¿Ves? Ciento siete rupias. ¿Acaso puedes necesitar más dinero? Cógelo. Será un placer para mí que lo uses.
La joven esparció las monedas sobre la mesa y, con sus dedos ágiles, pequeños y de un amarillo muy pálido, las empujó hacia él. Georgie Porgie no volvió a hablar de economías en el hogar. Tres meses más tarde, después de enviar y recibir varias cartas misteriosas que Georgina fue incapaz de entender, y que aborreció por ese motivo, Georgie Porgie le anunció su marcha y le dijo que debía regresar a casa de su padre y quedarse allí.
Georgina se echó a llorar. Ella acompañaría a su Dios hasta el fin del mundo. ¿Por qué tenía que abandonarlo? Estaba enamorada de él.
-Únicamente voy a Rangún -dijo Georgie Porgie-. Volveré dentro de un mes, pero estarás más segura con tu padre. Te dejaré doscientas rupias.
-Si sólo te vas un mes, ¿para qué necesito doscientas rupias? Me basta y me sobra con cincuenta. Aquí hay algo que no encaja. No te marches, o al menos deja que te acompañe.
A Georgie Porgie no le gusta recordar aquella escena ni siquiera hoy en día. Al final se deshizo de Georgina por una cantidad intermedia de setenta y cinco rupias, pues la joven se negó a aceptar más dinero. Entonces se dirigió en un pequeño vapor y en tren hasta Rangún.
Las cartas misteriosas le habían concedido seis meses de permiso. Tanto su huida como la sensación de que quizá se había comportado de un modo desleal le atormentaron en aquel entonces, pero tan pronto el gigantesco buque se encontró en alta mar todo resultó más fácil; y el rostro de Georgina, y la curiosa casita de la empalizada, y las carreras y los gritos nocturnos de los bandidos, y el alarido y los forcejeos del primer hombre que mató con sus manos, y tantas otras cosas que guardaba en su interior, perdieron intensidad y desaparecieron del corazón de Georgie Porgie. Y todos esos recuerdos fueron reemplazados por la imagen de una Inglaterra cada vez más cercana. El barco estaba lleno de hombres de permiso, espíritus tremendamente joviales que se habían sacudido el polvo y el sudor del norte de Birmania, y que ahora se sentían felices como colegiales. Ellos ayudaron a olvidar a Georgie Porgie.
Entonces llegó Inglaterra con sus lujos, buenas costumbres y comodidades, y Georgie Porgie caminó como en un hermoso sueño mientras sus pisadas resonaban en el empedrado, un sonido que casi había olvidado; y se asombró de que un hombre en su sano juicio pudiera abandonar la ciudad. Aceptó la enorme satisfacción que le producía su permiso como una recompensa por los servicios prestados. Y el destino le deparó otro placer aún mayor: todo el encanto de un apacible idilio inglés (muy diferente de los descarados acuerdos comerciales del oriente), en el que media comunidad se aleja a cierta distancia y hace apuestas sobre el resultado, mientras la otra mitad se pregunta qué opinará la señora Fulana o Mengana al respecto.
La joven era adorable y el verano, perfecto; la enorme casa de campo se hallaba cerca de Petworth, donde hay acres y más acres de brezales color púrpura y de vegas con la hierba muy alta donde pasear. Georgie Porgie tuvo la sensación de que al fin había encontrado algo por lo que merecía la pena vivir y como es natural, dio por sentado que lo primero que debía hacer era pedir a la joven que compartiera su existencia en la India. Ella, en su ignorancia, estuvo dispuesta a ir. En aquella ocasión, no hubo trueques ni negociaciones con el cacique de la aldea. Se celebró una bonita boda de clase media en el campo, con un Papá corpulento y una Mamá llorosa, y un padrino con una chaqueta carmesí y una elegante camisa blanca, y seis muchachas de narices respingonas de la Escuela Dominical, que lanzaban rosas al camino entre las lápidas del cementerio y la puerta de la iglesia. El periódico local describió largamente el evento, incluso publicó el texto íntegro de los himnos; pero ello se debió a que la dirección estaba desesperada por la escasez de material.
Y después vino la luna de miel en Arundel, y la Mamá lloró copiosamente antes de permitir que su única hija se embarcara hacia la India al cuidado de Georgie Porgie, el novio. No hay duda de que Georgie Porgie estaba muy enamorado de su mujer, y de que ella lo consideraba el mejor y mas brillante de los hombres. Cuando se presentó en Bombay ante sus superiores, creyó justo pedir un buen destino pensando en su esposa; y, como había dejado cierta huella en Birmania y empezaba a ser apreciado, accedieron a casi todas sus peticiones y le enviaron a un lugar que llamaremos Sutrain. Ocupaba la cima de varias colinas y se le llamaba, oficialmente, El Sanatorio, por la sencilla razón de que su sistema de alcantarillado estaba completamente abandonado. Georgie Porgie se estableció allí, con la sensación de que el matrimonio era algo muy natural. No vibraba de entusiasmo, como otros recién casados, ante el hecho novedoso y placentero de que su amada desayunase con él todas las mañanas como si fuera lo más normal del mundo.
«Había pasado antes por ello», como dicen los americanos, y, cuando comparaba los méritos de Grace, su actual esposa, con los de Georgina, se sentía cada vez más convencido de que había obrado bien.
Pero no había paz ni consuelo al otro lado de la bahía de Bengala, bajo los árboles de teca donde Georgina vivía con su padre, esperando el regreso de Georgie Porgie. El cacique era viejo y recordaba la guerra de 1851. Había estado en Rangún y sabía algo de las costumbres de los kullahs. Sentado delante de su puerta por las noches, inculcaba a Georgina una adusta filosofía que no ofrecía el menor consuelo a la joven.
El problema era que ella amaba tanto a Georgie Porgie como la muchacha francesa de los libros de historia inglesa al sacerdote cuya cabeza destrozaron los matones del rey. Y un buen día desapareció de la aldea con todas las rupias que le había dado Georgie Porgie, y unas nociones mínimas de inglés... que también debía a éste.
El cacique se enfureció al principio, pero luego encendió un cigarro de hojas recién cogidas y dijo algo muy poco halagüeño sobre el sexo en general. Georgina había emprendido la búsqueda de Georgie Porgie, que, por lo que ella sabía, podía estar en Rangún, o al otro lado del Agua Negra, o muerto. Un viejo policía sij le contó que Georgie Porgie había atravesado el Agua Negra. Sacó un billete de tercera clase en Rangún y se dirigió a Calcuta, sin confesar a nadie su secreto.
En la India se perdió cualquier rastro de ella durante seis semanas, y nadie sabe cuán amargos debieron de ser sus sufrimientos. Volvió a aparecer cuatrocientas millas al norte de Calcuta, y siguió avanzando ininterrumpidamente hacia el norte, cansada y ojerosa, pero muy firme en su determinación de encontrar a Georgie Porgie. No entendía la lengua que hablaba la gente, pero la India es un país infinitamente caritativo, y las mujeres que encontró a lo largo del Grand Trunk
* le dieron comida. Algo le hizo creer que hallaría a Georgie Porgie al final de aquella carretera despiadada. Es posible que viera a algún cipayo que lo hubiera conocido en Birmania, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Finalmente, dio con un regimiento que marchaba en formación y encontró en él a uno de los numerosos alféreces que Georgie Porgie había invitado a cenar aquellos lejanos días en que salían a cazar bandidos. Hubo ciertas bromas en el campamento cuando Georgina se arrojó a los pies del hombre y rompió a llorar. Pero la diversión se acabó en cuanto se enteraron de su historia; hicieron una colecta, y eso fue lo más importante. Uno de los alféreces conocía el paradero de Georgie Porgie, aunque no sabía nada de su matrimonio. De modo que se lo comunicó a Georgina y ésta prosiguió alegremente su camino hacia el norte, en un vagón de tren donde encontró reposo para sus pies fatigados y sombra para su cabecita cubierta de polvo. Los senderos que ascendían por las colinas desde la estación hasta Sutrain no eran fáciles, pero Georgina tenía dinero y las familias que viajaban en carros de bueyes le prestaron ayuda. Fue un viaje casi milagroso, y Georgina tuvo la seguridad de que los buenos espíritus birmanos velaban por ella. En el último trecho del camino que sube hasta Sutrain hace un frío glacial y Georgina cogió un fuerte resfriado. Pero Georgie Porgie se hallaba al final de todas aquellas dificultades para cogerla en sus brazos y acariciarla como hacía en los viejos tiempos cuando cerraban la empalizada por la noche y a él le había gustado la cena. Georgina siguió avanzando tan rápido como pudo; y sus buenos espíritus le concedieron un último favor.
Un inglés la detuvo, al anochecer, justo antes de entrar en Sutrain.
-¡Santo Cielo! -exclamó-. ¿Qué haces aquí?
Se trataba de Gillis, el ayudante de Georgie Porgie en el norte de Birmania, que ahora era su segundo en la jungla. Georgie Porgie había pedido que le destinaran a Sutrain porque le tenía cariño.
-He venido -respondió Georgina sencillamente-. El camino era tan largo que he tardado meses en llegar. ¿Dónde está su casa?
Gillis carraspeó. Había convivido lo suficiente con Georgina en los viejos tiempos para saber que las explicaciones carecían de sentido. No puedes explicar las cosas a los orientales. Tienes que mostrárselas.
-Yo te llevaré -dijo Gillis.
Y condujo a Georgina por una pequeña cuesta junto al acantilado, hasta la parte trasera de una casa asentada en una plataforma en la ladera de la montaña.
Acababan de encender las lámparas, pero no habían corrido las cortinas.
-Y ahora, mira -exclamó Gillis, deteniéndose frente a la ventana del salón.
Georgina miró y vio a Georgie Porgie y a la Novia.
Se llevó la mano al cabello, que caía en desorden sobre su rostro, pues su moño se había deshecho. Intentó arreglarse el vestido harapiento, pero éste era imposible de alisar; y tosió de un modo extraño, pues lo cierto es que había cogido un catarro muy severo. Gillis también miró, pero, mientras Georgina apenas había contemplado a la Novia, y sólo parecía tener ojos para Georgie Porgie, Gillis era incapaz de apartar su mirada de la Novia.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Gillis, sujetando a Georgina por la muñeca para que no corriera inesperadamente hacia las luces-. ¿Entrarás en la casa para decirle a esa mujer inglesa que vivías con su marido?
-No -repuso Georgina débilmente-. Suéltame. Me marcho. Te juro que me marcho.
La joven logró soltarse y desapareció en la oscuridad.
-¡Pobre fierecilla! -murmuró Gillis, volviendo al camino principal-. Le habría dado algo para pudiera regresar a Birmania. ¡Georgie Porgie se ha librado de una buena! Y ese ángel no se lo habría perdonado jamás...
Esto parece probar que la devoción de Gillis no era sólo el reflejo de su cariño por Georgie Porgie.
Los Novios salieron a la veranda después de cenar, a fin de que el humo de los cigarros de Georgie Porgie no impregnara las cortinas nuevas del salón.
-¿Qué es ese ruido, allá abajo? -quiso saber la Novia
Los dos se detuvieron a escuchar.
-¡Oh! -exclamó Georgie Porgie-. Supongo que algún brutal nativo de las colinas ha estado pegando a su mujer.
-¿Pegando a... su... mujer? ¡Qué horrible! -dijo la Novia-. ¿Te imaginas? ¡Pegarme!
Pasó un brazo por la cintura de su marido y, apoyando la cabeza en su hombro, contempló el valle cubierto de nubes con una profunda sensación de alegría y seguridad.
Pero era Georgina quien lloraba, completamente sola, al pie de la ladera, entre las piedras del arroyo donde los hombres lavan la ropa.


* «Georgie Porgie, pastel y budín /besaba a las niñas, llorar las hacía./ Y cuando los muchachos a jugar salían / Georgie Porgie muy veloz huía.» Canción popular infantil.
** Funcionariado
* Carretera que empieza en Calculta y pasa por Varanasi, Agra, Delhi y Amritsar antes de cruzar las fronteras de Pakistán y de Afganistán.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // LA FLOR DEL MEMBRILLO // HENRY HARLAND








HENRY HARLAND (1861-1905)


Nació en San Petersburgo, hijo de padres norteamericanos. Se educó en Europa (Roma, París) y en Estados Unidos, donde se graduó en Harvard. Su carrera literaria se divide en dos grandes períodos claramente definidos. Hasta la década de 1890, escribió bajo el seudónimo Sidney Luska novelas «sensacionalistas», entre las que destacó Mrs Peixada (1886), de escaso valor literario y de las que más tarde se avergonzaría. En 1890 se trasladó a Londres y empezó a centrar su interés en la ficción psicológica y en los relatos breves. Mademoiselle Miss (1893), Grey Roses (1895) y Comedies of Errors (1898) consiguieron el respeto de los círculos literarios más selectos, aunque no gozaron de demasiada popularidad. El éxito le llegaría con The Cardinal Snuff-Box (1900), y más tarde con Lady Paramount (1901) y My friend Prospero (1903). Fue el editor literario de la revista trimestral The Yellow Book, que entre 1894 y 1897 fue un importante exponente del esteticismo fin de siécle. Oscar Wilde, W. B. Yeats y Ernest Dowson se contaban entre sus colaboradores. «La flor del membrillo» (Flower o'the Quince) se publicó por primera vez en el volumen de relatos Grey Roses (1895).
Henry Harland murió en San Remo en 1905.


La flor del membrillo
*



I
Theodore Vellan había estado fuera de Inglaterra más de tres décadas. Treinta y tantos años antes, su círculo de amistades se quedó perplejo y alarmado ante su repentina marcha y desaparición. En aquella época, su situación parecía especialmente afortunada. Era joven (tenía veintisiete o veintiocho años); su posición era bastante acomodada (poseía una renta de alrededor de tres mil libras anuales); pertenecía a una familia excelente, los Shropshire Vellan, cuyo título nobiliario estaba en manos de su tío, lord Vellan de Norshingfield; era amable, atractivo, simpático, popular; y acababa de obtener un escaño en la Cámara de los Comunes (como segundo diputado por Sheffingham), donde todos esperaban que su ambición y su inteligencia lo llevaran lejos.
Entonces, inesperadamente, renunció a su escaño y abandonó Inglaterra. No quiso explicar a nadie la causa de su insólito proceder. Se limitó a escribir breves cartas de despedida a unos pocos amigos: «Voy a hacer un viaje alrededor del mundo. Estaré fuera un tiempo indefinido». El tiempo indefinido terminó convirtiéndose en más de treinta años; los veinte primeros, sólo su abogado y sus banqueros conocían su dirección, y jamás se la comunicaron a nadie. En cuanto a los diez últimos, se supo que vivía en la isla de Puerto Rico, donde tenía una plantación de azúcar. Entretanto, el tío había muerto, y un primo (que era su único hijo) había heredado el título nobiliario. Pero éste también acababa de fallecer, sin hijos, y todos los bienes y dignidades habían recaído sobre él. Debido a ese motivo, se vio obligado a regresar a Inglaterra; en el testamento de su primo, una veintena de pequeños beneficiarios no podían recibir su herencia a menos que el nuevo lord estuviera cerca.
II
La señora Sandryl-Kempton, sentada junto a la chimenea de su espacioso, aireado y desvaído salón, pensaba en el Theodore Vellan de los viejos tiempos y se preguntaba qué aspecto tendría el actual lord Vellan. Había recibido una nota suya esa mañana, enviada la víspera desde Southampton, en la que le anunciaba: «Estaré en la ciudad mañana... en el Hotel Bowden de Cork Street». Quería saber, asimismo, cuándo podría verla. Le había respondido con un telegrama: «Ven a cenar esta noche, a las ocho»; y él había aceptado. Por ese motivo, le había dicho a su hijo que cenara en el club; y ahora se hallaba junto a la chimenea, esperando la llegada de Theodore Vellan y rememorando lo ocurrido treinta años antes.
En aquella época, estaba soltera; y una ferviente amistad, que se remontaba a la época en que habían estudiado juntos en Oxford, unía a su futuro marido, a su hermano Paul y a Theodore Vellan. Recordó a los tres jóvenes, tan apuestos, felices e inteligentes, y el brillante futuro de cada uno de ellos: su marido en el cuerpo de abogados, su hermano en la Iglesia, y Vellan... no en la política, ella jamás logró entender sus aspiraciones políticas, que no parecían armonizar con el resto de su carácter..., sino en la literatura, como poeta, pues escribía unos versos que ella consideraba muy hermosos y originales. Evocó todo aquello, y entonces se dio cuenta de que su marido estaba muerto, de que su hermano estaba muerto, y de que Theodore Vellan llevaba muerto para su mundo, en cualquier caso, más de treinta años. Ninguno de los tres se había distinguido en nada; ninguno había estado a la altura de lo que se esperaba de él.
Sus recuerdos eran dulces y amargos al mismo tiempo; llenaron su corazón de alegría y de tristeza. Para ella, Vellan había sido sobre todo un joven tierno y sensible. Tenía ingenio, sentido del humor e imaginación; pero, por encima de todo, era tierno y sensible, lo que se reflejaba en su voz, en su mirada, en sus ademanes. Y su ternura era la base de su encanto... su ternura, que no era más que una parte de su modestia. «Era tan tierno y sensible, tan modesto, tan simpático y amable», se dijo a sí misma.
Y cientos de ejemplos de su ternura, modestia y amabilidad acudieron a su mente. Y no es que no fuera varonil. Estaba lleno de energía, de optimismo; le gustaba saltar y brincar alegremente como un niño. Y entonces se acordó de una escena que había tenido lugar en esa misma estancia hacía más de treinta años. Era la hora del té, y habían dejado sobre la mesa un plato de galletas almibaradas; ella, su marido y Vellan estaban solos. Su marido cogió un puñado de galletas y las lanzó al aire de una en una, mientras Vellan echaba la cabeza hacia atrás y las recogía en la boca... una de sus habilidades. La señora Kempton sonrió al recordarlo, aunque, al mismo tiempo, se llevó el pañuelo a los ojos.
«¿Por qué se marchó? ¿Qué fue lo que pasó?», se preguntó, mientras la antigua perplejidad ante la conducta de su amigo, el antiguo deseo de comprenderlo renacían con toda su fuerza. «¿Podría haber sido...? ¿Podría haber sido...?»
Y una vieja conjetura, una vieja teoría que jamás había comentado con nadie, pero sobre la que había reflexionado largamente en silencio, volvió a llenar su cabeza de interrogantes.
La puerta se abrió; el mayordomo musitó un nombre; y ella vio a un hombre mayor, alto y pálido, de cabellos blancos, que le sonreía y le tendía las manos. Tardó algún tiempo en comprender quién era. Despreciando, sin darse cuenta, el paso del tiempo, había estado esperando a un joven de veintiocho años, de pelo castaño y tez rubicunda.
Es muy posible que él, por su parte, se sorprendiera al encontrar a una dama de mediana edad con una cofia.
III
Después de cenar, Theodore Vellan no quiso separarse de su amiga, y la siguió al salón, donde ella dijo que podía fumar. El sacó unos pequeños cigarros cubanos, muy curiosos, cuyo aroma era fragante y delicado. Habían hablado de lo divino y lo humano; se habían reído y habían suspirado recordando antiguas penas y alegrías. Todos sabemos cómo en las Salas de la Memoria, la Dicha y la Melancolía caminan sin rumbo fijo de la mano. Ella había llorado un poco cuando empezaron a hablar de su marido y de su hermano, pero un instante después, al rememorar algo gracioso de ellos, sonrió con los ojos llenos de lágrimas. «¿Te acuerdas de fulano?» y «¿Qué habrá sido de él?» eran la clase de preguntas que se hacían, evocando viejos amigos y enemigos como fantasmas salidos del pasado. Incidentalmente, él había descrito Puerto Rico, sus negros y sus españoles, su clima, su flora y su fauna.
En el salón, se sentaron cada uno a un lado de la chimenea, y guardaron unos momentos de silencio. Aprovechando su permiso, Theodore Vellan sacó uno de sus pequeños cigarros cubanos, lo abrió por sus extremos, lo desenrolló, volvió a enrollarlo y lo encendió.
-Ha llegado la hora de que me cuentes lo que más deseo saber -dijo ella.
-¿Y qué es?
-¿Por qué te marchaste?
-¡Oh! -murmuró su invitado.
Ella esperó unos instantes.
-Cuéntamelo -le suplicó.
-¿Te acuerdas de Mary Isona? -preguntó él.
Ella le lanzó una mirada, como si estuviera muy sorprendida.
-¿Mary Isona? Sí, por supuesto.
-Pues bien, estaba enamorado de ella.
-¿Estabas enamorado de Mary Isona?
-Sí, estaba terriblemente enamorado de ella. Me parece que jamás lo he superado.
La señora Kempton contempló fijamente el fuego, apretando los labios. Vio a una muchacha delgada, con un sencillo vestido negro, un rostro sensible y pálido, unos ojos tristes, oscuros y luminosos, y una abundante cabellera negra y ondulada... Mary Isona, de origen italiano, una modesta profesora de música, cuya única relación con el mundo en que vivía Theodore Vellan era profesional. Venía de vez en cuando una hora o dos para tocar el piano o dar una clase de música.
-Sí -repitió él-; estaba enamorado de Mary Isona. Nunca lo he estado de ninguna otra mujer. Es ridículo que un hombre viejo diga estas cosas, pero aún sigo enamorado de ella. ¿Un hombre viejo? ¿Acaso llegamos a ser realmente viejos? Nuestro cuerpo envejece, nuestra piel se llena de arrugas, nuestro pelo se vuelve blanco; pero ¿y la mente, el corazón, el espíritu? Eso que llamamos «yo»... De cualquier manera, no pasa un día, ni una hora sin que piense en ella, sin que la eche de menos, sin que llore su pérdida. Tú la conocías... sabías cómo era. ¿Recuerdas cómo tocaba? ¿Y sus maravillosos ojos? ¿Y su hermoso y pálido semblante? ¿Y el modo en que le crecían los cabellos alrededor de la frente? ¡Y su conversación, su voz, su inteligencia! Su gusto, su instinto... en literatura, en arte... era el más exquisito que he encontrado jamás.
-Sí, sí, sí -dijo lentamente la señora Kempton-. Era una mujer muy poco común. Llegué a conocerla bastante íntimamente... mejor que nadie, supongo. Me enteré de todas las tristes circunstancias de su vida: una madre horrible, vulgar; un pobre padre soñador e incompetente; su pobreza, cuán duramente tenía trabajar. Si la amabas, ¿por qué no te casaste con ella?
-Porque mi amor no era correspondido.
-¿Se lo preguntaste?
-No. Era innecesario. Seguí amándola en silencio.
-Nunca se sabe. Deberías habérselo preguntado.
-Estuve a punto de hacerlo, como es natural, cientos de veces. Las dudas me atormentaban a todas horas pensando si tendría alguna oportunidad, esperanzado y temeroso. Pero siempre que me encontraba a solas con ella, comprendía que mi amor era imposible. Su forma de tratarme... era franca y amistosa. No podía interpretarse de otra manera. Jamás se le pasó por la cabeza amarme.
-Cometiste un error al no preguntárselo. Nunca se puede estar seguro. ¡Oh! ¿Por qué no se lo preguntaste? -exclamó su vieja amiga, profundamente emocionada.
Theodore Vellan la miró extrañado, impaciente.
-¿De veras crees que podría haber sentido algo por mí?
-¡Oh! Deberías habérselo dicho; deberías habérselo preguntado -repitió ella.
-Bueno... ahora ya sabes por qué me marché.
-Sí.
-Cuando me enteré de su... su... muerte -no pudo llegar a decir suicidio-, todo terminó para mí. Fue tan espantoso, tan inefable. Seguir con mi vida de siempre, en el mismo lugar, entre la misma gente, era de todo punto imposible. Quería seguirla. Hacer lo mismo que ella. La única alternativa que me quedaba era huir lejos de Inglaterra, tan lejos de mí mismo como pudiera.
-Algunas veces -confesó poco después la señora Kempton-, algunas veces me pregunté si, posiblemente, tu desaparición no habría tenido algo que ver con la muerte de Mary... ¡transcurrió tan poco tiempo entre ambas! Algunas veces me pregunté si, tal vez, no habrías estado enamorado de ella. Pero no podía creerlo... era sólo porque las dos cosas habían coincidido. ¡Ay! ¿Por qué no se lo dijiste? ¡Es terrible, terrible!
IV
Cuando él se despidió, se quedó sentada un rato junto al fuego. «Vivir es arriesgarse a cometer errores... arriesgarse a cometer errores. Vivir es arriesgarse a cometer errores», pensó.
Era una frase que había leído en algún libro unos días antes; entonces había sonreído al verla; ahora resonaba en sus oídos como la voz de un diablo burlón.
-Sí, arriesgarse a cometer errores -musitó.
Se puso en pie y fue a su escritorio, abrió un cajón, removió su interior y sacó una carta... una vieja carta, pues el papel estaba amarillento y la tinta medio borrosa. Regresó junto a la chimenea, desdobló la misiva y la leyó. Eran seis páginas de una libreta llenas de una escritura pequeña y femenina. Se trataba de una carta que Mary Isona le había enviado a ella, Margaret Kempton, la víspera de su muerte, hacía más de treinta años. La joven le contaba las duras circunstancias de su vida; pero todas habían sido soportables, aseguraba, excepto un terrible secreto. Se había enamorado de un hombre que apenas era consciente de su existencia; ella, una insignificante y desconocida italiana, profesora de música, se había enamorado de Theodore Vellan. Era como si se hubiera enamorado de un habitante de otro planeta, ¡pertenecían a dos mundos tan diferentes! Ella le amaba... le amaba... y sabía que su amor era imposible, y no podía resistirlo. Oh, sí; a veces se encontraba con él, aquí o allá, en las casas donde iba a tocar, a dar clase. Era muy educado con ella: y más que educado... era bondadoso; hablaba con ella de literatura, de música. «Es tan amable, tan fuerte, tan sabio; pero jamás ha pensado en mí como una mujer... una mujer capaz de amar y de ser amada. ¿Por qué iba a hacerlo? Si la polilla se enamora de una estrella, la polilla ha de sufrir... Soy cobarde; soy débil; piense de mí lo que quiera; pero tengo más de lo que puedo soportar. La vida es demasiado dura... demasiado dura. Mañana estaré muerta. Y usted será la única persona que conozca el motivo, y siempre guardará mi secreto.»
-¡Fue una lástima! ¡Una verdadera lástima! -murmuró la señora Kempton-. Me pregunto si debía haberle enseñado a Vellan la carta de Mary.


* El título se inspira en los versos de una canción popular que recoge Robert Browning en su extenso monólogo Fra Lippo Lippi: «Flower o'the quince, / I let Lisa go, and what good's in life since?» (Flor del membrillo, / Dejé marchar a Lisa, y ¿qué me queda de bueno en la vida?).


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // EL MATRIMONIO DEL BRIGADIER // ARTHUR CONAN DOYLE








ARTHUR CONAN DOYLE (1850-1930)


Nació en Edimburgo, hijo de un funcionario del gobierno de origen irlandés. Educado por los jesuitas en Stonyhurst, estudió medicina en la Universidad de Edimburgo. Sus historias de Sherlock Holmes empezaron a aparecer en la revista Strand Magazine en 1891, si bien había escrito la primera de ellas, Estudio en escarlata, en 1887. El éxito de su personaje fue inmediato y más tarde recogería sus andanzas en cuatro volúmenes: Las aventuras de Sherlock Holmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1894), El regreso de Sherlock Holmes (1905) y El archivo de Sherlock Holmes (1927). En 1893, cansado de su personaje, decidió acabar con él, pero las protestas de los lectores le obligaron a «resucitarlo» con gran ingenio. Otras novelas de Sherlock Holmes incluyen títulos como EI signo de los cuatro, EI sabueso de, los Baskerville y El valle del terror. Para sustituir a su famoso detective, creó el personaje de Etienne Gerard, un joven oficial francés en la Europa napoleónica, cuyas memorias recogió en Las hazañas del brigadier Gerard (1896) y Las aventuras de Gerard (1903). El epílogo de estas aventuras -en las que el autor mezcla lo trágico y lo cómico, lo sublime y lo ridículo, el pathos y la ironía- es «El matrimonio del brigadier» (The Marriage of the Brigadier), que, aunque cierra la narración, es el primero de sus lances. Años después saldría de su pluma el profesor Challenger, el científico y explorador de El mundo perdido (1912) y EI cinturón envenenado (1913). Arthur Conan Doyle fue nombrado caballero en 1902, por su trabajo en un hospital de campaña en Bloemfontein (Sudáfrica) y su firme apoyo a Gran Bretaña en la Guerra de los Boers. Tras la muerte de su hijo en la I Guerra Mundial, se consagró a la causa del espiritismo. Murió en Sussex (Inglaterra) en 1930.


El matrimonio del brigadier


Epílogo

Hablo, amigos míos, de unos días muy lejanos en los que apenas había empezado a edificar esa fama que ha vuelto tan célebre mi nombre. De los treinta oficiales de los Húsares de Conflans, nada hacía suponer que yo fuera superior en ningún sentido a los demás. Me resulta fácil imaginar cuán grande hubiera sido su sorpresa de haber sabido que el joven teniente Etienne Gerard estaba destinado a una carrera tan gloriosa, y que viviría para mandar una brigada y recibir de manos del emperador esa condecoración que puedo enseñarles cuando quieran, si me honran con su visita en mi pequeña vivienda campestre... ¿Conocen ustedes, supongo, la casita encalada con una parra en la entrada, en un prado a orillas del Garona?
Se ha dicho de mí que nunca he sabido lo que era el miedo. Sin duda lo han oído ustedes. Durante muchos años, por un orgullo estúpido, he dejado que corriera ese rumor sin desmentirlo. Sin embargo, ahora que soy viejo puedo permitirme el lujo de ser sincero. El hombre valeroso se atreve a decir la verdad. Sólo al cobarde le asusta admitir ciertas cosas. Así, pues, les confesaré que también soy humano, que también he sentido cómo se me helaba la sangre en las venas y se me erizaban los cabellos, que incluso he sabido lo que es correr hasta que mis piernas apenas podían sostenerme. ¿Acaso les escandaliza oírlo? Tal vez algún día les consuele saber, cuando su valor se encuentre al límite, que incluso Etienne Gerard supo lo que era el miedo. Les contaré ahora cómo sucedió, y cómo aquello me condujo al matrimonio.
En aquella época reinaba la paz en Francia y nosotros, los Húsares de Conflans, pasábamos el verano en un campamento militar a escasas millas de Les Andelys, un pueblo de Normandía. No es un lugar demasiado divertido, pero los miembros de la Caballería Ligera llenamos de alegría cualquier rincón que visitamos, de modo que pasamos una temporada muy agradable. Son muchos los años y los escenarios que se confunden en mi memoria, pero el nombre de Les Andelys todavía trae a mi recuerdo las ruinas de un enorme castillo, extensas huertas de manzanos y, sobre todo, la imagen de las bonitas muchachas de Normandía. Eran las más hermosas de su sexo, de igual modo, según decían, que nosotros lo éramos del nuestro, así que todos fuimos muy felices aquel dulce y soleado verano. ¡Ah, la juventud, la belleza, el valor, y luego los años sombríos y monótonos que los empañan! Hay momentos en que el glorioso pasado me pesa en el corazón como si fuera plomo. No, señor; no hay vino que pueda alejar esos pensamientos, pues discurren en el espíritu y en el alma. Sólo el grosero cuerpo es sensible al vino; pero, si me lo ofrecen con ese fin, no lo rechazo.
Pues bien, de todas las muchachas que vivían en la región, había una que superaba de tal modo en belleza y simpatía a las demás que parecía destinada especialmente para mí. Se llamaba Marie Ravon y su familia, los Ravon, eran pequeños terratenientes que habían labrado aquellas tierras desde los tiempos en que el duque William
* partió para Inglaterra. Si cierro los ojos, la veo igual que entonces: sus mejillas como oscuras rosas musgosas; sus ojos almendrados, dulces y, sin embargo, llenos de vida; sus cabellos, negros como el azabache, en consonancia con la poesía y la pasión; su figura tan flexible como un joven abedul cuando sopla el viento. ¡Ah! Cómo se alejó de mí la primera vez que rodeé su talle con mi brazo; pues era apasionada y orgullosa, y estaba siempre escabulléndose, oponiendo resistencia, luchando hasta el final para hacer más dulce su rendición. De ciento cuarenta mujeres... pero ¿cómo compararlas cuando todas se acercan tanto a la perfección?
Desearán saber por qué, si esta muchacha era tan bella, yo no tenía ningún rival. Y había una buena razón, amigos míos, pues yo solucioné el problema enviándolos a todos al hospital. Estaba Hippolyte Lesoeur.. que visitó a la familia dos domingos; aunque me atrevería a jurar que, si continúa vivo, todavía cojea por culpa de la bala que alojé en su rodilla. El pobre Víctor.. hasta su muerte en Austerlitz, también llevó mi marca. Pronto quedó claro que, si no podía conseguir a Marie, tendría al menos un hermoso campo donde intentarlo. En nuestro campamento decían que era más seguro cargar contra un batallón entero de infantería que ser visto con frecuencia en la granja de los Ravon.
Pero déjenme que les hable con franqueza ¿Deseaba yo casarme con Marie? ¡Ah! El matrimonio, amigos míos, no está hecho para un húsar. Hoy se encuentra en Normandía; mañana, en las colinas de España o en las ciénagas de Polonia. ¿Qué puede hacer con una esposa? ¿Sería justo para ambos? ¿Estaría bien que su valentía se viera mermada por el recuerdo de la desesperación que su muerte acarrearía? ¿Sería razonable dejarla sumida en el temor de que cualquier correo puede llevarle la noticia de su irreparable desgracia? Un húsar sólo puede calentarse junto a la lumbre y después seguir avanzando a toda prisa; y conformarse con encontrar otro fuego que le procure algún consuelo. Y, Marie, ¿quería casarse conmigo? Ella sabía muy bien que, cuando nuestras trompetas de plata anunciaran la marcha del regimiento, estarían tocando sobre la tumba de nuestra vida conyugal. Era mucho mejor aferrarse con fuerza a su gente y a su tierra, donde su marido y ella podrían vivir para siempre entre las fértiles huertas, sin perder de vista el enorme Castillo de Le Galliard. Dejemos que recuerde a su húsar en sueños, pero que sus jornadas transcurran en el mundo que la vio nacer.
Mientras tanto, Marie y yo alejábamos esos pensamientos de nuestra cabeza y nos entregábamos a tan dulce compañía, cada día como si fuera el último, sin pensar jamás en el mañana. Es cierto que había veces en que su padre, un anciano y corpulento caballero, con el semblante muy parecido a una de las manzanas de su propiedad, y su madre, una mujer delgada y nerviosa de la región, me soltaban indirectas para saber cuáles eran mis intenciones; pero en el fondo de su corazón sabían que Etienne Gerard era un hombre de honor, y que su hija estaba segura, además de muy feliz, en sus manos. Y así estaban las cosas hasta la noche de la que hablo.
Era domingo por la tarde y había ido cabalgando desde el campamento. Otros compañeros visitaban el pueblo, y todos dejamos nuestros caballos en la taberna. Pensaba andar hasta la casa de los Ravon, de la que sólo me separaba un vasto campo que se extendía hasta su misma puerta. Estaba a punto de emprender el camino cuando el posadero corrió detrás de mí.
-Perdone, teniente -dijo-, está más lejos por la carretera, pero le aconsejaría que fuese por ella.
-Eso alarga más de una milla mi trayecto...
-Lo sé. Sin embargo, creo que sería mas prudente -y sonrió al pronunciar estas palabras.
-Y ¿por qué? -pregunté.
-Porque el toro inglés anda suelto en ese campo -replicó.
De no haber sido por aquella odiosa sonrisa, quizá lo habría tomado en consideración. Pero avisarme de un peligro y sonreír de ese modo era más de lo que mi orgullo podía soportar. Le mostré con un gesto lo que pensaba del toro inglés.
-Cogeré el camino más corto -exclamé.
Acababa de poner un pie en la hierba cuando comprendí que mi naturaleza me había empujado a obrar con precipitación. Era un terreno cuadrado y muy extenso y, al adentrarme en él, me sentí como ese cascarón de nuez que, después de atreverse a zarpar, no ve más puerto que aquél del que ha salido. Si exceptuamos el lado desde el que yo venía, estaba rodeado de muros. Delante de mí estaba la granja de los Ravon, con una tapia que se extendía a izquierda y derecha. Una puerta trasera salía directamente al campo, y había varias ventanas en la planta baja, pero todas con trancas, como es habitual en las granjas de Normandía. Me apresuré a seguir en dirección a la entrada, consciente de que era el único puerto seguro, andando con la dignidad que corresponde a un soldado y, sin embargo, con toda la rapidez que alcanzaban mis piernas. De cintura para arriba caminaba tranquilo, incluso gallardo. Por debajo, veloz y alerta.
Cuando había llegado casi a la mitad del terreno, divisé la criatura. Levantaba la tierra con sus patas delanteras, bajo un haya que crecía a mi derecha. No volví la cabeza para mirar al animal, no fuera a darse cuenta de que le había visto, pero no dejé de observarlo, inquieto, con el rabillo del ojo. Es posible que el toro estuviera de buen talante, o que lo detuviera mi aire de indiferencia, pero no hizo el menor movimiento en mi dirección. Más tranquilo, fijé la vista en la ventana abierta del dormitorio de Marie justo encima de la puerta trasera, con la esperanza de que esos ojos tan oscuros, dulces y queridos estuvieran contemplándome detrás de las cortinas. Agité mi pequeño bastón, hice un alto para recoger una prímula y canté uno de nuestros despreocupados estribillos, con el fin de ofender a aquella bestia inglesa y mostrar a mi amada qué poco me importaba el peligro cuando se interponía entre ella y yo. La criatura se quedó desconcertada ante mi intrepidez, lo que me permitió entrar en la granja sano y salvo, sin que mi honor se mancillara.
¿Acaso no valía la pena correr ese peligro? Aunque todos los toros de Castilla hubieran vigilado aquella entrada, ¿no habría valido la pena? ¡Ah, aquellas horas... aquellas horas luminosas que jamás volverán, cuando nuestros jóvenes pies apenas parecían rozar el suelo y nosotros vivíamos en un dulce mundo de ensueño salido de nuestra imaginación! Marie reverenciaba mi coraje, y me amaba por él. Mientras apoyaba su sonrojada mejilla sobre la seda de mi manga, y me contemplaba asombrada, con los ojos brillantes de amor y admiración, !escuchaba maravillada mis historias sobre el verdadero carácter de su enamorado!
-¿Nunca ha flaqueado tu corazón? ¿Nunca has sentido lo que era el miedo? -preguntó.
Me reí de semejante idea. ¿Qué lugar podía ocupar el miedo en la mente de un húsar? A pesar de mi juventud, había dado pruebas de mi valentía. Le conté cómo había conducido a mi escuadrón frente a un batallón de Granaderos Húngaros. Ella se estremeció mientras me abrazaba. Le expliqué, asimismo, cómo una noche había cruzado el Danubio a caballo para entregar un mensaje a Davout
*. Para ser sincero, no se trataba del Danubio, ni de un río lo bastante profundo para obligarme a nadar; pero, cuando uno tiene veinte años y está enamorado, narra las historias lo mejor que sabe. Le relaté muchas anécdotas parecidas mientras aumentaba la expresión de asombro en sus queridos ojos.
-Jamás soñé que existiera un hombre tan valiente, Etienne! -exclamó-. ¡Qué afortunada Francia por tener semejante soldado! ¡Qué afortunada Marie por tener semejante enamorado!
Como es natural, me arrojé a sus pies murmurando que yo era el más afortunado de todos... por haber encontrado a alguien que supiera valorar y comprender.
Era una relación encantadora, demasiado tierna y delicada para que interfirieran en ella otros intelectos más groseros. Pero es comprensible que los padres se creyeran también en la obligación de cumplir con su deber. Jugaba al dominó con el anciano y devanaba la lana para su mujer, pero no parecían convencidos de que visitara su granja tres veces a la semana por amor a ellos. Desde hacía algún tiempo, una explicación era inevitable, y me la pidieron aquella noche. Marie, a pesar de amotinarse de un modo delicioso, fue enviada al dormitorio, y yo tuve que enfrentarme a los dos ancianos en la sala, mientras me importunaban con numerosas preguntas sobre mi porvenir y mis intenciones.
-Tanto nos da -aseguraron con la franqueza que caracteriza a la gente del campo-. O se casa usted con Marie, o no vuelva a aparecer por aquí.
Les hablé de mi honor, de mis esperanzas y de mi futuro, pero su postura no varió en lo más mínimo con relación al presente. Defendí mi carrera, pero ellos, de un modo muy egoísta, sólo pensaban en su hija. Lo cierto es que mi situación era realmente difícil. Por una parte, era incapaz de renunciar a mi Marie. Por otra, ¿qué podía hacer un joven húsar con el matrimonio? Finalmente, ante su insistencia, les pedí que me dejaran meditar sobre el asunto, aunque sólo fuera un día.
-Me reuniré con Marie -dije-, me reuniré con Marie en seguida. Su corazón y su felicidad son lo más importante para mí.
Aunque aquellos dos viejos gruñones no quedaron satisfechos, se tuvieron que callar. Me desearon secamente las buenas noches y yo me marché, lleno de perplejidad, a la taberna. Salí por la misma puerta por donde había entrado, y les oí cerrarla con llave y atrancarla a mis espaldas.
Atravesé el campo absorto en mis pensamientos, mientras los razonamientos de los dos ancianos y mis hábiles respuestas me daban vueltas en la cabeza. ¿Qué debía hacer? Había prometido ver a Marie en seguida ¿Qué le diría al verla? ¿Me rendiría ante su belleza y daría la espalda a mi profesión? Si la espada de Etienne Gerard se convertía en una guadaña, ¡qué día tan triste para el emperador y para Francia! ¿Acaso no era posible conciliar las dos cosas, ser un feliz marido en Normandía y un valiente soldado en cualquier otra parte? Todas esas ideas bullían en mi cerebro cuando un ruido inesperado me hizo levantar la mirada. La luna había aparecido detrás de una nube, y entonces vi al toro, justo delante de mí.
Me había dado la impresión de ser muy grande debajo del haya, pero ahora me pareció gigantesco. Era de color negro. Tenía la cabeza cerca del suelo, y la luna iluminaba sus dos ojos amenazadores e inyectados en sangre. Jamás había existido un monstruo tan horrible en ninguna pesadilla. Se movía lenta y sigilosamente en mi dirección.
Miré detrás de mí y comprendí que, en mi aturdimiento, me había adentrado mucho en el campo. Había recorrido más de la mitad, Mi refugio más cercano era la taberna, pero el toro se interponía en mi camino. Tal vez si la criatura se daba cuenta del escaso temor que me inspiraba, me dejaría pasar. Hice un gesto de desprecio y me encogí de hombros. Incluso silbé. El animal pensó que le llamaba, pues se acercó con presteza. Mantuve el rostro valerosamente vuelto hacia él, pero empecé a retroceder a gran velocidad. Cuando uno es joven y está lleno de energía, puede correr hacia atrás y seguir mirando con expresión intrépida y sonriente al enemigo. Al tiempo que corría, amenazaba al cuadrúpedo con mi bastón. Es posible que hubiera sido más prudente refrenar mi ímpetu. Él tuvo la sensación de que yo le desafiaba... realmente lo último que había pasado por mi imaginación. Fue un malentendido, pero un malentendido funesto. Con un resoplido, levantó el rabo y cargó contra mí.
¿Han visto alguna vez el ataque de un toro, amigos míos? Es un extraño espectáculo. Imaginan, quizá, que él trota o incluso galopa. No; es algo mucho peor. El animal avanza con una sucesión de saltos, cada vez más inquietantes. No hay nada que haga un ser humano que pueda asustarme. Cuando mi contendiente es un hombre, siento que la nobleza de mi actitud, la soltura y gallardía con que me enfrento a él, contribuirán en gran medida a desarmarlo. Puedo hacer cualquier cosa que haga él, de modo que ¿por qué iba a temerlo? Pero cuando uno tiene ante sí una tonelada de bovino enfurecido, el asunto es muy diferente. Se pierde toda esperanza de argumentar, dulcificar, conciliar. No hay resistencia posible. La arrogante seguridad en mí mismo se esfumó ante aquella criatura En un instante, mi rápido ingenio había sopesado todas las opciones posibles, y había decidido que no cedería terreno ante nadie, ni ante el mismísimo emperador. Sólo tenía una opción... huir.
Pero se puede huir de muchos modos. Se puede huir con dignidad o se puede huir presa del pánico. Yo lo hice, por supuesto, como un soldado. Mi porte siguió siendo magnífico, aunque mis piernas se movieran con ligereza. Toda mi apariencia era una protesta contra la situación en la que me había visto colocado. Sonreía al tiempo que corría... la amarga sonrisa del hombre valeroso que se burla de su propio destino. Si todos mis camaradas hubieran rodeado el campo, habrían seguido teniendo la misma opinión de mí al ver el desdén con que esquivaba al toro.
Pero ha llegado el momento de confesarme. Una vez que empieza la huida, por muy marcial que sea, el pánico se apodera de uno. ¿No fue eso lo que ocurrió con la Guardia Imperial en Waterloo? Lo mismo le pasó aquella noche a Etienne Gerard. Después de todo, no había nadie que observara su comportamiento... excepto aquel maldito toro. Si por un momento perdía mi dignidad, ¿quién iba a enterarse? El estruendo de las pezuñas y los espantosos resoplidos del monstruo se acercaban cada vez más a mis talones. El horror me atenazaba al pensar en una muerte tan innoble. Ante la furia brutal del cuadrúpedo, se me heló la sangre en las venas. En un instante lo olvidé todo. En el mundo sólo había dos criaturas, el toro y yo... él intentado acabar conmigo y yo luchando por escapar. Agaché la cabeza y corrí... corrí como alma que lleva el diablo.
Me dirigí a la carrera a la casa de los Ravon. Pero cuando llegué allí, comprendí súbitamente que no me servía de refugio. La puerta estaba cerrada con llave; las ventanas de la planta baja, atrancadas; el muro era muy alto en los dos lados; y el toro estaba cada vez más cerca con sus zancadas. Pero, oh, amigos míos, fue en ese momento de máximo peligro cuando Etienne Gerard alcanzó el cenit. Sólo le quedaba un camino para ponerse a salvo, y fue rápidamente elegido.
He dicho ya que la ventana del dormitorio de Marie estaba justo encima de la puerta. Las cortinas estaban echadas, pero las dos hojas se hallaban abiertas de par en par, y una luz iluminaba el cuarto. Joven y lleno de energía, sentí que podría saltar lo suficiente para alcanzar el alféizar de la ventana y escapar al peligro. El monstruo estaba a punto de rozarme cuando salté. Sin su ayuda, mi plan habría tenido éxito. Pero, en el momento en que con un esfuerzo sobrehumano me levantaba del suelo, el animal me dio un topetazo que me lanzó por los aires. Entré como un proyectil a través de las cortinas y caí a cuatro patas en el centro de la habitación.
Había, al parecer, una cama junto a la ventana, pero yo había pasado volando, sano y salvo, por encima de ella. Mientras me ponía en pie, tambaleándome, me volví hacia ella consternado, pero se encontraba vacía. Mi Marie estaba sentada en una sillita en la esquina del cuarto, y sus mejillas enrojecidas indicaban que había llorado. No hay duda de que sus padres le habían contado algo de nuestra conversación. Estaba demasiado perpleja para moverse, y me miraba boquiabierta.
-¡Etienne! -dijo con voz entrecortada-. ¡Etienne!
En un instante, volví a ser el de siempre. Sólo había una salida airosa para un caballero, y yo la tomé:
-Marie -exclamé-, ¡perdona... oh, perdona la precipitación con que he regresado! Marie, he hablado con tus padres esta noche. No podía volver al campamento sin preguntarte antes si me harías el hombre más feliz del mundo convirtiéndote en mi mujer.
Pasó mucho tiempo antes de que ella pudiera recuperar el habla: ¡estaba tan asombrada! La corriente impetuosa de su admiración arrastró muy lejos cualquier otro sentimiento.
-¡Oh, Etienne, mi maravilloso Etienne! -dijo, rodeando mi cuello con sus brazos-. ¿Ha existido alguna vez un amor como el nuestro? ¿Ha existido alguna vez un hombre como tú? Mientras estás ahí, pálido y tembloroso de pasión, eres el héroe de mis sueños. Cuánto jadeas, mi amor; y ¡qué magnífico el salto que te ha traído a mis brazos! Justo cuando entrabas por la ventana, había oído el ruido de los cascos de tu caballo en el exterior.
No había nada más qué explicar y, cuando uno acaba de prometerse en matrimonio, los labios sirven para otras cosas. Pero se oyeron carreras por el pasillo y alguien aporreó los paneles. Con el estrépito de mi llegada, los dos ancianos habían corrido al sótano para ver si el barril de sidra se había caído de su sustentáculo, pero ahora habían vuelto y estaban impacientes por entrar. Abrí la puerta de un golpe y los recibí de la mano de Marie.
-¡Aquí tienen a su hijo! -exclamé.
¡Ah, cuánta alegría había llevado a aquel hogar tan humilde! Todavía soy feliz al recordarlo. No pareció extrañarles demasiado que yo entrara volando por la ventana, pues ¿qué pretendiente podía haber más exaltado que un aguerrido húsar? Y si la puerta está cerrada, ¿qué otro camino queda sino la ventana? Una vez más, los cuatro nos reunimos en la sala, mientras sacaban la botella llena de telarañas y extendían ante mí las viejas glorias de la Casa de Ravon. Una vez más, contemplé el techo de gruesas vigas, las caras sonrientes de los dos ancianos, el círculo dorado de la luz de la lámpara, y a ella, mi Marie, la esposa de mi juventud, a la que conquisté de un modo tan extraño y luego conservé tan poco tiempo a mi lado.
Era tarde cuando nos despedimos. El anciano me acompañó al vestíbulo.
-Puede ir por la entrada principal o por la puerta trasera -dijo-. El camino es más corto por detrás.
-Creo que saldré por delante -respondí-. Es posible que tarde un poco más, pero así tendré más tiempo para pensar en Marie.



* Se refiere a Guillermo I el Conquistador, antes duque de Normandía, que en el año 1066 invadió y conquistó Inglaterra.

* Se refiere a Nicolás Davout, duque de Auerstedt, príncipe de Eckmühl y mariscal de Francia (1770-1823), vencedor de los prusianos en 1806 y de los austríacos en 1809


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // LA BODA DE JOHN CHARRINGTON // E. NESBIT








E. NESBIT (1858-1924)


E. (Edith) Nesbit nació en Londres el 15 de agosto de 1858. A la muerte de su padre, cuando ella tenía seis años, la familia se trasladó al continente. Estudió en Francia y en Alemania, y no regresó a Inglaterra hasta 1872. A los diecisiete años publicó sus primeros poemas, y a los diecinueve conoció a Hubert Bland, un joven escritor de ideas radicales, con el que se casó en 1880. La pareja tuvo tres hijos y una relación muy poco convencional; Edith adoptó los hijos que Bland tuvo fuera del matrimonio. En compañía de Edward R. Pease, Sidney y Beatrice Webb, y otros amigos socialistas, fundó a finales de 1883 la célebre Sociedad Fabiana, destinada a «reconstruir la sociedad de acuerdo con el más alto ideal moral», adoptando las tácticas del cónsul romano Fabio Máximo Verrucoso «el Contemporizador» y discutiendo pacíficamente los temas sociales. Los fabianos, al asociarse en 1900 a los tradeunionistas, contribuyeron al nacimiento del Partido Laborista.
E. Nesbit empezó a escribir ficción para niños a principios de la década de 1890 y sus libros pronto gozaron de una enorme popularidad. Entre ellos cabe destacar: Los buscadores de tesoros (1899), Los salvadores del país (1901) y El castillo encantado (1907). Escribió, asimismo, novelas y relatos breves para adultos. «La boda de John Charrington» (John Carrington's Wedding) se publicó por primera vez en la revista Temple Bar, en septiembre de 1891.


La boda de John Charrington



Nadie pensó jamás que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo, y John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se echó a reír y le dijo que no. Se lo volvió a pedir la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.
John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.
-¿A tu boda?
-¿Bromeas?
-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?
John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:
-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.
-¿Bromeas?
-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.
-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?
-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.
Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada.
Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.
Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella?
Yo tampoco lo sabía a ciencia cierta en los primeros días de su noviazgo, pero, después de cierto atardecer de agosto, mis dudas se desvanecieron. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.
No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla.
John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.
-Mi amor, mi amor, !creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!
Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.
La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste
* y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.
Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone
**, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.
-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.
Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.
-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.
Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio.
Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.
-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.
Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche.
Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:
-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.
No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.
-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.
Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto.
Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.
-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.
Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.
-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!
Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida.
Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?
Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.
Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.
-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.
El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.
-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!
Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.
Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.
Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos.
Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.
En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos.
Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.
-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.
El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados.
Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.
-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...
Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo:
No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.
-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.
La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve.
Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y aquel misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.

El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.

Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.
-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!
¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo... en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.
Y así fue la boda de John Charrington.


* Una de las primeras compañías ferroviarias privadas de Inglaterra, nacionalizada en 1948. A diferencia de la Great Western y de la London North-Eastern, la London South Eastern tenía fama de ineficaz y poco seria
** Bolsa ligera de viaje


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // AMY FOSTER // JOSEPH CONRAD








JOSEPH CONRAD (1857-1924)


Jósef Teodor Konrad Korzeniowski, Joseph Conrad para el mundo de las letras, nació en Berdiczew (Ucrania) en 1857, bajo el imperio zarista. Sus padres, de la pequeña nobleza rural polaca, murieron cuando era niño, en el exilio impuesto por sus actividades antirrusas, y él quedó bajo la tutela de su tío Tadeusz Bobrowski. En 1874 éste cedió al «quijotesco» anhelo de su sobrino de hacerse a la mar y le envió a Marsella, donde el joven sirvió en la marina mercante francesa (a veces embarcando mercancías clandestinas para los círculos legitimistas) antes de unirse a un buque británico en 1878 como aprendiz. En 1886 obtuvo la nacionalidad británica y la licencia de patrón de la marina mercante de ese país. Ocho años después, abandonó la vida del mar por la vida de las letras: su primera novela, La locura de Almayer, se publicó en 1895 y un año después se casaba y establecía en Kent, donde en quince años escribió -en inglés, su tercera lengua- relatos y novelas que pronto se convertirían en clásicos: Lord Jim (1900),.Juventud (1902), El corazón de las tinieblas (1902), Nostromo (1904), El agente secreto (1907), Azar (1914), Victoria (1915) y La línea de sombra (1917). Escribió «Amy Foster» (Amy Foster) entre mayo y junio de 1901. Se publicaría un año después en el volumen Tifón y otras historias. En 1912 apareció su peculiar volumen de memorias, Crónica personal. Conrad murió en Bishopsbourne (Kent).


Amy Foster


Kennedy es un médico rural y reside en Colebrook, en la costa de Eastbay. El acantilado que se eleva abruptamente tras los tejados rojos de la pequeña aldea parece empujar la pintoresca High Street hacia el espigón que la resguarda del mar. Al otro lado de esa escollera, describiendo una curva, se extiende de manera uniforme, durante varias millas, una playa de guijarros, vasta y árida, con el pueblo de Brenzett destacando oscuramente en el otro extremo, una aguja entre un grupo de árboles; más allá, la columna perpendicular de un faro, no mayor que un lápiz desde la distancia, señala el punto donde se desvanece la tierra. Detrás de Brenzett, los campos son bajos y llanos; pero la bahía está muy protegida, y, de vez en cuando, un buque de gran tamaño, obligado por la mar o el mal tiempo, fondea a una milla y media al norte de la puerta trasera de la Posada del Barco en Brenzett. Un desvencijado molino de viento, que levanta en las cercanías sus aspas rotas sobre un montículo no más elevado que un estercolero, y una torre de defensa
*, que acecha al borde del agua media milla al sur de las cabañas de los guardacostas, resultan muy familiares para los capitanes de las pequeñas embarcaciones. Son las marcas náuticas oficiales para delimitar ese lugar de fondeo seguro que las cartas del Almirantazgo representan como un óvalo irregular de puntos con numerosos seises en su interior, sobre los que se ha dibujado un ancla diminuta y una leyenda que reza: «Barro y conchas».
Desde la parte más alta del acantilado se ve la imponente torre de la iglesia de Colebrook. La pendiente está cubierta de hierba y por ella serpentea un camino blanco. Subiendo por él, se llega a un ancho valle, no muy profundo, una depresión de verdes praderas y de setos que se funden tierra adentro con el paisaje de tintes purpúreos y de líneas ondeantes que cierran el panorama.
En ese valle que baja hasta Brenzett y Colebrook y asciende hasta Darnford, el mercado comarcal a catorce millas de distancia, ejerce de médico mi amigo Kennedy. Empezó su carrera como cirujano de la Armada, y después acompañó en sus periplos a un famoso viajero, en los días en que todavía quedaban continentes con tierras inexploradas en su interior. Sus escritos sobre la flora y la fauna le han dado cierta fama en los círculos científicos. Y ahora ocupa un puesto de médico rural... únicamente porque él quiere. Sospecho que su agudeza mental, al igual que un ácido corrosivo, ha destruido su ambición. Su inteligencia es de naturaleza científica, amante de la investigación, y hace gala de esa insaciable curiosidad que cree encontrar una partícula de verdad universal en cualquier misterio.
Hace muchos años, cuando volví del extranjero, me invitó a pasar unos días con él. Acepté encantado y, como no podía abandonar a sus pacientes para estar conmigo, me llevaba en sus visitas con él... y a veces recorríamos más de treinta millas en una sola tarde. Yo le esperaba en el camino; el caballo arrancaba jugosas ramitas y yo, sentado en lo alto del carruaje, podía oír las carcajadas de Kennedy a través de la puerta entreabierta de alguna casa. Tenía una risa franca y atronadora, más propia de un hombre que le doblara en tamaño, unos ademanes enérgicos, un rostro bronceado y unos ojos grises a los que no parecía escapárseles nada. Tenía la habilidad de hacer que las personas le abrieran su corazón, y una paciencia inagotable para escuchar sus historias.
Cierto día en que salíamos trotando de un pueblo bastante grande por un camino muy umbroso, divisé a nuestra izquierda una casa de ladrillo, con cristales romboidales en las ventanas, una enredadera al final del muro, un tejado de tablones y algunas rosas que trepaban por las desvencijadas celosías del diminuto porche. Kennedy se detuvo junto a la entrada. Una mujer, a pleno sol, tendía una manta mojada entre dos viejos manzanos. Y, mientras el caballo zaino y rabón de largo cuello intentaba mover la cabeza tirando bruscamente de su mano izquierda, enfundada en un grueso guante de piel de perro, el médico preguntó por encima del seto:
-¿Qué tal su niño, Amy?
Tuve tiempo de ver su rostro inexpresivo y colorado, no por efecto de la vergüenza sino como si sus mejillas hubieran sido enérgicamente abofeteadas, y reparar en su figura rechoncha y en sus cabellos castaños, poco abundantes y sin brillo, recogidos en un apretado moño por encima de la nuca. Parecía bastante joven. Con voz entrecortada, respondió tímidamente:
-Bien, gracias.
Nos pusimos nuevamente al trote.
-¿Es una de sus pacientes? -pregunté.
Y el médico, chasqueando distraídamente el látigo, masculló:
-Solía visitar a su marido.
-Parece una criatura muy simple -comenté con desgana.
-En efecto -dijo Kennedy-. Es terriblemente pasiva. Basta mirar esas manos enrojecidas al final de unos brazos tan cortos, y esos ojos castaños, saltones y poco despiertos, para comprender la inactividad de su cerebro... una inactividad que cualquiera habría creído eternamente a salvo de todas las sorpresas de la imaginación. Pero ¿quién está a salvo de ellas? En cualquier caso, ahí donde la ves, tuvo suficiente imaginación para enamorarse. Es la hija de un tal Isaac Foster, que de modesto granjero pasó a ser pastor, y cuyas desgracias comenzaron cuando huyó para casarse con la cocinera de su padre viudo, un rico ganadero apopléjico que, presa del furor; borró su nombre del testamento y, según dicen, profirió amenazas contra su vida. Pero este viejo asunto, suficientemente escandaloso para servir de argumento en una tragedia griega, tuvo su origen en la similitud de sus caracteres. Hay otras tragedias, menos escandalosas y de un patetismo mucho más sutil, que surgen de diferencias irreconciliables y de ese miedo a lo incomprensible que siempre se cierne sobre nuestras cabezas, sobre todas nuestras cabezas...
El caballo zaino, agotado, aminoró el paso; y el cerco del sol, completamente rojo en un cielo inmaculado, se apoyó confiado en la lisa superficie de una tierra de labranza cercana al camino, tal como se lo había visto hacer innumerables veces en el mar, allá en el lejano horizonte. El monótono color pardo de los campos arados brillaba con un tinte rosáceo, como si los terrones desmenuzarlos hubieran sudado en diminutas perlas de sangre el trabajo de incontables labradores. Un carro tirado por dos caballos avanzaba lentamente por la cima, dejando un pequeño bosque a su costado. Por encima de nuestras cabezas, se recortaba contra el horizonte sobre la luz rojiza del sol, triunfalmente grande, inmenso, como una cuadriga de gigantes tirada por dos parsimoniosos corceles de proporciones legendarias. Y la torpe silueta del hombre que caminaba penosamente delante del primer caballo se perfilaba sobre el infinito con heroica rusticidad. El extremo de su látigo se agitaba en las alturas, en medio del azul del cielo.
-Es la hija mayor de una familia muy numerosa -señaló Kennedy-. A los quince años, la enviaron a servir en una granja llamada New Barns. Yo era el médico de la señora Smith, la mujer del arrendatario, y fue allí donde conocí a la joven. La señora Smith, una mujer elegante de nariz aguileña, le hacía vestirse de negro todas las tardes. No sé qué me impulsó a fijarme en ella. Hay rostros que nos llaman la atención por una extraña falta de definición en sus rasgos, de igual modo que, caminando en medio de la niebla, miramos con atención una forma borrosa que, al final, puede ser algo tan poco singular e inesperado como un poste indicador. La única peculiaridad que percibí en ella fue su ligera vacilación a la hora de expresarse, una especie de tartamudeo inicial que desaparecía en cuanto pronunciaba la primera palabra. Cuando se dirigían a ella con brusquedad, tendía a enfadarse; pero era sumamente bondadosa. Jamás se le había oído criticar a nadie y trataba con ternura a cualquier ser viviente. Quería con verdadera devoción a la señora Smith, al señor Smith, a sus perros, gatos y canarios; y, en cuanto al loro gris de la señora Smith, sus peculiaridades ejercían sobre ella una poderosa fascinación. Sin embargo, cuando ese extravagante pájaro fue atacado por el gato y gritó pidiendo ayuda con voz humana, ella se apresuró a huir al patio tapándose los oídos, en vez de impedir que se perpetrara el crimen. Para la señora Smith aquello era otra prueba de su estupidez; aunque la falta de atractivo de la joven, dada la ligereza de su marido, resultaba muy recomendable. Sus ojos miopes se llenaban de lágrimas cuando veía un pobre ratón atrapado en una ratonera, y, en cierta ocasión, unos niños la habían encontrado de rodillas en la hierba mojada ayudando a un sapo en dificultades. Si es verdad, como ha dicho algún alemán, que sin fósforo no hay pensamiento
**, aún lo es más que no hay bondad sin cierta dosis de imaginación. Y ella la tenía... incluso más de la necesaria para comprender el sufrimiento y compadecerse de él. Se enamoró en unas circunstancias que no dejan la menor duda al respecto; pues se necesita imaginación para formarse un ideal de belleza, y todavía más para descubrirlo bajo una forma poco común.
»Cómo adquirió esa cualidad, y qué supo avivarla, es un misterio inescrutable. La joven había nacido en el pueblo, y jamás había ido más allá de Colebrook o quizá de Darnford. Vivió cuatro años con los Smith. New Barns es una granja apartada, a una milla de la carretera, y ella se contentaba con mirar día tras día los mismos prados, cerros y hondonadas; los mismos árboles y setos vivos; los rostros de los cuatro hombres que trabajaban en la granja, siempre los mismos... día tras día, mes tras mes, año tras año. Nunca mostró el menor interés por conversar, y mi impresión es que no sabía sonreír. Algunas tardes de domingo, cuando el tiempo era bueno, se ponía su mejor vestido, un par de botas resistentes y un enorme sombrero gris con una pluma negra (la he visto personalmente así ataviada), cogía una sombrilla ridículamente fina, saltaba dos vallas y recorría tres campos y doscientas yardas de carretera... Jamás iba más lejos. Allí estaba la cabaña de los Foster. Ayudaba a su madre a preparar el té de los más pequeños, fregaba los platos, daba un beso a los niños y volvía a la granja. Eso era todo. Todo el descanso, todo el cambio, todo el esparcimiento. No parecía desear nada más. Y entonces se enamoró. Se enamoró silenciosa, obstinada... tal vez irremediablemente. Fue un sentimiento que la invadió poco a poco, pero que acabó dominándola como un poderoso hechizo; fue un amor como se entendía en la Antigüedad: un impulso irresistible y fatídico... ¡una posesión! Sí, era su destino obsesionarse y dejarse embrujar por un rostro, por una presencia, funestamente, como una adoradora pagana de la forma bajo un cielo luminoso... para terminar despertando de ese misterioso olvido de sí misma, de ese encantamiento, de ese éxtasis, a causa de un miedo muy similar al inexplicable terror de un animal...
Con el sol ocultándose por el oeste, los extensos pastizales enmarcados por los escarpes del terreno más elevado cobraban un aspecto maravilloso y sombrío. Una sensación de profunda tristeza, muy semejante a la inspirada por unos acordes graves de música, se desprendía del silencio de los campos. Los hombres con que nos cruzábamos pasaban lentamente, sin sonreír, con los ojos en el suelo, como si la melancolía de una tierra oprimida hubiera añadido peso a sus pies, y hubiese inclinado sus espaldas y abatido su mirada.
-Sí -dijo el médico, cuando oyó mi observación-, es como si esta tierra estuviera maldita, pues, de todos sus hijos, los más apegados a ella son de cuerpo tosco y andar pesado, como si llevaran los corazones llenos de cadenas. Pero aquí, en este mismo camino, habría podido ver, entre todos esos hombres tan fornidos, a no ser delgado, ágil y esbelto, derecho como un pino, con algo en su porte que parecía luchar por elevarse, como si su corazón rebosara optimismo. Es posible que sólo fuera la intensidad del contraste, pero cuando se cruzaba con uno de esos aldeanos, las plantas de sus pies no parecían rozar el polvo del camino. Saltaba las cercas, y subía y bajaba esas cuestas con unas zancadas largas y elásticas que le hacían reconocible a una gran distancia, y sus ojos eran negros y brillantes. Era tan diferente a cuantos le rodeaban, con sus movimientos ágiles, su mirada dulce... incluso un poco temerosa..., su tez aceitunada y su figura grácil, que yo tenía la impresión, al verlo, de que su naturaleza era la de una criatura de los bosques. Vino de allí.
El médico señaló con el látigo, y, desde lo más alto del declive, por encima de las copas onduladas de los árboles de un parque situado junto a la carretera, apareció la superficie del mar muy por debajo de nosotros, semejante al suelo de un gigantesco edificio en el que hubieran insertado bandas de oscuras ondas, con estelas brillantes y armoniosas que desaparecían en una franja de agua cristalina al pie del cielo. La tenue humareda que salía de un invisible barco de vapor se desvanecía en la inmensa claridad del horizonte, como un aliento que empañara un espejo; y cerca de la costa, las velas blancas de un barco de cabotaje, que parecían desplegarse lentamente bajo las ramas, ondeaban libres del follaje de los árboles.
-¿Naufragó en la bahía? -pregunté.
-Sí, era un naufrago. Un pobre emigrante centroeuropeo con desligo a América, que fue arrastrado por las olas hasta la orilla en medio de una tempestad. Y para él, que no sabía nada del mundo, Inglaterra era un lugar desconocido. Pasó cierto tiempo antes de que conociera el nombre de este país; y no me extrañaría que hubiera temido encontrar bestias salvajes y hombres feroces cuando, arrastrándose en la penumbra por el espigón, cayó rodando en una acequia donde fue un nuevo milagro que no se ahogara. Pero luchó instintivamente como un animal atrapado en una red, y aquella ciega contienda lo arrojó fuera del agua Debía ser más duro de lo que parecía para sobrevivir a semejantes golpes, a sus violentos esfuerzos, y a tanto miedo. Algún tiempo después, en un inglés rudimentario curiosamente similar al que habla un niño, me contó que se había encomendado a Dios, convencido de que no seguía en este mundo. Y, en realidad -añadía-, ¿cómo iba a saberlo? Logró abrirse paso a gatas en medio de la lluvia y del temporal, y avanzó a rastras hasta unas ovejas que se amontonaban al socaire de un seto. Estas se alejaron corriendo en todas direcciones, balando en la oscuridad, y él acogió con alegría el primer sonido familiar que oía en aquellas costas. Debían de ser las dos de la madrugada. Y es todo cuanto sabemos del modo en que llegó, aunque no puede decirse que lo hiciera solo. Pero su pavorosa compañía no empezó a aparecer en la orilla hasta muy avanzado el día.
El médico cogió las riendas, chasqueó la lengua y bajamos trotando la colina. Después de doblar, casi en seguida, la pronunciada esquina de High Street, avanzamos traqueteando por el empedrado y nos detuvimos ante su casa.
Al caer la noche, saliendo del abatimiento en que parecía haberse sumido, Kennedy reanudó su historia. Mientras fumaba su pipa, paseaba de un lado a otro de la habitación. Una pequeña lámpara proyectaba su luz sobre los papeles del escritorio; sentado junto a la ventana abierta, yo contemplaba, después de aquel día abrasador y sin viento, el frío esplendor de un mar brumoso inmóvil bajo la luna. Ni un murmullo, ni el ruido de algo que cayera al agua, ni el movimiento de un guijarro, ni una pisada, ni un suspiro, surgían de la tierra a nuestros pies... ninguna señal de vida, excepto la fragancia de los jazmines trepadores. Y la voz de Kennedy, a mis espaldas, atravesaba el ancho marco de la ventana antes de desvanecerse en la fría y maravillosa quietud del exterior.
-Los relatos de viejos naufragios nos hablan de grandes sufrimientos. A menudo los náufragos se salvaban de morir ahogados para perecer ignominiosamente de hambre en algún árido lugar de la costa; otros sufrían una muerte violenta o se veían convertidos en esclavos, y pasaban largos años de existencia precaria entre gentes que desconfiaban de ellos, los odiaban o temían por el mero hecho de ser extranjeros. Leer estas cosas nos inspira una gran lástima. Es duro para un hombre encontrarse en una tierra extraña, indefenso, sin nadie que comprenda su lengua, procedente de un misterioso país en algún rincón recóndito de la tierra. Pero de todos esos viajeros que han naufragado en los lugares más salvajes de la tierra, no hay uno solo, en mi opinión, que tuviera un destino tan trágico como el hombre del que hablo, el más inocente de ellos, arrojado por el mar en la ensenada de esta bahía, casi a la vista desde esta ventana.
»No conocía el nombre de su barco. Y con el tiempo descubrimos que ni siquiera sabía que los barcos tenían nombre... como "los cristianos"; y, cuando apareció el mar ante sus ojos, desde lo alto de la colina de Talfourd, su mirada se perdió en la lontananza, desbordante de asombro, como si jamás lo hubiera contemplado antes. Y es muy probable que así fuera. Según entendí, lo habían metido a empujones con otros muchos en un barco de emigrantes en la desembocadura del Elba, demasiado aturdido para observar lo que le rodeaba, demasiado triste para ver nada, demasiado angustiado para interesarse. Antes de zarpar, los bajaron al entrepuente y los dejaron allí encerrados. Era un camarote de escasa altura con mamparos y baos de madera -explicaba él-, como los de su tierra, aunque se entraba por una escalera. Era un lugar muy espacioso, muy frío, húmedo y lóbrego, y tenía unas extrañas cajas de madera donde debían dormir los emigrantes, uno encima de otro, y que siempre se balanceaban en todos los sentidos. Subió como pudo a una de ellas y se tumbó vestido, con la misma ropa que llevaba al salir de casa muchos días antes, sin separarse de su bastón y de su fardo. La gente se quejaba, los niños lloraban, el techo goteaba, las luces se apagaban, los mamparos crujían y todo se zarandeaba de tal modo que nadie se atrevía a levantar la cabeza. Había perdido el contacto con su único compañero (un joven del mismo valle, según nos contó) y siempre se oía en el exterior el rugido del viento y unos fuertes golpes: "¡bum! ¡bum! ". Se había mareado de un modo espantoso, hasta el punto de olvidar sus plegarias. Además, era imposible saber si era de día o de noche. En aquel lugar nunca parecía amanecer.
»Antes de embarcarse, había viajado largo tiempo en ferrocarril. Miraba por la ventanilla, que tenía un cristal maravillosamente transparente, y tenía la impresión de que los árboles, las casas, los campos y los interminables caminos volaban a su alrededor hasta que la cabeza empezaba a darle vueltas. Me dio a entender que, en su recorrido, había visto ingentes multitudes... naciones enteras... ricamente ataviadas. En una ocasión le obligaron a salir del vagón y tuvo que dormir una noche sobre un banco en una casa de ladrillo, con el fardo debajo de la cabeza; y, en otra, pasó muchas horas sentado en un empedrado, dormitando con las rodillas en alto y el fardo entre los pies. El techo parecía de cristal, y era tan elevado que el pino de montaña más gigantesco que había visto en su vida habría tenido espacio para crecer bajo él. Máquinas de vapor entraban por un extremo y salían por el otro. Había mas gente aglomerada de la que rodea, en un día de fiesta, a la milagrosa Imagen Sagrada en el patio del convento carmelita de las llanuras, donde, antes de partir, había llevado en carro a su madre, una piadosa anciana que quería rezar y suplicar a Dios que lo protegiera. Fue incapaz de explicarme lo grandioso que era aquel lugar, su estrépito, humo y oscuridad, el estruendo de los hierros, pero alguien le dijo que se llamaba Berlín. Luego sonó una campana, y llegó otra máquina de vapor, y volvieron a llevarle millas y millas a través de una tierra que resultaba tedioso contemplar, pues siempre era llana y no se alzaba en ella ni la más pequeña colina. Hubo de pasar otra noche encerrado en un edificio que recordaba a un buen establo, con un lecho de paja en el suelo, vigilando su fardo entre un grupo muy numeroso de hombres, ninguno de los cuales entendía una sola palabra de lo que él decía. Por la mañana, los condujeron hasta las orillas pedregosas de un río de lodo, extraordinariamente ancho, que no discurría entre colinas sino entre casas que parecían inmensas. Una máquina de vapor se deslizaba sobre el agua, y los metieron en ella, muy apretados, pero ahora iban acompañados de muchas mujeres y niños que armaban bastante ruido. Caía una lluvia muy fría, el viento azotaba su rostro; estaba calado hasta los huesos y le castañeteaban los dientes. Él y el joven de su mismo valle se cogieron de la mano.
»Pensaban que los llevarían directamente a América, pero la máquina de vapor chocó contra el costado de algo que le recordó a una gigantesca casa flotante. Las paredes eran negras y lisas, y en su tejado parecían crecer árboles desnudos en forma de cruz, increíblemente altos. Esa fue su impresión, pues jamás había visto un barco antes. Aquella era la nave que les trasladaría a América. Se oían gritos, todo se balanceaba; había una escala que subía y bajaba. Trepó por ella con sumo cuidado, con un miedo terrible de caerse al agua, que les salpicaba con violencia. Se vio separado de su compañero y, cuando descendió a los abismos de aquel barco, se le encogió el corazón.
»También fue entonces, según me explicó, cuando perdió el contacto para siempre con uno de aquellos tres hombres que, el verano anterior, habían recorrido con él todas las pequeñas aldeas de las estribaciones de su región. Llegaban en una carreta los días de mercado, e instalaban una especie de oficina en alguna posada o en casa de otro judío. Eran tres, y uno de ellos, con una larga barba, tenía un aspecto muy venerable; llevaban unos cuellos rojos y unos galones dorados en las mangas, como los funcionarios del gobierno. Se sentaban altaneros tras una mesa muy larga; y en el cuarto contiguo, a fin de que la gente ordinaria no pudiera enterarse, guardaban una ingeniosa máquina de telegrafiar que les permitía hablar con el emperador de América. Los padres se quedaban merodeando junto a la puerta, pero los jóvenes de las montañas se agolpaban frente a la mesa haciendo toda clase de preguntas, pues en América había trabajo durante todo el año, por tres dólares diarios, y no se hacía el servicio militar.
»Pero el káiser americano no admitía a todo el mundo. ¡Ah, no! Él mismo tuvo grandes dificultades para ser aceptado, y el hombre venerable del uniforme se vio obligado a abandonar la habitación varias veces para telegrafiar en su nombre. El káiser americano lo contrató finalmente por tres dólares, ya que era joven y fuerte. Sin embargo, muchos jóvenes muy capaces se echaron atrás, temerosos de la enorme distancia que los separaba; además, sólo podían marcharse los que tenían dinero. Algunos vendieron sus cabañas y sus tierras, pues era muy costoso trasladarse a América; pero luego, en cuanto llegabas, conseguías tres dólares diarios, Y si eras listo, podías encontrar lugares donde se sacaba auténtico oro del suelo. En casa de su padre vivía demasiada gente. Dos de sus hermanos se habían casado y tenían hijos. Prometió enviarles dinero desde América dos veces al año. Su padre vendió a un posadero judío una vaca vieja, dos ponis pintos criados por él, y un buen terreno para pastar en una soleada ladera cubierta de pinos, con el fin de pagar a los hombres del barco que llevaban gente a América para enriquecerse en seguida.
»Debía de tener madera de aventurero, pues ¡cuántas de las gestas más gloriosas han empezado en este mundo con ese trueque de la vaca paterna por el espejismo de un oro muy lejano! He ido explicándole a usted más o menos con mis palabras lo que descubrí de forma fragmentaria a lo largo de dos o tres años, en los que casi nunca desaproveché la oportunidad de conversar amigablemente con él. Me contó sus aventuras entre numerosos destellos de sus dientes blancos y el alegre fulgor de sus ojos negros; al principio, con una especie de inquieto balbuceo infantil, y más tarde, cuando ya aprendió nuestro idioma, con enorme fluidez, pero siempre con aquella entonación suave y melodiosa, además de vibrante, que confería un poder singularmente intenso al sonido de las palabras inglesas más familiares, como si hubieran sido vocablos de una lengua misteriosa. Y siempre terminaba moviendo con énfasis la cabeza, recordando con horror cómo se le encogió el corazón nada más pisar la cubierta del barco. Después pareció atravesar un período en blanco, al menos en lo que se refiere a los hechos. No hay duda de que debió sentirse terriblemente mareado e infeliz... aquel tierno y apasionado aventurero, alejado así de cuanto conocía, condenado a la más amarga soledad mientras yacía en su litera de emigrante; pues su naturaleza era tremendamente sensible. Lo siguiente que sabemos de él con certeza es que estuvo escondido en la pocilga de Hammond junto al camino de Norton, a unas seis millas del mar a vuelo de pájaro. No quería hablar de las experiencias que siguieron a su llegada: parecían haber dejado en su alma una oscura huella de asombro e indignación. Gracias a los rumores que circularon bastantes días después de su llegada, sabemos que los pescadores al oeste de Colebrook se sintieron inquietos y asustados por los fuertes golpes que oyeron en las paredes de sus cabañas, y por una voz aguda que gritaba palabras ininteligibles en medio de la noche. Algunos de ellos llegaron a salir de sus casas, pero sin duda él huyó asustado al oír las voces hoscas y airadas con que se llamaban unos a otros en la oscuridad. Una especie de arrebato debió de ayudarle a subir por la empinada colina de Norton. Es evidente que era él a quien el carretero Brenzett había visto, al día siguiente muy temprano, tendido en la hierba (desvanecido, según creo) junto al camino; y lo cierto es que se apeó para mirarlo de cerca, pero retrocedió intimidado ante su total inmovilidad, y ante el aspecto extraño de aquel vagabundo que dormía tan tranquilo bajo el aguacero. Unas horas después, algunos niños entraron corriendo en la escuela de Norton, tan atemorizados que la maestra tuvo que salir e increpar a un "hombre horrible" que se encontraba en el sendero. Él se alejó unos pasos, bajando la cabeza, y luego escapó corriendo a una velocidad extraordinaria. El conductor del carro de la leche del señor Bradley contó a todo el mundo que había azotado con su látigo a una especie de gitano peludo que, saltando al camino en un recodo cerca de los Vents, trató de agarrar las riendas del pony. Y le dio de lleno en la cara, según dijo, pues, en menos tiempo del que él había tardado en saltar, lo dejó tirado en el barro; aunque luego tardó más de media milla en conseguir que su pony parara. Tal vez en sus desesperados esfuerzos por obtener ayuda, y en su necesidad de comunicarse con alguien, el pobre diablo había intentado detener el carro. Tres muchachos confesaron, asimismo, haber arrojado piedras a un vagabundo muy extraño que, completamente empapado y lleno de barro, andaba como si estuviera borracho en el estrecho sendero que discurre entre los hornos de cal. Todo eso fue la comidilla de tres pueblos durante días; Pero tenemos el testimonio irrefutable de la señora Finn (la mujer del carretero de Smith), que aseguró haberlo visto saltar el muro de la pocilga de Hammond y dirigirse tambaleante hacia ella, farfullando algo con una voz que habría bastado para aterrorizar a cualquiera. Como llevaba a su bebé en el cochecito, la señora Finn le gritó que se alejara, pero, ante su insistencia en acercarse, ella le dio un valiente paraguazo en la cabeza y, sin volver la vista atrás, corrió como alma que lleva el diablo con su cochecito hasta el pueblo. Entonces se detuvo sin aliento y le contó lo sucedido al viejo Lewis, que estaba picando un montón de piedras; y el anciano, quitándose las enormes gafas negras de metal que protegían sus ojos, logró enderezarse con sus temblorosas piernas para mirar dónde ella señalaba. Los dos siguieron con la vista la figura del hombre corriendo por el campo; lo vieron tropezar, levantarse y echar a correr de nuevo, tambaleándose y agitando sus largos brazos por encima de la cabeza, en dirección a la granja New Barns. Fue entonces cuando cayó en las redes de su sombrío y trágico destino. No existe ninguna duda de lo que le ocurrió a continuación. Ahora lo sabemos con certeza: el intenso terror de la señora Smith; la firme convicción de Amy Foster, a pesar del ataque de nervios de su ama, de que aquel hombre "no quería hacer daño a nadie"; la exasperación de Smith, al regresar del mercado de Darnford y encontrar que el perro ladraba desesperado, que la puerta trasera estaba cerrada con llave y que su mujer sufría un ataque de histeria; y todo por un pobre y sucio vagabundo que, según creían, continuaba escondido en el granero. ¿Sería cierto? Ya le enseñaría él a no asustar a las mujeres.
»Smith tiene fama de irascible, pero la visión de una extraña criatura cubierta de fango, sentada entre un montón de paja suelta con las piernas cruzadas y balanceándose de un lado a otro como un oso enjaulado, le hizo detenerse. Entonces el vagabundo se levantó silenciosamente ante él, una masa de barro y suciedad de la cabeza a los pies. Smith, solo en el granero con aquella aparición, mientras los ladridos furiosos del perro resonaban en medio del tormentoso anochecer, se estremeció de miedo ante algo desconocido e inexplicable. Pero cuando aquel ser, apartando con sus manos mugrientas las greñas que le caían sobre el rostro, al igual que se separan las dos mitades de un cortinaje, lo miró con ojos brillantes, extraviados, blanquinegros, el misterio que rodeaba aquel mudo encuentro lo dejó paralizado. Posteriormente reconoció (pues esta historia ha sido muy comentada) haber retrocedido más de un paso. Más tarde, un torrente de palabras atropelladas y sin sentido le persuadió de que tenía ante sí a un lunático escapado del manicomio. De hecho, esa impresión jamás llegó a borrársele del todo. En su fuero interno, Smith sigue convencido de que aquel hombre estaba loco.
»Cuando la criatura se le acercó, hablando de un modo ininteligible, Smith (sin saber que se dirigía a él como "noble caballero" y que estaba suplicándole cobijo y alimento por el amor de Dios) le contestó firme y pausadamente mientras retrocedía hacia el otro patio. Finalmente, cuando se le presentó la oportunidad, se arrojó inesperadamente sobre él y lo metió a empujones en la leñera, echando el cerrojo. Acto seguido, se enjugó la frente, a pesar del frío. Había cumplido con su deber para con la comunidad al encerrar a un maníaco vagabundo y probablemente peligroso. Smith no es un hombre malo en absoluto, pero en su cerebro no cabía otra idea que la de la locura. Le faltaba imaginación para preguntarse si aquel hombre no estaría muriéndose de hambre y de frío. Mientras tanto, el maníaco armó, al principio, un ruido espantoso en la leñera. La señora Smith gritaba en el piso de arriba, donde se había encerrado en su dormitorio; y Amy Foster sollozaba de un modo lastimero en la puerta de la cocina, retorciéndose las manos y murmurando: "¡No lo haga, no lo haga!". Supongo que Smith lo pasó mal aquella velada entre los chillidos de su mujer y el llanto de su criada; y aquella voz enajenada y perturbadora al otro lado de la puerta aumentó su irritación. Era imposible que pudiera relacionar al desagradable lunático con el naufragio de un barco en Eastbay, del que habían circulado rumores en el mercado de Darnford. Y supongo que el hombre de la leñera había estado muy cerca de perder el juicio aquella noche. Antes de que su agitación desapareciera y perdiese el conocimiento, estuvo lanzándose violentamente contra todo en medio de la oscuridad, tropezándose con unos sacos mugrientos y mordiéndose los puños de rabia, frío, hambre, asombro y desesperación.
»Se trataba de un nativo de la cordillera oriental de los Cárpatos, y el buque hundido la noche anterior en Eastbay había zarpado de Hamburgo lleno de emigrantes y era el Herzogin Sophia-Dorothea, de infausta memoria.
»Unos meses después, supimos por los periódicos de la existencia de las fraudulentas "agencias de emigración" que actuaban entre los campesinos eslavos de las regiones más remotas de Austria. El objetivo de aquellos rufianes era apoderarse de las granjas y caseríos de aquellas gentes pobres e ignorantes, y estaban confabulados con los usureros locales. Casi siempre embarcaban a sus víctimas en Hamburgo. En cuanto al barco, lo había visto yo entrar en la bahía desde esta misma ventana, una tarde gris y amenazadora, ciñendo al viento corto de trapo. Llegó al fondeadero marcado en la carta, frente a la estación de los guardacostas de Brenzett. Recuerdo que, antes de caer la noche, volví a contemplar las siluetas de su arboladura y de su jarcia, que se recortaban negras y puntiagudas sobre un fondo de nubes desgarradas color pizarra y, más a la izquierda, la aguja más fina del campanario de Brenzett Al oscurecer, el viento arreció. Al llegar la medianoche, oí desde la carpa el estruendo de sus terribles ráfagas acompañadas de una lluvia torrencial.
»Fue más o menos a esa hora cuando los guardacostas creyeron ver las luces de un vapor en el fondeadero. De pronto desaparecieron; pero es ostensible que algún otro buque había intentado refugiarse en la bahía aquella noche infernal de escasa visibilidad, había abordado al barco alemán por el través (abriéndole una grieta, según me contó después uno de los buzos, «por la que habría podido pasar una gabarra del Támesis»), y había vuelto a marcharse intacto o dañado, nadie lo sabe; pero había salido de la bahía, ignoto, sigiloso, fatídico, para perecer misteriosamente en el mar. Jamás volvió a saberse nada de él, a pesar del revuelo que se levantó en todo el mundo, y que habría terminado por encontrarlo si hubiera seguido navegando en algún lugar sobre la superficie de las aguas.
»Ni una sola pista y un cauteloso silencio, como el de un crimen cuidadosamente perpetrado, fueron las características de aquella horrible tragedia que, como quizá recuerdes, se hizo tristemente célebre. El viento habría impedido que los gritos más desgarradores llegaran a la costa; es evidente que nadie tuvo tiempo de avisar del peligro. La muerte llegó sin el menor ruido. El navío de Hamburgo, inundándose de golpe, volcó al tiempo que se hundía, y, al amanecer, no asomaba por encima del agua ni la perilla del más alto de sus mástiles. Los guardacostas lo echaron en falta, como es natural, y al principio pensaron que había garreado o que su cadena se había roto durante la noche, y que el viento lo había empujado mar adentro. Más tarde, al cambiar la marea, el casco hundido debió de moverse un poco y liberar algunos de los cuerpos, pues el cadáver de una niña (una pequeña de cabellos rubios con un vestido rojo) llegó a la orilla delante de la torre de defensa. Por la tarde pudieron verse, a lo largo de tres millas de playa, unas figuras negras de piernas desnudas que aparecían y desaparecían entre la espuma revuelta; y hombres de aspecto tosco, mujeres de facciones endurecidas y niños, casi siempre rubios, fueron conducidos, rígidos y empapados, en parihuelas, zarzos y escaleras, en larga procesión más allá de la Posada del Barco, para ser colocados en una hilera bajo el muro norte de la iglesia de Brenzett.
»Oficialmente, lo primero que llegó a tierra procedente de aquel buque fue el cadáver de la niña del vestido rojo. Pero tengo algunos pacientes entre los marineros que habitan al oeste de Colebrook y, extraoficialmente, me dijeron que, a primeras horas de la mañana, dos hermanos que habían bajado a mirar su barca de pesca, varada en la playa, habían encontrado en la arena, a bastante distancia de Brenzett, el típico gallinero de barco con once patos ahogados en su interior. Sus familias se comieron las aves y con la ayuda de un hacha, hicieron leña del gallinero. Es posible que un hombre (suponiendo que estuviera en cubierta en el momento del accidente) consiguiera llegar a la orilla agarrado a aquella enorme jaula de madera. Podría ser. Reconozco que es poco probable, pero allí estaba el hombre... y durante días, mejor dicho, durante semanas... ni se nos pasó por la cabeza que tuviéramos con nosotros al único superviviente de la tragedia. Ni siquiera él, cuando aprendió a hablar de un modo inteligible, podía explicarnos lo ocurrido. Recordaba que se había sentido mejor (después de que el barco fondeara, supongo) y que la oscuridad, el viento y la lluvia lo habían dejado sin aliento. Eso parecía indicar que pasó algún tiempo en cubierta aquella noche. Mas no debemos olvidar que le habían alejado de cuanto conocía, que había estado cuatro días mareado y con las escotillas cerradas en el entrepuente, que no tenía la menor idea de lo que era un barco o el mar y, por ese motivo, no podía entender con claridad lo que le sucedía. Sabía bien lo que era la lluvia, el viento y la oscuridad; reconocía el balido de las ovejas, y recordaba la sensación de desamparo y sufrimiento que había experimentado, su desconsuelo y su asombro ante el hecho de que nadie pareciera verlo ni entenderlo, su consternación al no encontrar más que hombres enojados y mujeres furiosas. Es cierto que se había acercado a ellos como un pordiosero, decía; pero en su tierra, incluso cuando no daban limosna, se dirigían a los mendigos con amabilidad. A los niños de su país no se les enseñaba a tirar piedras a quienes imploraban compasión. La estrategia adoptada por Smith lo dejó completamente anonadado. La leñera presentaba el aspecto siniestro de una mazmorra. ¿Qué iban a hacerle a continuación?... No es de extrañar que Amy Foster apareciera ante sus ojos con la aureola de un ángel de luz. La joven no había podido conciliar el sueño pensando en aquel desdichado y, por la mañana, antes de que los Smith se levantaran, se deslizó fuera de la casa por el patio trasero. Entreabriendo la puerta de la leñera, miró en su interior y tendió al hombre media hogaza de pan blanco... "un pan que en mi país sólo comen los ricos", solía decir.
»Al ver esto, se puso lentamente en pie entre todos aquellos desperdicios, entumecido, hambriento, tembloroso, abatido e indeciso.
»¿Puede usted comer esto? -preguntó ella, con su voz dulce y tímida.
»El debió de creer que era una "noble dama". Devoró el pan y sus lágrimas caían sobre la corteza. Súbitamente, dejó de comer, agarró la muñeca de la joven y le besó la mano. Amy Foster no se asustó. A pesar del estado lamentable en que se hallaba, se había dado cuenta de lo guapo que era. La muchacha cerró la puerta y regresó sin prisa a la cocina. Más tarde, se lo contó todo a la señora Smith, que se estremeció ante la mera idea de que aquella criatura pudiese tocarla.
»Gracias a este acto impulsivo de piedad, él volvió a formar parte de la sociedad humana en aquel nuevo entorno. Jamás lo olvidó... jamás.
»Esa misma mañana, el viejo señor Swaffer (el vecino de Smith) se acercó para dar su opinión y terminó llevándose al joven a su casa. Éste esperó en pie dócilmente, con piernas temblorosas y cubierto de un barro endurecido, mientras los dos hombres hablaban a su lado en una lengua ininteligible. La señora Smith se había negado a bajar del piso superior hasta que aquel loco abandonara la granja; Amy Foster, desde el interior de la sombría cocina, los contemplaba a través de la puerta trasera, que había dejado abierta; y él se esforzaba por obedecer las señas que le hacían. Pero Smith se mostraba de lo más desconfiado.
»-¡Tenga cuidado, señor! Quizá nos esté engañando... -advirtió varias veces a su vecino.
»Cuando el señor Swaffer puso en marcha su yegua, la debilidad del lastimoso ser sentado humildemente a su lado era tan grande que estuvo a punto de caerse hacia atrás desde lo alto del carruaje de dos ruedas. Swaffer lo llevó directamente a su casa. Y es entonces cuando yo entro en escena.
»Mi presencia fue requerida del modo más sencillo: cuando acerté a pasar por allí, el anciano me hizo señas con el dedo índice desde la verja de entrada. Como es natural, me apeé.
»-Hay algo que quiero enseñarle -farfulló, conduciéndome hasta un edificio anexo, a escasa distancia de otras dependencias de su granja.
»Fue allí donde lo vi por primera vez, en una habitación muy larga de techo bajo dentro de aquella especie de cochera. Estaba casi vacía y tenía las paredes encaladas; al fondo, había una pequeña abertura cuadrada con un vidrio rajado y polvoriento. El hombre estaba tumbado boca arriba sobre un jergón de paja; le habían proporcionado un par de mantas de caballo, y parecía haber agotado las escasas fuerzas que le quedaban en lavarse. Apenas podía hablar; su respiración agitada bajo las mantas que lo cubrían hasta la barbilla, y sus ojos febriles e inquietos, me recordaron a un ave salvaje atrapada en una red. Mientras lo examinaba, el viejo Swaffer esperó silencioso en la puerta, pasándose las yemas de los dedos por su afeitado labio superior. Le di una serie de instrucciones, prometí enviarle un frasco de medicina y, como es natural, le hice algunas preguntas.
»-Smith lo atrapó en el granero de New Barns -respondió lentamente el anciano sin inmutarse, como si el joven fuera una especie de animal salvaje-. Así fue como llegó hasta mí. Toda una rareza, ¿verdad? Y ahora dígame, doctor... usted que ha recorrido el mundo... ¿cree que puede ser hindú?
»Yo estaba muy sorprendido. Sus cabellos largos y negros esparcidos sobre la paja contrastaban con la palidez olivácea de su rostro. Se me ocurrió pensar que podía ser vasco. Eso no significaba que entendiera forzosamente español; pero le dije las pocas palabras que conozco en ese idioma, y luego repetí el experimento en francés. Los susurros que le oí proferir al acercar mi oreja a sus labios me dejaron completamente perplejo. Aquella tarde, cuando las hijas del rector (una de ellas leía a Goethe con un diccionario, y la otra había luchado con Dante durante años) vinieron a visitar a la señorita Swaffer, pusieron a prueba su alemán y su italiano con él desde la puerta. Se batieron en retirada ligeramente asustadas ante el torrente de apasionadas palabras con que, dándose la vuelta en su jergón, les respondió. Las dos reconocieron que el sonido era agradable, suave, melodioso... pero que, tal vez unido a su extraño físico, resultaba sobrecogedor... tan vehemente, tan distinto a cuanto habían oído antes. Los niños del pueblo subieron la loma para asomarse a la pequeña abertura cuadrada. Todos se preguntaban qué haría el señor Swaffer con él.
»Se limitó a dejarle vivir allí.
»A Swaffer le habrían tachado de excéntrico si no hubiera sido un hombre tan respetado. Cualquier lugareño le dirá que el señor Swaffer se queda levantado hasta las diez de la noche leyendo libros, y que es capaz de extender un cheque de doscientas libras sin pestañear. Añadirá que los Swaffer han sido dueños de las tierras que unen este pueblo con Darnford desde hace trescientos años. En la actualidad, debe de tener ochenta y cinco años, pero no parece haber envejecido nada desde que llegué. Es un magnífico criador de ovejas y un conocido tratante de ganado. No se pierde un solo día de mercado en muchas millas a la redonda, aunque el tiempo sea malo, y se inclina sobre las riendas cuando guía su carruaje, con el lacio cabello gris ondulándose sobre el cuello de su grueso abrigo, y una manta verde de cuadros escoceses sobre las piernas. La serenidad que dan los años añade solemnidad a su porte. No lleva barba ni bigote; sus labios son finos y delicados; algo rígido y monacal en sus facciones confiere cierta nobleza a su rostro. Se sabe que ha recorrido millas bajo la lluvia para contemplar una nueva variedad de rosa en un jardín, o una col gigante cultivada por un granjero. Le encanta oír hablar o ver algo que considere "extranjero". Quizá por ese motivo el viejo Swaffer cobijó a aquel desconocido. Quizá fue únicamente un absurdo capricho. Sólo sé que tres semanas después divisé al lunático de Smith cavando el huerto de Swaffer. Habían descubierto que sabía usar una pala. Trabajaba descalzo.
»El pelo negro le caía sobre los hombros. Supongo que fue Swaffer quien le había dado la vieja camisa rayada de algodón; Pero seguía llevando los pantalones de paño marrón típicos de su país (con los que había alcanzado la orilla), casi tan ceñidos como unas medias; su ancho cinturón de cuero estaba tachonado de pequeños discos de latón. Aún no se había atrevido a entrar en el pueblo. La tierra que veía le parecía muy bien cuidada, como los campos que rodean la casa de un terrateniente; el tamaño de los caballos de tiro le llenaba de asombro; los caminos le recordaban a los senderos de los jardines; y el aspecto de la gente, especialmente los domingos, expresaba opulencia. Se preguntaba por qué los adultos eran tan crueles y los niños tan descarados. Recogía su comida en la puerta trasera, la llevaba cuidadosamente con ambas manos hasta su vivienda, y sentado en el jergón, completamente solo, se santiguaba antes de saciar su hambre. Al lado de ese mismo jergón, arrodillándose cuando empezaba a anochecer en los días de invierno, rezaba en voz alta sus oraciones antes de acostarse. Siempre que veía al viejo Swaffer se inclinaba ante él con veneración, y luego se quedaba muy erguido mientras el anciano, con los dedos en el labio superior, le observaba en silencio. También saludaba con una reverencia a la señorita Swaffer, que llevaba frugalmente la casa de su padre: una mujer huesuda y ancha de espaldas, de cuarenta y cinco años, con el bolsillo lleno de llaves y unos ojos grises y severos. Era anglicana (mientras que su padre era uno de los síndicos de la Iglesia Baptista) y llevaba una pequeña cruz de acero en la cintura. Vestía siempre de riguroso luto, en recuerdo de uno de los innumerables Bradley del vecindario, al que había estado prometida veinticinco años antes: un joven granjero que se rompió el cuello mientras cazaba la víspera de su boda. Tenía el rostro impasible de los sordos, hablaba muy poco y sus labios, tan finos como los de su padre, sorprendían a veces con un gesto inesperada y misteriosamente irónico.
»Ésas eran las personas a las que él debía lealtad, y una profunda soledad parecía descender del cielo plomizo en aquel invierno sin sol. Todos los semblantes reflejaban tristeza. No podía conversar con nadie y había perdido las esperanzas de llegar a comprender lo que decían. Era como si aquellos rostros fueran de otro mundo... el mundo de los muertos..., me explicaría años después. Es un milagro que no enloqueciera. No sabía dónde estaba. En algún lugar muy lejos de sus montañas... en algún lugar al otro lado de las aguas. ¿Habría llegado a América?, se preguntaba. »De no haber sido por la cruz de acero del cinturón de la señorita Swaffer, ni siquiera habría sabido, afirmaba, si se encontraba en un país cristiano. Le lanzaba miradas furtivas y se sentía reconfortado. ¡No había nada allí parecido a su patria! La tierra y el agua eran diferentes; no había imágenes del Redentor al borde de los caminos. Incluso la hierba era distinta, y los árboles. Sólo tres viejos pinos noruegos que crecían delante de la casa de Swaffer le recordaban a su país. En una ocasión lo habían visto, después del anochecer, con la frente apoyada en uno de sus troncos, sollozando y hablando solo. En aquella época, según decía, habían sido como hermanos para él. Todo lo demás era desconocido. Piense en el horror de una vida ensombrecida y dominada por las realidades cotidianas, como si fueran imágenes de una pesadilla. Por las noches, cuando no podía conciliar el sueño, se acordaba de la muchacha que le había dado el primer pedazo de pan en aquella tierra extraña. No se había mostrado furiosa ni enojada, ni tampoco asustada. Sólo su rostro le parecía cercano en medio de aquellos semblantes impenetrables, misteriosos y mudos como los de los muertos, que poseen unos conocimientos inalcanzables para los vivos. Me gustaría saber si no fue el recuerdo de su compasión lo que evitó que se cortara el cuello. Pero supongo que soy un viejo sentimental, pues se me olvida el apego instintivo a la vida que sólo una desesperación muy poco común alcanza a derrotar.
»Realizaba cualquier trabajo que le encargaban con una inteligencia que sorprendía al viejo Swaffer. No tardó en descubrir que podía manejar el arado, ordeñar las vacas, dar de comer a los bueyes en el establo, y ayudar con las ovejas. Empezó a aprender palabras, asimismo, muy deprisa; y de pronto, una hermosa mañana de primavera, salvó de una muerte prematura a una nieta del viejo Swaffer.
»La hija menor de Swaffer está casada con Willcox, abogado y secretario del Ayuntamiento de Colebrook. Normalmente, vienen dos veces al año a pasar unos días con el anciano. Su única hija, una pequeña que, por aquel entonces, no había cumplido tres años, salió sola de la casa con su delantalito blanco y, avanzando tambaleante por la hierba de los bancales, se cayó de cabeza, desde un murete, en el abrevadero de caballos que había en el patio de abajo.
»Nuestro hombre estaba con el carretero y el arado en el campo más cercano a la casa y, mientras les ayudaba a dar la vuelta para empezar un nuevo surco, vislumbró, a través del hueco de una verja, lo que cualquiera habría creído el simple revoloteo de algo blanco. Pero tenía vista de águila, y sus ojos sólo parecían vacilar y perder su extraordinario poder ante la inmensidad del océano. Estaba descalzo y su aspecto era todo lo extraño que el corazón de Swaffer podía desear. Dejando los caballos, para inefable disgusto del carretero, cruzó a saltos la tierra labrada, y apareció súbitamente ante la madre, puso a la niña en sus brazos y se alejó a grandes zancadas.
»El abrevadero no era muy profundo; pero, de no haber tenido una vista tan extraordinaria, la pequeña habría perecido... tristemente ahogada en el lodo que había en el fondo. El viejo Swaffer se dirigió lentamente hacia el campo, esperó a que el arado llegara a su altura, miró al hombre con detenimiento y, sin decir una palabra, regresó a la casa. Pero, desde entonces, le sirvieron las comidas en la mesa de la cocina; y al principio la señorita Swaffer, toda de negro y con un rostro inescrutable, venía a ver desde la puerta de la sala cómo se santiguaba antes de comenzar. Creo que desde ese día, también Swaffer empezó a pagarle un salario fijo.
»No puedo seguir paso a paso su evolución. Se cortó el pelo, se le veía en el pueblo y por los caminos, yendo y viniendo de su trabajo como cualquier otro hombre. Los niños dejaron de gritar tras él. Se percató de las diferencias sociales, pero, durante mucho tiempo, continuó sorprendido de la pobreza de las iglesias en medio de tanta opulencia. Tampoco podía entender que estuvieran cerradas los días laborables. No había nada que robar en ellas. ¿Era para evitar que la gente rezara demasiado a menudo? La Rectoría se interesó mucho por él en aquella época, y supongo que las hijas del pastor intentaron preparar el terreno para su conversión. No consiguieron erradicar, sin embargo, su costumbre de santiguarse, aunque sí llegó a quitarse el cordel con dos diminutas medallas de cobre, una crucecita de metal y una especie de escapulario cuadrarlo que llevaba alrededor del cuello. Los colgó en la pared, al lado de su cama, y todas las noches se le oía rezar lentamente sus oraciones, con unas palabras ininteligibles y con el mismo fervor que había mostrado su anciano padre delante de toda la familia arrodillada, mayores y pequeños, todas las noches de su vida. Y, aunque vistiera pantalones de pana para trabajar, y un modesto traje blanco y negro los domingos, todos los forasteros se volvían a mirarlo cuando se cruzaban con él. Su origen extranjero había dejado en él una huella imborrable y muy especial. Con el tiempo, la gente se acostumbró a verlo. Pero jamás se acostumbró a él. Sus andares rápidos y etéreos, como si no tocara el suelo; su tez morena; su sombrero ladeado sobre la oreja izquierda; su costumbre, las noches cálidas, de llevar la chaqueta sobre un hombro, al igual que el dolmán de un húsar; su modo de saltar por encima de las cercas, como si siguiera andando normalmente y no quisiera hacer gala de su agilidad... todas esas peculiaridades, podría decirse, suscitaban el desprecio y el resentimiento de los lugareños. A ellos no se les ocurría tenderse en la hierba a la hora de cenar para contemplar el cielo. Tampoco iban por los campos cantando a gritos tristes melodías. Muchas veces oí su voz aguda desde la ladera opuesta de alguna colina por donde él conducía las ovejas; una voz alegre y aflautada, como la de una alondra, pero demasiado melancólica y humana para nuestros campos, donde sólo se oye el canto de los pájaros. E incluso yo me sobresaltaba. ¡Ah! El era diferente: inocente de corazón y lleno de una bondad que nadie parecía desear, aquel pobre náufrago era como un hombre trasplantado a otro planeta, separado de su pasado por una inmensa distancia y de su futuro por una inmensa ignorancia. Su forma de expresarse rápida y apasionada escandalizaba a todos. "Un pobre diablo muy nervioso", decían de él. Un atardecer, en la taberna de El Carruaje y los Caballos (después de haber bebido algo de whisky) disgustó a todos entonando una canción de amor de su tierra. Todos le abuchearon, y él se sintió apenado; pues Preble, el carretero cojo, Vincent, el herrero gordo, y los demás notables de la reunión, querían beber en paz su cerveza de la tarde. En otra ocasión, trató de enseñarles a bailar. Del suelo arenoso se levantaron nubes de polvo; dio un salto enorme entre las mesas de pino, entrechocó sus talones, se puso en cuclillas delante del viejo Preble, apoyándose en un solo talón y extendiendo la otra pierna, lanzó unos gritos desaforados de júbilo, se puso en pie de un salto y empezó a girar sobre un pie, chasqueando los dedos por encima de su cabeza... y un carretero desconocido que había entrado a beber empezó a soltar juramentos y se fue a la barra con su media pinta de cerveza Cuando, inesperadamente, se subió a una de las mesas y continuó bailando entre los vasos, el posadero intervino. No quería "acrobacias en su taberna". Entonces le agarraron entre varios. Como había bebido un par de vasos, el extranjero del señor Swaffer intentó protestar; lo echaron de allí a la fuerza y acabó con un ojo morado.
»Supongo que era consciente de la hostilidad que le rodeaba. Pero era un hombre fuerte... no sólo espiritual, sino también físicamente. Sólo le asustaba el recuerdo del mar, con ese terror indefinido que nos dejan las pesadillas. Su hogar estaba muy lejos; y ya no deseaba ir a América. Yo le había explicado a menudo que no hay ningún lugar en la tierra donde el oro esté a disposición del primero que se moleste en recogerlo. En ese caso, decía, ¿cómo iba a volver a casa con las manos vacías cuando habían vendido una vaca, dos ponis y un pedazo de tierra para pagarle la travesía? Sus ojos se llenaban de lágrimas y, apartándolos del intenso resplandor del mar, se tiraba boca abajo sobre la hierba. Aunque a veces, ladeándose el sombrero con aire seductor, desdeñaba mi sabiduría. Había encontrado el oro que buscaba. Era el corazón de Amy Foster, "un corazón de oro, capaz de conmoverse ante el sufrimiento ajeno", decía con absoluta convicción.
»Se llamaba Yanko. Nos había explicado que era un diminutivo de John; pero, como repetía tantas veces que era un montañés (una palabra que en el dialecto de su país sonaba muy parecida a Goorall
*), se quedó con ese apellido. Y es el único rastro de él que podrán descubrir las edades venideras en el registro matrimonial de la parroquia. Allí puede leerse "Yanko Goorall”, de puño y letra del rector. La cruz torcida con que firmó el náufrago, y cuyo trazado debió parecerle sin duda el momento más solemne de la ceremonia, es cuanto queda en la actualidad para perpetuar el recuerdo de su nombre.
»Llevaba algún tiempo cortejando a Amy Foster, desde que empezó a ser precariamente aceptado en la comunidad. Su primer paso fue comprarle una cinta de raso verde en Darnford. Era lo que se hacía en su país. Se compraba una cinta en el puesto de algún judío en un día de feria. No creo que la muchacha supiera qué hacer con ella, pero él pareció convencido de que nadie malinterpretaría sus honestas intenciones.
»Sólo cuando declaró su deseo de casarse, comprendí con claridad cuán... ¿he de decir odioso?... resultaba en toda la región, y por un centenar de razones fútiles e insignificantes. Todas las ancianas del pueblo pusieron el grito en el cielo. Smith se encontró con él cerca de su granja y juró romperle la cabeza si volvía a acercarse. Pero él se retorció su pequeño bigote negro con un aire tan belicoso, y le miró con unos ojos tan enormes, oscuros y feroces, que Smith jamás cumplió su juramento. No obstante, le dijo a la muchacha que debía de estar loca para salir con un hombre que no estaba bien de la cabeza. Así y todo, al anochecer, en cuanto ella le oía silbar al otro lado del huerto un par de compases de una extraña y triste melodía, soltaba cualquier cosa que tuviera en las manos... dejaba a la señora Smith con la palabra en la boca... y corría a reunirse con él. La señora Smith la llamaba fresca y desvergonzada. Ella guardaba silencio. Sin decir una palabra a nadie, seguía su camino como si estuviera sorda. Sólo ella y yo en toda la comarca parecíamos ser conscientes de la belleza del joven. Era muy apuesto, y tenía un porte sumamente airoso y elegante, con un algo salvaje en su apariencia que recordaba a una criatura de los bosques. La madre de la muchacha gemía y lloraba cuando ésta iba a verla en su día libre. El padre se mostraba hosco, pero fingía no saber nada; y en una ocasión la señora Finn le dijo sin rodeos: "Ese hombre, querida, acabará haciéndote daño". Y así siguieron las cosas. Se les veía pasear por los caminos, ella caminando imperturbable con sus mejores galas -el vestido gris, la pluma negra, las fuertes botas, los llamativos guantes de algodón blanco que atraían las miradas de cualquiera que pasara a cien millas de distancia-; y él, con la chaqueta pintorescamente echada sobre el hombro, andando a su lado con gallardía y lanzando tiernas miradas a la muchacha del corazón de oro. Me gustaría saber si él se percataba de su falta de atractivo. Es posible que, al hallarse entre unos tipos tan diferentes a los que él conocía, no tuviera capacidad para juzgar; aunque tal vez le sedujera el don divino de su compasión.
»Yanko, entretanto, estaba muy preocupado. En su país, un anciano hacía las veces de embajador en los asuntos matrimoniales. No sabía cómo actuar. Un día, sin embargo, mientras las ovejas pacían en un prado (ahora ayudaba a Foster con los rebaños de Swaffer), se quitó el sombrero ante el padre de la joven y le declaró humildemente su amor. "Supongo que está lo bastante loca para casarse contigo", se limitó a responder Foster. "Y entonces -contaba el padre de Amy se puso el sombrero, me dirigió una mirada cargada de odio, como si quisiera matarme, llamó al perro con un silbido y se marchó, dejándome todo el trabajo". Los Foster, como es natural, no querían perder el salario que ganaba la muchacha, pues Amy siempre le daba el dinero a su madre. Además Foster sentía una profunda aversión hacia aquel enlace. Sostenía que el joven cuidaba muy bien las ovejas, pero no estaba en condiciones de contraer matrimonio. En primer lugar, tenía la costumbre de caminar junto a los setos hablando solo como si estuviera chiflado; y por otra parte, esos extranjeros se comportaban a veces de un modo muy raro con las mujeres. Tal vez quisiera llevarse lejos a Amy... o fugarse él. No le inspiraba la menor confianza. Advirtió a su hija que el joven podría maltratarla. Ella no respondió. Era como si aquel hombre, decían los lugareños, le hubiera hecho algo. El asunto se convirtió en la comidilla del pueblo. Se armó bastante alboroto, pero los dos siguieron "saliendo" juntos en medio de una fuerte oposición. Entonces ocurrió algo inesperado.
»No sé si el viejo Swaffer llegó a comprender jamás hasta que punto su criado extranjero lo consideraba como un padre. En cualquier caso, la relación era extrañamente feudal. Así, pues, cuando Yanko le solicitó formalmente una entrevista... "y con la señorita también" (se dirigía a la severa y sorda señorita Swaffer con un sencillo "señorita")... fue para obtener su permiso para la boda. Swaffer escuchó impasible, le ordenó con la cabeza que se retirara y luego gritó la noticia al oído menos sordo de la señorita Swaffer. Ella no pareció sorprendida, y se limitó a comentar gravemente, con voz hueca y apagada: "No conseguirá que ninguna otra muchacha se case con él".
»Todos atribuyen el gesto de munificencia a la señorita Swaffer, pero al cabo de muy pocos días salió a la luz que el señor Swaffer había regalado a Yanko una casita (la que has visto esta mañana) y alrededor de un acre de tierra... y que le había traspasado la propiedad. Willcox se ocupó de formalizar la escritura, y recuerdo que me comentó haberlo hecho con sumo placer. En ella se leía: "En agradecimiento, por haber salvado la vida de mi querida nieta Berta Willcox".
»Después de eso, como es natural, nada en este mundo pudo impedir su matrimonio.
»Ella siguió loca por él. La gente la veía salir de casa al atardecer para esperar a su marido. Se quedaba mirando fijamente, como si estuviera hechizada, el alto del camino por donde él aparecería, andando con su alegre contoneo y tarareando alguna canción de amor de su tierra. Cuando nació su hijo, Yanko bebió más de la cuenta en El Carruaje y los Caballos, e intentó volver a cantar y bailar, y lo echaron de nuevo. La gente se compadecía de una mujer casada con aquel bufón. Pero a él no le importaba: ahora tenía un hombre (me decía orgulloso) al que podía cantar y hablar en su lengua materna, y al que dentro de poco enseñaría a bailar.
»Pero no sé. Yo tenía la sensación de que su paso se había vuelto menos saltarín, su cuerpo menos ligero, su mirada menos penetrante. Imaginaciones mías, sin duda; pero, aun hoy, no puedo evitar pensar que las redes del destino lo tenían cada vez más acorralado.
»Un día me encontré con él en el sendero de la colina de Talfourd. Me dijo que las mujeres eran muy "raras". Yo ya había oído algo sobre sus desavenencias conyugales. La gente decía que Amy Foster estaba empezando a descubrir qué clase de hombre era su marido. Un día le había arrebatado al niño de los brazos cuando él, sentado en el umbral, le canturreaba una de esas nanas que cantan las madres a sus hijos en las montañas. Parecía pensar que estaba haciéndole algún daño. Las mujeres son muy extrañas. Y no le dejaba rezar en voz alta por las noches. ¿Por qué motivo? Esperaba que el pequeño aprendiera así sus oraciones, del mismo modo que las había aprendido él de su padre cuando era niño... en su tierra natal. Y me di cuenta de que anhelaba que su hijo creciera para tener a alguien con quien hablar en aquel idioma que a nosotros nos sonaba tan inquietante, raro y apasionado. No comprendía por qué razón a su mujer le disgustaba la idea. Pero ya se le pasaría, me dijo. Y ladeando la cabeza con mirada cómplice, se golpeó suavemente el pecho para indicar que ella tenía buen corazón: ¡nada duro, nada despiadado, muy compasivo, y misericordioso con los pobres!
»Me alejé pensativo; me preguntaba si lo que había en él de diferente, de extraño, y que inicialmente había ejercido una atracción irresistible sobre la torpe naturaleza de su mujer, no estaría despertando ahora su repulsión. Me preguntaba...
El médico se acercó a la ventana y contempló el gélido resplandor del mar, inmenso en medio de la neblina, al igual que si rodeara la tierra con todos los corazones perdidos entre las pasiones del amor y del miedo.
-Fisiológicamente -exclamó, volviendo de pronto la cabeza-, era posible. Era posible.
Guardó unos instantes de silencio, y luego prosiguió:
-En cualquier caso, la siguiente vez que lo vi, estaba enfermo... una dolencia pulmonar. Era un hombre fuerte, pero supongo que no se había aclimatado tan bien como yo creía. Era un invierno muy crudo, y los hombres de la montaña son muy propensos a sufrir ataques de nostalgia; el abatimiento debió de hacerle más vulnerable. Yacía a medio vestir en un catre del piso de abajo.
»Una mesa con un hule muy oscuro ocupaba todo el centro del pequeño cuarto. Había una cuna de mimbre en el suelo, una tetera humeante en el hornillo, y algunas ropas de niño secándose en la pantalla de la chimenea. La habitación estaba caldeada, pero la puerta se abre directamente al jardín, como quizá usted haya observado.
»Tenía muchísima fiebre y no dejaba de murmurar para sí. Ella estaba sentada en una silla y le miraba fijamente desde el otro lado de la mesa, con sus ojos parduscos y tristes.
»-¿Por qué no lo tiene en el piso de arriba? -le pregunté.
»-Bueno... verá -contestó, dando un respingo y con un ligero tartamudeo-, arriba no podría sentarme a su lado, señor.
»Le di algunas instrucciones; y, mientras salía, insistí en que él debía guardar cama en el piso superior. La joven se retorció las manos.
»-No podría. No podría. No deja de decirme algo... no sé qué.
»Recordando todas las murmuraciones contra aquel hombre que habían repetido hasta la saciedad en sus oídos, la observé con detenimiento. Miré sus ojos miopes e inexpresivos que una vez habían visto una figura cautivadora, pero que ahora, al contemplarme, daban la impresión de no ver nada. Comprendí, sin embargo, que se sentía muy inquieta.
»-¿Qué le pasa a Yanko? -me preguntó con cierta turbación-. No parece muy enfermo. Jamás había visto a nadie de ese modo...
»-¿Acaso cree -protesté indignado- que está fingiendo?
»-No puedo evitarlo, señor -contestó, imperturbable. Y de pronto juntó las manos y miró a uno y otro lado-. Y además está el niño... Estoy tan asustada... Hace poco me pidió que se lo diera. Le dice cosas tan extrañas...
»-¿No puede pedir a algún vecino que se quede con usted esta noche? -inquirí.
»-No creo que nadie quiera venir, señor -dijo entre dientes, completamente resignada.
»Le insistí en la necesidad de que se esmerara en su cuidado, y después tuve que marcharme. Había mucha gente enferma aquel invierno.
»-¡Espero que no hable! -le oí murmurar mientras salía.
»No sé cómo no comprendí... pero no lo hice. Y, sin embargo, al volver la cabeza desde el carruaje, vi que continuaba inmóvil delante de la puerta, como si estuviera pensando en huir por el camino embarrado.
»Por la noche, le subió aún más la fiebre.
»Se revolvía en la cama, gemía, y de vez en cuando profería un quejido. Y Amy Foster seguía sentada al otro lado de la mesa, vigilando cada movimiento y cada sonido, mientras el terror, el terror irracional a aquel hombre que no podía entender iba apoderándose de ella. Había acercado la cuna de mimbre hasta sus pies. El instinto maternal y aquel miedo incomprensible la dominaban por completo.
»Volviendo en sí de pronto, muerto de sed, Yanko le pidió un poco de agua. La muchacha ni se movió. No había entendido sus palabras, aunque es posible que él creyera estar hablando en inglés. El joven esperó con la mirada clavada en ella, ardiendo de fiebre, asombrado de su silencio e inmovilidad, y luego gritó impaciente:
»-¡Agua! ¡Dame agua!
»Ella se puso en pie de un salto, cogió al niño y se quedó quieta. Yanko le habló, y sus apasionados reproches sólo agudizaron el miedo de Amy a aquel hombre extraño. Supongo que siguió dirigiéndose a ella mucho tiempo, suplicando, preguntando, argumentando, ordenando. La joven asegura haber soportado hasta el límite aquella situación. Y entonces él sufrió un ataque de ira
»Se sentó y, con voz destemplada, pronunció una palabra... alguna palabra. Después se levantó como si no estuviera enfermo, dice ella. Y cuando, delirando de fiebre y presa de la indignación, intentó acercarse a ella, la muchacha simplemente abrió la puerta y salió corriendo con el niño en brazos. Oyó desde el camino que él la llamaba dos veces, con una voz terrible... y huyó... ¡Ah! ¡Si hubieras visto en sus ojos opacos e inexpresivos el espectro del miedo que la persiguió aquella noche durante más de tres millas hasta la casa de los Foster! Yo lo vi al día siguiente.
»Fui yo quien encontró a Yanko tendido boca abajo en un charco, justo al otro lado del portillo.
»Esa noche me habían llamado para atender un caso urgente en el pueblo y cuando regresaba a casa, al amanecer, pasé por delante de su vivienda. La puerta estaba abierta. Mi criado me ayudó a trasladarlo dentro. Lo tumbamos en el catre. La lámpara humeaba, el fuego se había apagado, las paredes empapeladas de un triste amarillo rezumaban el frío y la humedad de la tormentosa noche. Grité “¡Amy!", y mi voz pareció perderse en el vacío de aquella casa diminuta como si hubiera gritado en el desierto. Yanko abrió los ojos.
»-Se ha ido -dijo con claridad-. Sólo le había pedido agua... un poco de agua...
»Estaba cubierto de barro. Lo tapé y esperé en silencio, entendiendo de vez en cuando alguna palabra dolorosamente articulada. Había dejado de hablar en su lengua materna. La fiebre había remitido, llevándose con ella el calor vital. Y su pecho jadeante y el brillo de sus ojos me recordaron de nuevo a una criatura salvaje atrapada en una red, a un pájaro cogido en una trampa. Ella lo había abandonado. Lo había abandonado... enfermo... desvalido... sediento. La lanza del cazador había atravesado su alma.
»-¿Por qué? -gritó con la voz penetrante e indignada de un hombre que increpara a un Creador culpable.
»Una ráfaga de viento y un fuerte aguacero fueron la única respuesta. Cuando me volví para cerrar la puerta, pronunció la palabra: "¡Misericordioso!", y expiró.
»Finalmente, certifiqué que un paro cardíaco había sido la causa de su muerte. Sin duda debió fallarle el corazón; de lo contrario, también habría podido sobrevivir a aquella noche de tormenta y frío. Cerré sus ojos y me marché. A escasa distancia, me crucé con Foster, que caminaba muy decidido entre los setos empapados con su collie pegado a los talones.
»-¿Sabe dónde está su hija? -le pregunté.
»-¡Desde luego! -exclamó-. Le diré a ese hombre un par de cosas. ¡Asustar así a una pobre mujer!
»-No volverá a hacerlo -dije-. Ha muerto.
»Foster golpeó el barro con su bastón.
»-Y tenemos al niño...
»Luego, tras unos instantes de reflexión, añadió:
»-Tal vez sea lo mejor.
»Ésas fueron sus palabras. Y Amy Foster nunca dice nada. Jamás menciona a su marido. Jamás. ¿Acaso la imagen de Yanko ha desaparecido de su pensamiento del mismo modo que su figura saltarina y su voz alegre han desaparecido de nuestros campos? Él ya no está ante ella para avivar en su imaginación la pasión del amor y del miedo; y su recuerdo parece haberse desvanecido en su embotado cerebro, al igual que una sombra en una pantalla blanca. Ella sigue viviendo en la casa y trabaja para la señorita Swaffer. Para todos es Amy Foster, y el niño es "el hijo de Amy Foster". Ella lo llama Johnny.. el diminutivo de John.
»No sabría decir si ese nombre trae algún recuerdo a su memoria. ¿Piensa alguna vez en el pasado? La he visto inclinada sobre la camita de su hijo llena de ternura maternal. El pequeño estaba acostado boca arriba, algo asustado de mi presencia, pero muy silencioso, con sus enormes ojos negros y el aire agitado de un pájaro atrapado en una red. Y, mientras lo contemplaba, creí ver nuevamente al otro... al padre, misteriosamente arrastrado por las olas hasta la orilla para acabar muriendo en el horror supremo de la soledad y la desesperación.


* Martello Tower en el original. Torres redondas de 12 metros de altura y gran resistencia. Se construyeron en las costas del sur y del este de Inglaterra, hacia 1803, para proteger el país de la invasión francesa.

** Frase atribuida a, Jacob Moleschott de la Universidad de Heidelberg, autor de Lehre der Nahrungermittel (1850). Sin embargo, Moleschott había nacido en Holanda y tenía nacionalidad italiana. Según William James, «Sin fósforo no hay, pensamiento» fue un famoso grito de guerra de los «materialistas» en la Alemania de la década de 1860
* Góral significa en polaco «habitante de las tierras altas, montañés». Yanko sería la transcripción del nombre polaco Janko.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // EL PADRE ESCRUPULOSO // GEORGE GISSING








GEORGE GISSING (1857-1903)


Nació en Wakefield, hijo de un farmacéutico. Huérfano de padre a los trece años, pese a los apuros económicos de la familia, consiguió acceder al Owens College de Manchester. Truncó, sin embargo, una prometedora carrera académica cuando en 1876 fue despedido por haber robado dinero para ayudar a empezar una nueva vida a una prostituta, con la que emigró a Estados Unidos y con la que acabaría casándose. Un año después volvería a Inglaterra, donde trabajaría como tutor. Sus comienzos en la literatura fueron muy duros y publicó una serie de novelas sin éxito: Workers in the Dawn (1880), The Unclassed (1884), Demos (1886), y The Nether World (1889); su matrimonio con la ex prostituta fue una fuente de penurias hasta la muerte de ésta en 1888. Posteriormente, viviría otro matrimonio desgraciado con una mujer de humilde origen, con la que tendría dos hijos, y sólo encontraría la felicidad al final de su vida, al lado de Gabrielle Fleury. Gissing recoge la tradición de las condition of England novels (Gaskell, Dickens), de contenido social y propósito reformista, aunque sin sentimentalismos ni concesiones, y en algún sentido se ha dicho de él que es el Zola inglés. Con New Grub Street (1891), la más famosa de sus obras, una negra visión de la bohemia londinense, obtuvo finalmente reconocimiento y prestigio. A ella siguieron, entre otras, Denzil Quarrier (1892), Born in Exile (1892), Mujeres sin pareja (1893), sobre la cuestión del feminismo, In the Year of Jubilee (1894) y The Crown of Life (1899). Escribió, asimismo, numerosos cuentos a lo largo de su carrera; «El padre escrupuloso» (The Scrupulous Father) se publicó por primera vez en Truth, en 1900, y más tarde formaría parte de The House of Cobwebs and Other Stories (1906). Gissing murió en San Juan de Luz.



El padre escrupuloso


Era día de mercado en la pequeña ciudad; a la una en punto, un grupo de aldeanos rodeaba la mesa de El Galgo, atraído por sus apetitosos olores y la espuma de su cerveza ambarina. En otro comedor menos espacioso, preparado para dar cabida a quienes no tenían sitio en el principal, se sentaban -además de tres clientes habituales- dos personas de aspecto muy diferente: un hombre de mediana edad, calvo, delgado, anodino, aunque de lo más respetable, a juzgar por su modales y por su vestimenta, y una joven, sin duda hija suya, de veintitantos años, casi treinta, cuyo sencillo vestido parecía armonizar con un rostro de serena belleza y unos ademanes tímidos no exentos de gracia. Mientras esperaban la comida, conversaban en voz baja; sus breves comentarios y exclamaciones hablaban de un largo paseo desde el balneario que había en la costa, a escasas millas. A su manera tranquila, parecían haber disfrutado, y era evidente que almorzar en una posada era para ellos una especie de aventura. La joven arregló con cierta torpeza el ramo de flores silvestres que había cogido, y lo colocó en un vaso de agua para que no perdiera su frescor. Cuando llegó una mujer con las viandas, padre e hija guardaron silencio; después de unos momentos de indecisión y de miradas mutuas, empezaron, algo nerviosos, a comer con apetito.
Apenas habían recobrado su modesta confianza cuando se oyó en la entrada una voz viril, canturreando alegremente, y los dos advirtieron la presencia de un joven alto, pelirrojo y cualquier cosa menos guapo, acalorado y sudoroso del sol del camino. Su chaqueta abierta dejaba ver una camisa azul de algodón sin chaleco, llevaba en la mano un viejo sombrero de paja, y una gruesa capa de polvo cubría sus botas. Cualquiera habría pensado que se trataba de un turista de los más ruidosos, y su potente «¡Buenos días!» al entrar sonó como una grave amenaza contra la intimidad; por otro lado, la rapidez con que se abrochó la chaqueta, así como la discreta elección de un lugar lo más alejado posible de los dos comensales a los que su llegada perturbaba, indicaba cierto tacto. Ambos habían respondido a su saludo con un murmullo casi inaudible. Con los ojos fijos en el plato, padre e hija hicieron caso omiso de él; el joven, sin embargo, se aventuró a hablar de nuevo.
-¡Menudo ajetreo tienen hoy! No queda un solo sitio en el otro comedor.
Su intención fue pedirles disculpas, y no se había dirigido a ellos con descortesía. Tras unos instantes de silencio, el hombre calvo y respetable respondió secamente:
-Estamos en un lugar público, que yo sepa.
El intruso se quedó callado. Pero miró a la joven en más de una ocasión y, después de cada escrutinio furtivo, su rostro vulgar mostraba cierta inquietud, una solicita preocupación. La única vez que miró al mudo progenitor fue arqueando las cejas de un modo despectivo.
No tardó en aparecer otro huésped, un campesino corpulento, que se dejó caer en una silla que crujía renegando de la ola de calor. El caminante de cabellos pelirrojos entabló conversación con él. Hablaron de la cerveza Estuvieron de acuerdo en que la local era extraordinariamente buena, y los dos encargaron una segunda pinta. ¿Qué sería de Inglaterra -decían ambos- sin su cerveza? ¡Deberían sentir vergüenza los miserables traficantes que aguaban o envenenaban esa noble bebida! ¡Y qué fría estaba! ¡Ah! ¡A la temperatura de la bodega! El joven pelirrojo propuso una tercera jarra.
Los dos hombres habían emprendido sólo a medias su feroz ataque a la comida y la bebida cuando padre e hija, tras intercambiar unos breves murmullos, se pusieron en pie para marcharse. Después de abandonar la habitación, la joven se dio cuenta de que había olvidado las flores; pero no se atrevió a regresar en su busca y, consciente de que a su padre no le agradaría hacerlo, se abstuvo de decirle nada.
-¡Qué lástima! -exclamó el señor Whiston (que era su respetable apellido), mientras se alejaban paseando-. Al principio parecía que nuestro almuerzo iba a ser realmente tranquilo y agradable.
-A mí me ha gustado, de todas formas -repuso su acompañante, que se llamaba Rose.
-La bebida, ¡qué hábito tan detestable! -añadió el padre con severidad (él había tomado agua, como siempre)-. Y la cerveza, ¡mira lo vulgar y grosera que vuelve a la gente!
El señor Whiston se estremeció. Rose, sin embargo, no parecía estar tan de acuerdo con él como otras veces. Miraba al suelo, y apretaba los labios con cierta firmeza. Cuando empezó a hablar, cambió de tema.
Eran londinenses. El señor Whiston trabajaba de delineante en el despacho de un editor geográfico; aunque sus ingresos eran modestos, había practicado siempre una rígida economía, y la posesión de un pequeño capital familiar le ponía a salvo de cualquier vicisitud. Profundamente consciente de los límites sociales, se sentía muy agradecido de que no hubiera nada vergonzoso en su empleo, que podía considerarse con justicia una profesión, y cultivaba su sentido de la respetabilidad tanto por el bien de Rose como por el suyo propio. Ella era su única hija; la madre de la joven había fallecido hacía algunos años. Todos sus parientes, tanto paternos como maternos, reivindicaban ser gente de buena familia, aunque sólo lo respaldara el más pequeño margen de independencia económica. La muchacha había crecido en un ambiente poco propicio al desarrollo intelectual, pero había recibido una educación bastante buena y la naturaleza la había dotado de inteligencia. Percibía la escrupulosidad de su padre y el verdadero cariño que éste le profesaba, lo que le impedía criticar abiertamente los principios que regían su existencia; de ahí su costumbre de meditar en soledad, algo que alentaba, al tiempo que combatía, la dulce timidez del carácter de Rose.
El señor Whiston rehuía la sociedad, temeroso siempre de no recibir el trato que merecía; en su fuero interno, mientras tanto, deploraba las escasas oportunidades sociales que se le presentaban a su hija, y se pasaba la vida ideando planes ventajosos para ella, planes que jamás iban más allá de la mera especulación. Vivían en una pequeña casa de un barrio al oeste de la ciudad, un hogar en el que brillaban todas las virtudes domésticas; pero apenas una docena de personas cruzaban su umbral al año. Las dos o tres amigas de Rose desconfiaban tanto como ella del mundo. Una acababa de contraer matrimonio después de un larguísimo noviazgo; y Rose todavía temblaba de emoción al recordarlo, y seguía preguntándose asustada si la novia sería feliz. Su propio matrimonio era un hecho tan inconcebible que la mera idea de pensar en él parecía algo presuntuoso, además de completamente irracional.
Todos los inviernos, el señor Whiston hablaba de los lugares nuevos que él y Rose visitarían con la llegada de las vacaciones; y todos los veranos se acobardaba ante cualquier audaz innovación, y proponía a su hija volver al mismo pueblo de la costa oeste, a la casa de huéspedes que tan bien conocían. No era el mejor ambiente para ninguno de los dos, que necesitaban estímulos tanto físicos como morales; pero sólo se percataban de esto cuando volvían a casa, con un largo y monótono año por delante. Y era tan agradable sentirse bienvenido, respetado; recibir las sonrientes reverencias de los comerciantes; hablar con cierta condescendencia, con la seguridad de que sería apreciada El señor Whiston saboreaba estos detalles y Rose, en ese sentido, no era muy diferente de él.
Hoy era su último día de vacaciones. Habían tenido un tiempo maravilloso desde el principio hasta el fin; y el sol había hecho algo más que rozar las mejillas de Rose, lo que sentaba muy bien a su serena belleza. Era la típica joven inglesa, bastante alta y, más que hermosa, atractiva; solía llevar la cabeza inclinada, y sus movimientos delataban una falta de confianza en sí misma que no era sino el fruto de una vida solitaria. De sus rasgos, destacaban los labios, cuyo contorno perfecto reflejaba dulzura sin debilidad de carácter. Era esa clase de muchacha que alcanza su plenitud al acercarse a los treinta años. Rose había empezado a conocerse a sí misma; sólo necesitaba una oportunidad para actuar de acuerdo con sus principios.
Un tren los llevaría de vuelta al balneario. En la estación, Rose se sentó a la sombra mientras su padre, que era terriblemente miope, escudriñaba las publicaciones del quiosco de libros. Bastante cansada después de la caminata, la joven estaba trazando distraídamente un dibujo con la punta de su sombrilla cuando alguien se acercó y se puso delante de ella. Alarmada, levantó los ojos y reconoció al hombre pelirrojo de la posada.
-Dejó usted estas flores en un vaso de agua que había en la mesa. Espero que no le parezca una descortesía, pero ¿las dejó allí a propósito?
Tenía las flores en la mano, y había protegido cuidadosamente los tallos con un trozo de papel. Por unos instantes, Rose fue incapaz. de contestar; miró a su interlocutor, sintió cómo le ardían las mejillas y, completamente azorada, dijo lo primero que se le ocurrió.
-¡Oh!... ¡Gracias! Me olvidé de ellas. Es usted muy atento.
Sus manos se rozaron cuando ella cogió el ramo. Sin decir nada más, el joven se dio media vuelta y se alejó dando zancadas.
El señor Whiston no había sido testigo de aquella escena. Cuando se acercó, Rose le enseñó las flores riendo.
-¡Qué amable! Me olvidé de ellas, ¿sabe?, y alguien de la posada me las ha traído.
-Todo un detalle por su parte -respondió encantado el padre-. Un lugar muy agradable, esa posada. Regresaremos... algún día. Conviene alentar semejantes muestras de cortesía; no son nada frecuentes en la actualidad.
El hombre pelirrojo viajó en el mismo tren que ellos, aunque en diferente vagón. Rose lo vio en el balneario. Estaba enfadada consigo misma por no haberle agradecido lo suficiente su amabilidad; tenía la impresión de que no le había dado las gracias. ¡Qué absurdo, a su edad, ser incapaz de dominar sus emociones! Al mismo tiempo, se quedó pensando en las palabras de su padre: «criaturas vulgares y groseras», y eso le indignó aún más que su propia conducta. El desconocido no era en absoluto vulgar, y estaba lejos de ser grosero. Incluso sus comentarios sobre la cerveza (recordaba todos y cada uno de ellos) habían sido más graciosos que ofensivos. ¿Se trataba de un caballero? Esta pregunta la inquietó; implicaba una definición tan técnica, y tenía tantas dudas de cuál sería la respuesta. Era ostensible que se había comportado como un caballero; pero su voz carecía de algo... ¿Vulgar? ¿Grosero? ¡No, no, no! Lo cierto es que su padre era demasiado severo, por no decir poco caritativo. Aunque tal vez estuviera pensando en el campesino corpulento... ¡Eso debía de ser!
De repente se sintió muy abatida. En la casa de huéspedes, se sentó en su dormitorio y contempló el mar a través de la ventana abierta. Le invadía un sentimiento de desánimo, casi desconocido hasta entonces; y echaba a perder el cielo azul y la suave línea del horizonte. Pensó con tristeza en el viaje de regreso al día siguiente, en su casa de las afueras, en la interminable monotonía que le esperaba. Las flores estaban en su regazo; aspiró su aroma y soñó despierta con ellas. Y entonces, !qué extraña incongruencia!, la cerveza acudió a su pensamiento.
Entre el té y la cena, ella y su padre se quedaron en la playa El señor Whiston estaba leyendo. Rose fingía pasar las páginas de un libro. De pronto, tan inesperadamente para ella como para su acompañante, la joven rompió el silencio.
-Padre, ¿no cree que tenemos demasiado miedo de hablar con extraños?
-¿Demasiado miedo?
El señor Whiston estaba perplejo. Había olvidado por completo el incidente del restaurante.
-Bueno... ¿Qué hay de malo en sostener una pequeña conversación cuando se está lejos de casa? En la posada de hoy, recuerde, no puedo evitar pensar que hemos estado bastante... quizá un poco... demasiado silenciosos.
-Mi querida Rose, ¿acaso deseabas hablar de la cerveza?
La joven se sonrojó, pero repuso con mayor intensidad:
-Por supuesto que no. Pero cuando el primer caballero entró, ¿no habría sido lógico intercambiar con él unas cuantas palabras amistosas? Estoy segura de que no habría hablado de cerveza con nosotros.
-¿El caballero? No vi a ningún caballero, querida. Supongo que era un humilde oficinista, o algo parecido, y no tenía nada que decirnos.
-Pero nos dio los buenos días, y se disculpó por sentarse en nuestra mesa. No tenía por qué haberlo hecho.
-Precisamente. A eso me refiero -replicó el señor Whiston, satisfecho-. Mi querida Rose, si yo hubiera estado solo, tal vez habría hablado un poco con él, pero, contigo delante, era imposible. Uno tiene que extremar sus cuidados. Un hombre como él se tomaría toda clase de libertades. A esa clase de personas hay que mantenerlas a distancia.
Después de una pequeña pausa, Rose añadió con una firmeza poco común en ella:
-Estoy convencida, padre, de que no se habría tomado la menor libertad. Tengo la impresión de que sabía muy bien cómo comportarse.
El señor Whiston se sintió aún más perplejo. Cerró el libro para meditar sobre aquel nuevo problema.
-Uno tiene que establecer ciertas reglas -declaró sentenciosamente-. Nuestra posición, Rose, como te he explicado a menudo, es muy delicada. Todos los cuidados son pocos para una dama de tu condición. Tus compañeros naturales viven rodeados de riquezas; desgraciadamente, no puedo convertirte en una joven adinerada. Tenemos que defender nuestra dignidad, querida hija. Lo cierto es que no es seguro hablar con extraños... y menos en una posada. Sólo tienes que recordar aquella repulsiva conversación sobre la cerveza.
Rose guardó silencio. Su padre sopesó un poco más la situación, se sintió tranquilo y volvió al libro.
A la mañana siguiente llegaron temprano a la estación, a fin de conseguir buenos asientos para el largo viaje a Londres. Casi hasta el último momento, creyeron que irían solos en el compartimento. Pero de pronto se abrió la portezuela, una bolsa voló hasta el asiento y, detrás de ella, apareció un hombre acalorado y jadean te, un hombre pelirrojo, que los dos viajeros reconocieron en seguida.
-¡Pensé que había perdido el tren! -exclamó el intruso alegremente.
El señor Whiston volvió la cabeza con expresión contrariada. Rose se quedó inmóvil, con la vista clavada en el suelo. El desconocido se enjugó la frente en silencio.
Miró a Rose; la miró una y otra vez. Y Rose fue consciente de cada mirada. No se le ocurrió sentirse ofendida. Al contrario, un tímido placer embargó su ánimo, y éste se vio intensificado cada vez que los ojos del desconocido se posaban en ella. Ella no le miró; y, sin embargo, podía verlo. ¿Tenía un rostro vulgar?, se preguntó. Tal vez no fuera guapo, pero decididamente no era vulgar. El cabello pelirrojo, pensó, no era de un color demasiado encendido; su tonalidad no le disgustaba. El joven tarareaba una canción; parecía tener esa costumbre, sin duda una muestra de sano optimismo. Entretanto, el señor Whiston seguía muy envarado en su rincón, contemplando el paisaje, todo un modelo de muda respetabilidad.
En la primera parada, entró otro hombre. Esta vez, con toda seguridad, un viajante de comercio. No tardó en enfrascarse en un diálogo con Rufus
*. El viajante se quejó de que todos los compartimentos de fumadores estuvieran llenos.
-¡Caramba! -exclamó Rufus, con una carcajada-. Eso me recuerda que yo quería fumar. Lo había olvidado; subí tan de prisa...
La «especialidad» del viajante era el tabaco; así que hablaron de tabaco... y Rufus lo hizo con entusiasmo. Luego la conversación se hizo más general.
-Le envidio -exclamó Rufus-, siempre viajando de un lugar a otro. Yo trabajo en una horrible oficina, y sólo tengo quince días de vacaciones al año. ¡Pero las disfruto, se lo aseguro! Hoy es mi último día, ¡mala suerte! Estoy pensando en emigrar, ¿tiene algún consejo que darme sobre las colonias?
El joven explicó cómo había pasado las vacaciones. Rose no se perdió una sola palabra, y su corazón vibró de simpatía ante el amor a la libertad que él manifestaba. No le importaba que, de vez en cuando, su lenguaje fuese vulgar; el tono era varonil y sincero, y ponía de manifiesto cierta ingenuidad nada común en los hombres, fuesen o no caballeros. En un momento determinado, la muchacha sintió el impulso de mirar fugazmente su rostro. Después de todo, ¿era tan poco atractivo? Sus facciones le parecía que tenían cierta finura que no había advertido antes.
-Intentaré encontrar sitio en un vagón de fumadores -dijo el viajante de comercio, mientras el tren aminoraba la marcha y entraba en una estación muy concurrida.
Rufus vaciló. Su mirada recorrió el compartimento.
-Yo creo que me quedaré donde estoy -exclamó finalmente.
En ese mismo momento, por primera vez, Rose se tropezó con sus ojos. Y se dio cuenta de que éstos no se apartaban de ella en seguida; tenían una expresión muy singular, como si sonrieran para pedirle perdón por su audacia. Y Rose, a pesar de volver la vista a otro lado, le contestó con una sonrisa.
El tren se detuvo. El viajante de comercio se apeó. Rose, inclinándose hacia su padre, le dijo en voz baja que tenía sed; ¿no le traería un vaso de leche o una limonada? Aunque poco dispuesto a hacer semejantes recados, el señor Whiston se vio obligado a acceder; se dirigió a toda prisa a la cantina de la estación.
Y Rose sabía lo que iba a ocurrir; lo sabía perfectamente. Sentada muy erguida, sin fijar la vista en nada, sintió cómo se le acercaba el joven, ahora a solas con ella. Lo vio a su lado; oyó su voz.
-No puedo evitarlo. Necesito hablar con usted, ¿me deja?
Rose balbuceó una respuesta.
-Fue tan amable al traerme las flores. Y no se lo agradecí debidamente.
-Ahora o nunca -prosiguió el joven en tono agitado-. ¿Me permite que le diga mi nombre? ¿Me dará el suyo?
El silencio de Rose mostró su consentimiento. El osado Rufus arrancó una página de una libreta, escribió rápidamente su nombre y dirección, y se la dio a Rose. Después arrancó otra página, se la entregó a la muchacha con el lápiz y, en unos segundos, tenía el preciado trozo de papel bien seguro en su bolsillo. Apenas habían terminado la transacción cuando entró un desconocido. El joven volvió de un salto a su rincón, justo a tiempo para ver el regreso del señor Whiston, vaso en mano.
Durante el resto del viaje, el estado de ánimo de Rose fue de lo más extraño. No se sentía nada avergonzada de sí misma. Tenía la impresión de que lo ocurrido era completamente inocente y natural. Lo extraordinario era tener que estar sentada en silencio y con el rostro impasible, a escasa distancia de una persona con la que deseaba fervientemente conversar. Un repentino fulgor había hecho que la vida pareciera muy diferente. Creía interpretar un papel en una grotesca comedia, en vez de vivir en un mundo de crudas realidades. El decoroso silencio de su padre le resultaba absurdo e intolerable. Podría haber estallado en carcajadas; en algunos momentos, el deseo de rebelarse la hacía sentirse indignada, molesta, temblorosa. Percibió la fría mirada de superioridad con que el señor Whiston parecía examinar a los demás ocupantes del compartimento. Se quedó estupefacta. Sentía como si su padre fuera un extraño. El señor Whiston echó la cabeza hacia adelante y le hizo un comentario de lo más trivial; a duras penas se dignó contestarle. Su criterio sobre la conducta y el carácter habían sufrido un brusco y extraordinario cambio. Habiendo justificado sin la menor sombra de duda su increíble proceder, juzgaba todo y a todos con un nuevo patrón misteriosamente adquirido. Ya no era la Rose Whiston de ayer. Su antiguo ser era alguien a quien debía compadecer. Sentía una felicidad indescriptible y, al mismo tiempo, un miedo cada vez más intenso.
El miedo predominaba; fue un verdadero tormento para ella ver aparecer las calles de Londres, a uno y otro lado. Doblado muy pequeño, y aplastado dentro de su palma, el trozo de papel con la inscripción aún sin leer parecía quemarle la mano. Una, dos, tres veces, su mirada tropezó con la de su amigo. Él sonreía alegre, valerosamente, con el claro propósito de animarla. Conocía mejor el rostro del joven que el de cualquiera de sus viejos amigos; percibía en él una belleza varonil. Tenía que hacer un gran esfuerzo para no darse media vuelta, y desplegar y leer lo que él había escrito. El tren disminuyó de velocidad y se detuvo. Sí, habían llegado a Londres. Debía levantarse y salir de allí. Una vez más sus ojos se encontraron. Después, sin que pudiera recordar el menor intervalo, se encontró en el metropolitano
**, dirigiéndose a su hogar en las afueras de la ciudad.
Un fuerte dolor de cabeza la obligó a acostarse temprano. Bajo su almohada, había un pedacito de papel con un nombre y una dirección que no era probable que ella olvidara. Y aquella noche de sueños agitados fue un verdadero suplicio para Rose. ¡Ya no podía aplaudirse a sí misma! ¡Adiós a su valor, a su nueva energía! Se vio con los ojos de antes, y se sintió profundamente avergonzada.
¿De quién era la culpa? Se lo preguntó al amanecer, empujada por la amargura del sufrimiento. ¿Qué clase de vida era la suya en aquel pequeño mundo de asfixiante respetabilidad? Prohibido esto, prohibido lo otro; permitido... el orgullo de ser una dama. Y ella no lo era, después de todo. ¿Qué dama habría intercambiado nombre y dirección con un desconocido en un vagón de tren? Ya escondidas, además, para que a su padre le pasara inadvertido. Pero, si no era una dama, ¿qué era? Aquello significaba el fracaso más absoluto de su educación. El único fin para el que había vivido se había frustrado. Era una joven de lo más vulgar... que hacía buena pareja, sin duda, con un descarado oficinista, cuya ruidosa conversación giraba en torno a la cerveza y al tabaco.
Esto la detuvo. Impulsada a defender a su amigo, que, aunque oficinista, no era un hombre vulgar ni descarado, sintió cómo recobraba su dignidad. La lucha interior continuó horas y horas; la dejó exhausta, contrarrestó el saludable efecto del sol y del mar, y la dejó pálida y sin fuerzas.
-Me temo que el viaje de ayer fue demasiado para ti -exclamó el señor Whiston, después de observar lo silenciosa que estaba al día siguiente por la tarde.
-No tardaré en recuperarme -contestó ella, fríamente.
El padre, intranquilo, se quedó pensativo. No había olvidado la sorprendente opinión que Rose había expresado después de su almuerzo en la posada. El cariño le hacía muy, vulnerable a cualquier cambio en la conducta de la joven. El próximo verano tenían que encontrar un lugar que resultara más tonificante. Sí, sí; era evidente que Rose necesitaba algo más tonificante. Aunque siempre se sentía mejor cuando llegaba el frío.
Al día siguiente, le llegó el turno de estar preocupada a la hija. El rostro del señor Whiston, de repente, reflejó una severa indignación. Estaba muy distraído; apenas dijo nada cuando se sentó a la mesa; tenía tics nerviosos, y trataba de contener unos murmullos que parecían de rabia. Todo eso se repitió al día siguiente, y Rose empezó a inquietarse seriamente. No podía evitar relacionar el extraño comportamiento de su padre con el secreto que atormentaba su corazón.
¿Habría ocurrido algo? ¿Había visto su amigo al señor Whiston? ¿Le habría escrito?
Había esperado temblorosa todas las llegadas del correo. Era probable... y más que probable... que él le dirigiera una misiva; pero, de momento, no había recibido ninguna. Transcurrió una semana, y no llegó nada. Su padre volvía a ser el mismo de siempre; era obvio que ella no había adivinado la causa de su enfado. Pasaron diez días, y no llegó ninguna carta.
Era sábado por la tarde. El señor Whiston regresó a casa a la hora del té. Nada más verlo, su hija comprendió que la inquietud y la ira se habían adueñado nuevamente de él. Rose se estremeció, y estuvo a punto de echarse a llorar, pues la incertidumbre le había alterado los nervios.
-Me siento obligado a hablarte de un asunto muy desagradable -empezó a decir el señor Whiston, mientras tomaban el té-, un asunto realmente desagradable. Mi único consuelo es que posiblemente dirimirá una pequeña discusión que tuvimos en el balneario.
Tal como solía hacer cuando expresaba una opinión importante (y el señor Whiston rara vez expresaba alguna que no lo fuera), hizo una larga pausa, mientras acariciaba su barba rala con los dedos. La demora irritó a Rose, hasta resultarle casi insoportable.
-El hecho es que -prosiguió finalmente- hace una semana recibí la carta más increíble... la carta más insolente que he leído en toda mi vida. Su remitente era aquel ruidoso bebedor de cerveza que nos molestó en la posada cuando queríamos estar a solas... ¿te acuerdas? Empezaba explicándome quién era y.. no sé si podrás creerlo, ¡tenía el descaro de decir que deseaba conocerme! ¡Qué carta tan insólita! Como es natural, la dejé sin respuesta, lo único decente que podía hacer. Pero el joven me escribió de nuevo, preguntándome si había recibido su proposición. Esta vez le contesté, muy secamente, para saber cómo había averiguado mi nombre. Además, ¿qué motivos le había dado yo para suponer que deseaba volver a verlo? Su réplica fue un ultraje aún mayor que su primera ofensa. Me explicaba con toda franqueza que, para descubrir mi nombre y dirección, ¡nos había seguido hasta casa desde la estación de Paddington! Y, como si eso no fuera bastante horrible, seguía diciendo... francamente, Rose, creo que debo pedirte disculpas, pero no tengo otra elección que repetirte sus palabras. Lo cierto es que el joven me comunica que sólo desea conocerme ¡para poder conocerte a ti! Lo primero que se me ocurrió fue llevar la carta a la policía. Tal vez lo haga; sobre todo si vuelve a escribir. Ese hombre debe de estar loco... es posible que sea peligroso. Quizá esté merodeando por los alrededores de la casa. Me veo obligado a advertirte de que existe esa desagradable posibilidad.
Rose removía su té; y también sonreía. Siguió removiendo y sonriendo sin ser consciente de ninguna de las dos cosas.
-¿Te parece divertido? -inquirió su padre, en tono solemne.
-¡Vamos, padre! Lamento, por supuesto, que le hayan molestado
La voz y el rostro de la joven denotaban tan poco pesar que el señor Whiston la miró enojado. Su silencio cargado de expectación fue el origen de uno de aquellos axiomas admonitorios que hasta entonces habían regido la vida de su hija.
-Querida, te aconsejo que nunca tomes a broma los asuntos relacionados con el decoro. ¿Acaso puede haber un ejemplo mejor de lo que he repetido tantas veces... que, por nuestro propio bien, estamos obligados a guardar cierta distancia con los desconocidos?
-Padre...
Rose empezó con firmeza, pero se le quebró la voz.
-¿Qué ibas a decir, Rose?
La muchacha hizo acopio de todo su valor.
-¿Me deja ver las cartas?
-Desde luego. No existe el menor inconveniente.
Sacó del bolsillo los tres sobres y se los entregó a su hija. Con manos temblorosas, Rose desdobló la primera; estaba escrita con una letra clara de hombre de negocios, y la firmaba «Charles James Burroughs». Cuando terminó de leerlas, la joven preguntó dulcemente:
-Padre, ¿está seguro de que estas cartas son insolentes?
El señor Whiston guardó silencio mientras se pasaba los dedos por la barba
-¿Qué duda puede haber?
-A mí me parecen muy respetuosas y sinceras -prosiguió Rose tímidamente.
-¡Me asombras, querida! ¿Es respetuoso que te obliguen a conocer a un extraño del que no quieres saber nada? La verdad es que no te entiendo, Rose. ¿Dónde está tu sentido de la decencia? Un joven ruidoso y vulgar que habla de cerveza y de tabaco... ¡un humilde oficinista! ¡Y tiene la osadía de escribirme que desea entablar amistad con mi hija! ¿Respetuosas? ¿Sinceras? ¿Lo dices en serio?
Cuando el señor Whiston se excitaba hasta el punto de perder su decorosa gravedad, empezaba a resoplar; y en esos momentos, no resultaba nada imponente. Rose no levantó la mirada del suelo. Sintió su fuerza una vez más, la fuerza de una rebeldía justificada y racional contra la tiránica decencia que el señor Whiston veneraba.
-Padre...
-¿Sí, querida?
-Sólo hay una cosa que no me gusta en esas cartas... porque es mentira.
-No te entiendo.
Rose se puso roja como la grana. Se le crisparon los nervios; la audacia de sus palabras convertía en ridículo su apocamiento.
-El señor Burroughs asegura que nos siguió a casa desde Paddington para averiguar dónde vivíamos. Y no es cierto. Me preguntó mi nombre y dirección en el tren, y me dio los suyos.
El padre dejó escapar un grito ahogado.
-¿Te preguntó ...? ¿Le diste...?
-Todo ocurrió cuando usted bajó a la cantina de la estación -prosiguió la joven con un aplomo increíble, como si fuera lo más natural-. Tenía que haberle contado, también, que el señor Burroughs fue quien me trajo las flores que había olvidado en la posada. Usted no vio cómo me las entregaba en el andén.
El padre la miró fijamente.
-Pero, Rose, ¿qué significa todo esto? ¡Me dejas asombrado! Continúa, te lo ruego. Y luego ¿qué?
-Nada, padre.
La muchacha, de pronto, se sintió embargada de tantas y tan confusas emociones que abandonó la silla y salió precipitadamente del cuarto.
Antes de que el señor Whiston regresara a sus dibujos geográficos el lunes por la mañana, había tenido una larga conversación con Rose, y otra aún más larga consigo mismo. No le resultó fácil comprender lo justa que era la lucha de su hija contra el decoro; lo cierto es que tuvieron que pasar muchos días antes de que consintiera hacer algo más que pedir informes de Charles James Burroughs, y de que permitiera a ese joven extenderse en más detalles sobre sí mismo por escrito. Rose triunfó gracias al silencio. Después de defenderse contra la acusación de deshonestidad, se negó a hablar de sus propias inclinaciones o de los derechos del señor Burroughs; y su muda paciencia surtió efecto en su escrupuloso aunque tierno padre.
-Estoy dispuesto a admitir, querida -dijo el señor Whiston una noche, á propos de nada-, que la mentira que escribió ese joven en la carta denota cierta delicadeza.
-Gracias, padre -se limitó a responder Rose, dulcemente.
Y al día siguiente, el padre envió por correo una invitación de lo más ceremoniosa, digna y formal, que trajo consecuencias.


* «Rojo» en latín. Sobrenombre dado a algunos hombres pelirrojos o de tez rubicunda.

** El metro de Londres, el más antiguo del mundo, empezó a funcionar en 1863 con locomotoras de vapor


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // LA ESFINGE SIN SECRETO // OSCAR WILDE








OSCAR WILDE (1854-1900)



Nació en Dublín, hijo de un cirujano aficionado a las letras y de una conocida poetisa y periodista. Alumno brillante, estudió en el Trinity College de Dublín y en el Magdalen de Oxford; declarado discípulo de Ruskin y Pater, cuando se instaló en Londres en 1878 era ya abanderado del Esteticismo. En 1884 se casó con Constance Lloyd, una hermosa joven irlandesa, con la que tuvo dos hijos. Trabajó en revistas femeninas para mantener a su familia, pero desde que en 1890 se estrenara su polémica obra de teatro El retrato de Dorian Gray, y se publicara como novela un año después, seguida de El crimen de lord Arthur Saville y otros cuentos, la fama le acompañó. Sus comedias -Una mujer sin importancia (1893), Un marido ideal (1895), La importancia de llamarse Ernesto (1895)- lo convirtieron en una figura muy popular y en toda una personalidad social. Sin embargo, un escandaloso juicio derivado de sus relaciones homosexuales con el joven lord Alfred Douglas destruiría su reputación y lo llevaría en 1895 a prisión, donde escribiría su famosa Epistola: In Carcere et Vinculis -más conocida como De Profundis-, publicada póstumamente. Los dos años que pasó en la cárcel le destrozarían física y moralmente, e inspirarían la triste y hermosa Balada de la cárcel de Reading su última obra. Murió, tras unos años de existencia errática por Europa, en un hotel de París. «La esfinge sin secreto» (The Sphinx Without a Secret) se publicó por primera vez el 25 de mayo de 1887 en The Word. Posteriormente, se incluiría en El crimen de lord Arthur Saville y otros cuentos.


La esfinge sin secreto


Un aguafuerte
Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo le había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.
-No comprendo suficientemente bien a las mujeres -respondió.
-Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.
-Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -replicó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata?
-Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color... Mira, aquel verde oscuro servirá.
Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.
-¿Dónde vamos? -quise saber.
-¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.
-Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio.
Lord Murchison sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto. Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.
-¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero?
Lo examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios... una belleza psicológica, en realidad, no plástica... y el atisbo de sonrisa que rondaba sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices?
-Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella.
-Ahora no, después de la cena -replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un sofá, me contó la siguiente historia:
-Una tarde -dijo-, estaba paseando por Bond Street alrededor de las cinco. Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma belle inconnue y empecé a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al comedor.
»-Creo que la vi en Bond Street hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos sentado.
»Se puso muy pálida y me dijo quedamente:
»-No hable tan alto, por favor; pueden oírle.
»Me sentí muy desdichado por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical, y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien cerca de nosotros, y luego repuso:
»-Sí, mañana a las cinco menos cuarto.
»Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa.
»Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré cuando le vea". El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero, cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi carta "a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Green Street”.
»-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en mi propia casa.
»Durante toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel aire de misterio. A veces se me ocurría pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al final decidí pedirle que se casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo ahora-. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?
-Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé.
-Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo.
»El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy, completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. "He aquí el misterio", pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy hermosa.
»-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en todo el día
»La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.
»-Se le cayó esta tarde en Cummor Street, lady Alroy -señalé sin inmutarme.
»Me miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.
»-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí.
»-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella.
»-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer.
»Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas.
»-Debe contármelo -proseguí.
»Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió:
»-Lord Murchison, no tengo nada que contarle.
»-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su misterio.
»Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo:
»-No fui a reunirme con nadie.
»-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé.
»-Ya se la he dicho -repuso.
»Yo estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis palabras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville. Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópera, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco días. Me encerré en casa y no quise ver a nadie. La había querido demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto había amado a esa mujer!
-¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le interrumpí.
-Sí -replicó.
»Un día me dirigí a Cummor Street. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para alquilar.
»-Verá, señor -contestó-, en teoría los salones están alquilados, pero, como hace tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse con ellos.
»-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto.
»-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?
»-La señora ha fallecido -repuse.
»-¡Oh, señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
»-¿Se reunía con alguien? -le pregunté.
»Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.
»-¿Y qué diablos hacía? -inquirí.
»-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió ella.
»No supe qué contestarle, así que le di una libra y me marché.
-Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la verdad?
-Pues claro que lo pienso.
-Entonces, ¿por qué acudía allí lady Alroy?
-Mi querido Oswald -repliqué-, lady Alroy era simplemente una mujer obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones por el placer de ir allí tapada con su velo, imaginando que era la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no era más que una esfinge sin secreto.
-¿De veras lo crees?
-Estoy convencido. Sacó la cajita de tafilete, la abrió y contempló la fotografía.
-Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // LA PUERTA DEL SEÑOR MALETROIT // ROBERT LOUIS STEVENSON








ROBERT LOUIS STEVENSON (1850-1894)



Nació en Edimburgo, hijo único de un próspero ingeniero de una familia de constructores de faros. Aunque todos esperaban que siguiera la profesión familiar, se le permitió estudiar Derecho; pero, al terminar la carrera en 1875, tenía ya muy clara su vocación de escritor. Aquejado ya por entonces de una enfermedad respiratoria de la que nunca se desprendería, viajó por Francia y conoció el mundo literario y artístico. Sus primeros libros fueron precisamente crónicas de viaje: An Inland Voyage (1876) y Viajes con una burra (1897). Enamorado de la norteamericana Fanny Osbourne, cruzó el Atlántico y todo el continente hasta California para casarse con ella, según dejaría constancia en El emigrante por gusto (1894) y su continuación, Across the Plains (1894). Sin embargo, fue el universo de sus ficciones el que cautivó su siglo y, desde entonces, la posteridad: entre sus inolvidables creaciones cabe mencionar La isla, del tesoro (1883), La fecha negra (1883), Secuestrado (1886), El doctor, Jekyll y el señor Hyde (1886), además de numerosos relatos breves, como los recogidos en Las nuevas mil y una noches (1882), entre los que se encuentra «La puerta del señor de Malétroit» (The Sire de Malétroit's Door), publicado por primera vez en 1878 en la revista Temple Bar. Constante viajero, a la vez por espíritu de aventura y por motivos de salud, se instalaría en 1889 en Upolu, una isla de los Mares del Sur. De esa época son Los traficantes de naufragios (1892), Bajamar (1894) y los ensayos En los Mares del Sur (1894). Murió en 1894 y fue enterrado en la cima del monte Vaca.


La puerta del señor de Malétroit


Denis de Beaulieu no había cumplido aún veintidós años, aunque se consideraba ya un hombre maduro y un caballero muy dotado, por añadidura. Los muchachos se formaban muy rápido en aquella dura época de guerra. Y, cuando alguien ha participado en una batalla campal y en una docena de ataques, ha matado a un hombre de manera honorable y sabe un par de cosas sobre estrategia y sobre la humanidad, sin duda hay que perdonarle cierto alarde en la manera de andar. Al caer la tarde, después de ensillar su caballo con el debido cuidado, y de cenar con la debida calma, salió a hacer una visita, con muy buena disposición de ánimo. No era un modo de proceder muy sabio por parte del joven. Habría hecho mejor quedándose junto al fuego, o yéndose modestamente a la cama, ya que la ciudad estaba llena de tropas de Borgoña e Inglaterra, bajo un mando mixto y, aunque Denis tenía un salvoconducto, de poco le serviría en un encuentro fortuito.
Era septiembre del año 1429. El tiempo se había recrudecido; un viento variable, acompañado de un silbido agudo y cargado de lluvia, azotaba la comarca; las hojas caídas alborotaban por las calles. En algunos puntos se veía ya alguna ventana iluminada; el ruido de los soldados disfrutando con la cena llegaba a modo de ráfagas desde el interior, y era tragado y arrastrado por el viento. Empezaba a hacerse de noche rápidamente; la bandera de Inglaterra, que ondeaba en lo alto del chapitel, se volvía cada vez más tenue, en contraste con las nubes, que pasaban veloces; era ya tan sólo una pequeña mancha negra, como una golondrina en el caos tumultuoso y plomizo del cielo. Cuando cayó la noche, se alzó el viento y empezó a aullar bajo los arcos y a rugir entre las copas de los árboles del valle sobre el que se encontraba la ciudad.
Denis de Beaulieu anduvo deprisa, y muy pronto estaba ya llamando a la puerta de su amigo. Pese a que se había prometido quedarse sólo un rato para regresar pronto, el recibimiento de bienvenida fue tan agradable y le retrasaron tantas cosas que era ya bien pasada la medianoche cuando se despidió en el umbral de la puerta. Entretanto, el viento había vuelto a cesar; era una noche oscura como una tumba; ni una estrella, ni un centelleo de luz de luna se colaba por el dosel que formaban las nubes. Denis no era un buen conocedor de las intrincadas sendas de Chateau Landon; incluso a la luz del día había tenido algunas dificultades para encontrar el camino; ahora, en esta oscuridad absoluta, pronto se había perdido por completo. Sólo estaba seguro de una cosa: debía seguir subiendo la colina, ya que la casa de su amigo estaba situada en el extremo inferior, o a la cola, de Chateau Landon, mientras que la posada estaba en la parte superior, a la cabeza, bajo el gran chapitel de la iglesia. Con esta única pista, tropezaba y tanteaba a ciegas, ora respirando con más libertad, en lugares abiertos donde había un amplio retazo de cielo en lo alto, ora palpando la pared en lugares cerrados y sofocantes. Qué situación tan enigmática y misteriosa: estar así, sumergido en una negrura opaca, en una ciudad casi desconocida. Las posibilidades que abre el silencio son aterradoras. El contacto de la mano que explora con las frías barras de las ventanas causa en uno un sobresalto como si la mano hubiera tocado un sapo; las irregularidades del pavimento le ponen el corazón en la boca; una zona de oscuridad más densa amenaza con una emboscada o un abismo en el sendero; y, donde el aire es más claro, las casas adquieren una apariencia que aturde y extraña, como si quisieran desviarle a uno aún más de su camino. Para Denis, que tenía que regresar a su posada sin llamar la atención, este paseo suponía un verdadero peligro y le producía un verdadero malestar; iba cauteloso y valiente al mismo tiempo, y a cada esquina se detenía para observar.
Durante algún tiempo había estado recorriendo una senda tan estrecha que podía tocar una pared con cada mano, pero el camino empezó a abrirse y a descender bruscamente. Estaba claro que por ahí ya no iba en dirección a su posada; pero la esperanza de ver un poco más de luz le tentó a continuar hacia delante, para explorar. La senda terminaba en un terraplén con un muro con atalayas que ofrecía una vista entre las casas altas, como desde una aspillera, al valle oscuro e informe, varios centenares de pies más abajo. Denis bajó la vista y pudo observar unas pocas cimas de árboles oscilando y una única mota de resplandor allá donde el río daba a una presa. El tiempo estaba aclarando y el cielo se había iluminado, como si quisiera mostrar la silueta de las nubes más grandes y el contorno oscuro de las colinas. Según se adivinaba bajo aquella luz trémula e incierta, la casa que estaba a su izquierda tenía muy buena apariencia; estaba coronada con algunos pináculos y cumbres de pequeñas torres; desde el bloque principal se proyectaba de manera prominente la forma redondeada de la parte trasera de una capilla, que estaba bordeada con contrafuertes; la puerta estaba protegida bajo un porche enorme con figuras esculpidas, del que sobresalían dos grandes gárgolas. Las ventanas de la capilla brillaban a través de una intrincada tracería con una luz que parecía provenir de muchos cirios y que proyectaba los contrafuertes y el tejado puntiagudo en una oscuridad más intensa contra el cielo. No había duda de que se trataba de la residencia de alguna gran familia de los alrededores; y, como a Denis le recordaba a una casa que tenía en la ciudad, en Bourges, se quedó algún tiempo contemplándola y calibrando mentalmente la habilidad de los arquitectos y los miramientos de ambas familias.
Parecía no haber otro paso al terraplén que el sendero por el cual había llegado; así que sólo podía retroceder sobre sus pasos, aunque ahora, al menos, tenía una noción de sus inmediaciones, y esperaba, gracias a esto, dar con el camino principal para regresar rápidamente a la posada. No contaba con una serie de accidentes que harían de esta noche la más memorable de su vida, pues no había retrocedido más de cien yardas cuando vio que una luz se acercaba hacia él, y oyó unas voces que hablaban y retumbaban en el sendero. Era un grupo de soldados haciendo la ronda nocturna. Denis reparó en que todos habían estado bebiendo sin restricción y, por tanto, no estarían de humor para ser demasiado exigentes con los salvoconductos o con las sutilezas de la guerra caballeresca. Era tan probable que lo mataran como a un perro y que lo dejaran donde cayera, como que no. La situación era alentadora, pero inquietante. Sus propias linternas le ocultarían y no podrían verle, reflexionó; y confiaba en que las voces huecas de los soldados ahogarían el ruido de sus pisadas. Tal vez si intentaba ser veloz y silencioso, pudiese evitar que se dieran cuenta de su presencia.
Desgraciadamente, cuando se volvió para emprender la retirada, pisó un canto rodado con el pie y resbaló; cayó contra la pared emitiendo un quejido y su espada retumbó ruidosamente sobre las piedras. Oyó dos o tres voces que preguntaban quién iba, algunas en francés, algunas en inglés; pero Denis empezó a correr por el sendero sin responder. Una vez en el terraplén, se detuvo para mirar hacia atrás. Continuaban llamando y siguiéndole; justo en este momento, doblaron el paso para dirigirse en su busca, haciendo un ruido considerable cuando chocaban las armas y moviendo continuamente las linternas de derecha a izquierda, alternativamente, por las estrechas fauces del sendero.
Denis echó una ojeada a su alrededor y, de un salto, se introdujo en el porche. Allí podría evitar que le vieran o, si eso era esperar demasiado, al menos se hallaría en una posición excelente tanto para el diálogo como para la defensa. Con esta idea en mente, desenvainó la espada e intentó apoyar la espalda contra la puerta. Para su sorpresa, ésta cedió con el peso de su cuerpo y pese a que se volvió rápidamente, la puerta continuó girando hacia atrás sobre los goznes lubricados y silenciosos, hasta quedar totalmente abierta, dejando a la vista un interior oscuro. Cuando a uno le llegan las cosas de una manera oportuna, no es capaz de ser crítico con el cómo o el porqué, pues el interés personal inmediato parece justificación suficiente para los hechos más extraños y revolucionarios en nuestro quehacer cotidiano. Así que Denis, sin dudarlo un momento, dio un paso hacia el interior y cerró parcialmente la puerta tras de sí, para ocultar su escondite. No había pensado ni por un momento en cerrarla del todo pero, por alguna inexplicable razón, quizá debido a un resorte o a un contrapeso, la gran masa de roble macizo se le escapó de los dedos, y se cerró con un golpe que retumbó de una manera temible; luego se oyó un ruido como si una palanca automática hubiera quedado encajada.
En aquel mismo momento la ronda llegó al terraplén; continuaban llamándole con gritos y maldiciones. Los oía buscando por las esquinas oscuras, incluso oyó el mango de una lanza golpetear contra la puerta detrás de la cual se encontraba él. Pero aquellos caballeros estaban demasiado alegres para perder el tiempo, y pronto descendieron por un sendero tortuoso que Denis no había observado, y se fueron perdiendo de vista poco a poco, al tiempo que sus voces se apagaban entre las murallas almenadas de la ciudad.
Denis respiró de nuevo. Les dio un plazo de unos minutos por miedo a posibles imprevistos y después se puso a buscar a tientas algún modo de abrir la puerta para poder escabullirse. La puerta era muy lisa, no tenía ni una manilla, ni una moldura, ni nada que sobresaliera de ningún modo. Introdujo las uñas por los bordes y tiró hacia él, pero la masa era inamovible. Intentó sacudirla; era firme como una roca. Denis de Beaulieu frunció el ceño y dejó escapar un pequeño y silencioso silbido. ¿Qué le pasaba a aquella puerta?, se preguntó. ¿Por qué estaría abierta? ¿Cómo había llegado a cerrarse tan fácilmente y de manera tan eficaz tras él? Había algo oscuro y secreto tras todo aquello que carecía de significado para la imaginación del joven. Parecía una trampa; y, sin embargo, ¿quién podía imaginar una trampa en una callejuela tranquila y apartada como aquélla y en una casa tan próspera e incluso de aspecto tan noble? No obstante, fuera o no una trampa, de manera intencionada o no, el hecho es que allí estaba él, completamente atrapado, y a fe suya que no veía forma alguna de salir de allí. La oscuridad empezaba a pesarle. Prestó atención; afuera todo estaba en silencio, pero dentro, y bastante cerca, creyó oír un débil suspiro, un débil susurro sollozante, un pequeño crujido furtivo, como si estuvieran a su lado muchas personas procurando sigilo, controlando incluso la respiración, y con un secretismo extremo. La idea le estremeció en lo más profundo, y de pronto dio media vuelta de un salto, como si tuviera que defender la vida. Entonces, por primera vez, se percató de una luz a la altura de los ojos y, a cierta distancia, en el interior de la casa, un hilo de luz vertical que se ensanchaba por la parte inferior, como la luz que puede escapar entre dos aleros de un tapiz que cuelga sobre una puerta. Sólo ver algo era ya un alivio para Denis; era como un trozo de tierra firme para alguien que estuviera luchando en una marisma; empezó a pensar en ello con avidez, sin dejar de mirarla con atención, intentando recomponer lo que estaba ocurriendo a su alrededor de una manera lógica. Evidentemente, tenía que haber una escalera para poder subir desde el nivel en el que se encontraba hasta el de la entrada iluminada; y, de hecho, creyó atisbar otro hilo de luz, tan fino como una aguja y tan débil como una fosforescencia, que quizá se reflejara a lo largo de la madera pulida de una barandilla. Desde que había empezado a sospechar que no estaba solo, el corazón le había empezado a latir con una violencia asfixiante y se había adueñado de él un deseo intolerable de acción, de la que fuera. Creía encontrarse en peligro de muerte. ¿Qué podía ser más natural que subir inmediatamente la escalinata, levantar la cortina y afrontar la dificultad que le amenazaba? Por lo menos estaría tratando con algo tangible y saldría de la oscuridad. Empezó a avanzar despacio con las manos extendidas, hasta que su pie chocó con el primer escalón; entonces ascendió rápidamente por la escalera, se detuvo un momento para recomponerse, levantó el tapiz, y entró.
Se encontró en una gran habitación de piedra pulida. Había tres puertas; una a cada uno de los tres lados, todas cubiertas de forma similar por tapices. El cuarto lado tenía dos grandes ventanas y una gran chimenea de piedra, con el escudo de armas de los Malétroit tallado en ella. Denis reconoció las figuras del blasón y sintió una gran satisfacción por encontrarse en tan buenas manos. La habitación estaba muy iluminada; tenía pocos muebles, a excepción de una mesa muy maciza y una o dos sillas; la chimenea estaba apagada y había unas pocas cenizas diseminadas por el pavimento; sin duda estaban allí desde hacía días.
En una silla alta, al lado de la chimenea, y mirando hacia el lugar por donde había entrado Denis, había un caballero anciano y pequeño con una esclavina de piel sobre los hombros. Estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos colocadas una sobre la otra, y tenía una copa de vino aromático a la altura del codo, en una repisa de la pared. La expresión de su semblante reflejaba un aire tremendamente masculino, no propiamente humano, sino más bien como el que se aprecia en un toro, en un chivo o en un verraco doméstico; algo equívoco y halagüeño, codicioso, brutal y peligroso. El labio superior, excesivamente abultado, parecía hinchado por efecto de un golpe o de un dolor de muelas; y la sonrisa, las cejas puntiagudas y los pequeños ojos de mirada intensa ofrecían una expresión extravagante y malvada, casi cómica. Tenía la cabeza cubierta de hermosos cabellos blancos, como los de un santo, que caían lacios, formando un único rizo sobre la esclavina. La barba y el bigote eran de una dulzura y veneración extremas. La edad, probablemente a consecuencia de excesivos cuidados, no había dejado huella en sus manos; y eso que la mano de Malétroit era bien famosa. Sería difícil imaginar algo de diseño tan carnal y a la vez tan delicado; sus dedos afilados y sensuales eran como los de una de las mujeres de Leonardo; la bifurcación del pulgar presentaba una marcada protuberancia cuando la mano estaba cerrada; tenía las uñas perfectamente arregladas, y llamaban la atención por su color blanco mortecino. Lo que hacía su aspecto diez veces más temible era que un hombre con manos como aquéllas las tuviera devotamente plegadas, la una cruzada sobre la otra en el regazo, como virgen y mártir; que un hombre con una expresión tan intensa y tan sorprendente estuviera sentado en su silla contemplando a la gente fijamente, sin pestañear, como un dios o como la estatua de un dios. Su quiescencia parecía irónica y traicionera; no se ajustaba en absoluto a su apariencia.
Se trataba de Alain, señor de Malétroit.
Denis y él se miraron en silencio durante uno o dos segundos.
-Haga el favor de pasar dijo el señor de Malétroit-. Le he estado esperando durante toda la tarde.
No se había puesto en pie, pero acompañó sus palabras con una sonrisa y una pequeña inclinación de cabeza llena de cortesía. En parte por la sonrisa, en parte por el extraño murmullo musical con el que el señor de Malétroit introdujo su observación, Denis sintió un fuerte estremecimiento de verdadera repugnancia que le llegó hasta el tuétano. Y, debido a la repugnancia y a la confusión de su mente, apenas lograba juntar dos palabras para responder.
-Temo que se trate de un error por partida doble -dijo-. No soy la persona que supone; y parece que usted esperaba una visita. En lo que a mí respecta, nada podría estar más lejos de mis pensamientos o de mi intención que esta intrusión.
-Bueno, bueno -respondió con indulgencia el anciano caballero-. Aquí está, que es lo importante. Siéntese, amigo mío, y póngase cómodo. En seguida arreglaremos nuestros pequeños asuntos.
Denis se dio cuenta de que la situación seguía pendiente de cierto malentendido y se apresuró a continuar con las explicaciones.
-La puerta de su... -empezó.
-¿Mi puerta? -preguntó el anfitrión alzando las cejas puntiagudas-. Un pequeño e ingenioso artefacto -dijo encogiéndose de hombros-. ¡Un capricho hospitalario! Usted, por sí mismo, no tenía muchos deseos de conocerme. Nosotros, los ancianos, esperamos esa actitud de resistencia de vez en cuando; y, cuando atañe al honor, no nos detenemos hasta que encontramos el modo de sobreponernos. Usted llegó sin ser invitado, pero créame, es usted muy bienvenido.
-Continúa estando en un error, señor -dijo Denis-. No puede haber nada que tratar entre usted y yo. Yo soy un extraño en estos parajes. Me llamo Denis, damoiseau de Beaulieu. Si ahora estoy en su casa, es tan sólo...
-Mi joven amigo -le interrumpió-, deje que tenga mi propia opinión sobre el asunto. Probablemente en este momento difiera de la suya -añadió mirándole de reojo-, pero el tiempo dirá quién tiene la razón.
Denis estaba convencido de que trataba con un chiflado. Se sentó, encogiendo los hombros, dispuesto a esperar el resultado. Siguió una pausa, durante la que le pareció distinguir un murmullo apresurado, como de una oración pronunciada detrás del tapiz, justo enfrente de él. Algunas veces daba la impresión de que participaba una sola persona, a veces dos; la vehemencia de la voz, a pesar de su tono apagado, parecía indicar bien un gran apremio, bien una profunda agonía de espíritu. Se le ocurrió que aquel tapiz podría cubrir la entrada de la capilla que había visto desde fuera.
Mientras tanto, el anciano caballero inspeccionaba con una sonrisa a Denis, de pies a cabeza, y de vez en cuando emitía unos pequeños sonidos como los de un pájaro o un ratón, que parecían indicar un alto grado de satisfacción. Pronto la situación se hizo insoportable, y Denis, para darle fin, comentó que ya había cesado el viento.
El anciano estalló en una risa silenciosa, tan prolongada y violenta que se puso completamente colorado. Denis se levantó al instante y se colocó el sombrero con gesto ceremonioso.
-Señor -dijo-, si está usted cuerdo, me ha agraviado en grado sumo. Y, si no lo está, me enorgullezco de ser capaz de encontrar mejor entretenimiento que el de hablar con lunáticos. Soy consciente de que ha estado riéndose de mí desde el primer momento; no ha querido escuchar mis explicaciones; ahora ningún poder sobre la tierra me retendrá aquí ni un momento más; y, si no puedo encontrar la salida de una manera más decente, haré la puerta trizas con mi espada.
El señor de Malétroit alzó la mano derecha con el dedo índice y el meñique extendidos y, moviéndola de un lado a otro hacia Denis, dijo:
-Querido sobrino, siéntese.
-¡Sobrino! -respondió Denis-. Está usted mintiendo -y chasqueó los dedos delante del rostro del anciano.
-¡Siéntese, bribón! -exclamó el anciano caballero, esta vez con una voz áspera como el ladrido de un perro-. ¿No pensará -continuó- que cuando mandé hacer el pequeño artilugio para la puerta fue eso lo único que ideé? Si prefiere estar atado de pies y manos hasta que le duelan los huesos, póngase en pie e intente escapar. Si elige continuar siendo un petimetre libre que tiene una conversación agradable con un viejo anciano... entonces quédese tranquilamente sentado donde está, y que Dios le acompañe.
-¿Quiere decir que soy un prisionero? -inquirió Denis.
-Yo me limito a enunciar los hechos -respondió el otro-. Preferiría que usted mismo sacara sus conclusiones.
Denis volvió a sentarse. Aparentemente consiguió mantener la compostura; pero, por dentro, cuando no le hervía la sangre de furia, se le helaba de miedo. Ya no estaba tan convencido de encontrarse en manos de un loco. Y, si el viejo caballero estaba en su sano juicio, por amor de Dios, ¿qué suerte le depararía? ¿Qué absurda o trágica aventura le estaba sucediendo? ¿Qué expresión debía adoptar?
Mientras reflexionaba sobre la desagradable situación, el tapiz que colgaba por encima de la puerta de la capilla se alzó, y un cura alto, ataviado con las vestiduras propias de su condición, avanzó hacia ellos; tras mirar a Denis con detenimiento, muy interesado, durante un buen rato, dijo algo al señor de Malétroit en voz baja.
-¿Se encuentra más animada? -preguntó este último.
-Está más resignada, señor -respondió el cura.
-Que Dios Nuestro Señor la ayude, ¡es tan difícil de complacer! -dijo con desprecio el anciano-.¡Un mozo prometedor, de buena cuna, y, además, elegido por ella! ¡Cómo! ¿Qué más podría querer esa mujer?
-La situación no es corriente para una joven damisela -dijo el otro- y es, de algún modo, exasperante por la turbación a la que se ve sometida.
-Debió haber pensado en eso antes de empezar el baile. Yo no lo elegí, Dios lo sabe: pero ya que ella se ha metido en esto, por nuestra Señora, continuará hasta el final.
Y luego, dirigiéndose a Denis, preguntó:
-Monsieur de Beaulieu, ¿puedo presentarle a mi sobrina? Ella ha estado esperando su llegada, me atrevería a decir, con mayor impaciencia, incluso, que yo.
Denis se había resignado de buen talante... Sólo deseaba llegar a saber lo peor lo más rápidamente posible; así que se puso en pie de inmediato y asintió en señal de consentimiento. El señor de Malétroit siguió su ejemplo y se dirigió hacia la puerta de la capilla, moviéndose con dificultad, con ayuda del brazo del capellán. El cura apartó el tapiz, y entraron los tres. El edificio tenía elementos arquitectónicos de considerable ostentación. Una arista ligera arrancaba de seis fuertes columnas y descendía terminando en dos lujosas dovelas situadas en el centro de la bóveda. El recinto terminaba detrás del altar con una pared curva, repujada y calada con una sobreabundancia de adornos en relieve y perforada por muchas ventanitas con forma de estrella, de trébol o de círculo. Estas ventanas estaban vidriadas de manera imperfecta, y permitían que el aire nocturno circulara libremente por la capilla. Los cerca de cincuenta cirios que ardían sobre el altar se apagaron despiadadamente, y la luz pasó por muchas fases distintas de brillo y de semieclipse. Sobre los escalones, delante del altar, había una joven arrodillada, lujosamente ataviada, como una novia. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Denis cuando observó el atuendo de la joven; intentó desesperadamente quitarse de la cabeza la conclusión que parecía imponerse a su entendimiento; no podía ser, no debía ser lo que él estaba temiendo.
-Blanche -dijo el señor de Malétroit en un tono de lo más aflautado-, aquí hay un amigo que quiere verte, querida mía; vuélvete y ofrece tu preciosa mano. Es bueno que seas devota, pero hay que ser educada, sobrina mía.
La muchacha se puso en pie y se volvió hacia los recién llegados. Se movió toda de una pieza; cada línea de su cuerpo joven y lozano expresaba vergüenza y agotamiento; avanzaba con la cabeza baja, mirando al suelo. En el curso de su avance, sus ojos dieron con los pies de Denis de Beaulieu, unos pies de los que Denis se enorgullecía, cabe decir que justamente, y que adornaba del modo más elegante, incluso cuando viajaba. Ella hizo una pausa, como si las botas amarillas le hubiesen revelado un significado sorprendente, y echó una ojeada al rostro de su dueño. Sus ojos se encontraron; los labios de ella palidecieron; soltó un grito agudo, se cubrió el rostro con las manos, y se desplomó sobre el suelo de la capilla.
-Éste no es el hombre -dijo ella-. ¡Tío, no es éste no!
El señor de Malétroit gorjeó, en señal de conformidad.
-Por supuesto que no -dijo-. Eso ya lo esperaba Fue lamentable que no pudieses recordar su nombre.
-De veras -exclamó-, de veras, nunca había estado con este hombre antes, nunca, ni siquiera le había visto; y no quiero volver a verle. Señor -dijo volviéndose hacia Denis-, si es usted un caballero, confirmará mis palabras. ¿Le he visto alguna vez, o me ha visto alguna vez, antes de esta hora desventurada?
-En lo que a mí se refiere, nunca he tenido ese placer -contestó el joven-. He conocido a su agraciada sobrina por primera vez, señor, aquí y ahora.
El anciano caballero se encogió de hombros.
-Me entristece mucho oír eso -dijo-. Pero nunca es tarde. Yo no conocía mucho más a mi difunta señora antes de casarme con ella; lo que prueba -añadió con una sonrisa- que estos matrimonios improvisados pueden a menudo crear a largo plazo un excelente entendimiento. Como el novio ha de tener voz en el asunto, le dejaré dos horas para que recupere el tiempo perdido, antes de proceder con la ceremonia.
Y diciendo esto, empezó a andar hacia la puerta; el clérigo iba tras él.
La muchacha se puso de pie al momento.
-Tío, no puede estar hablando en serio -dijo-. Declaro ante Dios que me clavaré un puñal antes de ser obligada a casarme con este joven. Mi corazón se rebela; Dios prohíbe matrimonios de este tipo; está deshonrando sus blancos cabellos. ¡Ay, tío, apiádese de mí! No hay mujer en este mundo que no prefiera la muerte a una boda como ésta. ¿Es posible -añadió titubeante- que todavía no me crea? ¿Que piense que éste -y señaló a Denis, turbada por la irritación y el desprecio-, que todavía piense que se trata de este hombre?
-Francamente -respondió el anciano caballero deteniéndose en la entrada-, sí. Pero déjame que te explique de una vez por todas, Blanche de Malétroit, cómo veo yo este asunto. Cuando se te metió en la cabeza deshonrar a esta familia, y el nombre que he llevado, en la guerra y en la paz, durante más de seis décadas, perdiste el derecho no sólo a poner en duda mis designios, sino a mirarme directamente al rostro. Si tu padre estuviera todavía vivo, te habría escupido y echado de casa. Él sí que tenía mano de hierro. Ya puedes dar gracias a Dios, porque sólo tienes que tratar con una mano de terciopelo, señorita. Era mi deber casarte lo antes posible. Movido únicamente por la buena voluntad he tratado de encontrar a un galán para ti. Y creo que lo he conseguido. Pero ante Dios y todos los santos ángeles, Blanche de Malétroit, si no lo he hecho, me importa un comino. Así que permíteme que te recomiende que seas educada con nuestro joven amigo, porque, te doy mi palabra, tu próximo novio puede que resulte menos apetecible.
Y, dicho esto, salió, con el capellán pisándole los talones. El tapiz cayó tras la salida de ambos.
La joven se volvió hacia Denis con los ojos brillantes.
-¿Qué puede significar todo esto, señor? -preguntó.
-Sólo Dios lo sabe -respondió Denis tristemente-. Soy un prisionero en esta casa, que parece estar llena de locos. Eso es lo único que sé; y no entiendo nada.
-Le ruego tenga la bondad de decirme, ¿cómo llegó hasta aquí.? -preguntó.
El se lo contó lo más brevemente que pudo.
-En cuanto al resto -añadió-, quizá deba usted seguir mi ejemplo y así dar respuesta a todos estos enigmas. Dígame, por amor de Dios, en qué cree usted que acabará todo esto.
Ella guardó silencio, inmóvil, durante un momento; él podía ver cómo le temblaban los labios y cómo un fulgor febril irrumpía en aquellos ojos sin lágrimas. Entonces la muchacha se apretó la frente con las manos.
-¡Ay! ¡Cómo me duele la cabeza! -dijo, en un tono que reflejaba su agotamiento-. ¡Por no hablar de mi pobre corazón! Pero usted tiene derecho a conocer mi historia, por poco digna de una dama que pueda parecer. Me llamo Blanche de Malétroit; llevo sin padre ni madre desde... ¡ufl, desde siempre, y ciertamente, he sido muy infeliz toda la vida. Hace tres meses, un joven capitán empezó a sentarse a mi lado en la iglesia todos los días. Yo me daba cuenta de que le gustaba; sé que yo tengo mucha culpa, pero estaba tan contenta de que alguien me quisiera... Cuando me pasó una carta, me la llevé a casa y la leí con gran placer. Desde entonces me ha escrito muchas. ¡Estaba tan ansioso por hablar conmigo, pobre hombre! Y continuamente me pedía que algún día dejara la puerta abierta, al caer la tarde, para que pudiéramos tener dos palabras en la escalera, pues sabía cuánto confiaba en mí mi tío. -En este punto empezó a sollozar un poco y tuvo que esperar unos minutos antes de poder continuar-. Mi tío es un hombre duro, pero muy astuto -dijo al fin-. Ha protagonizado muchas hazañas en la guerra y fue una persona importante en la corte; en los viejos tiempos, la reina Isabeau confiaba mucho en él. No puedo decir cómo empezó a sospechar de mí, pero es difícil ocultarle nada; y esta mañana, según veníamos de misa, tomó mi mano en la suya, me obligó a abrirla y leyó la breve carta, mientras andaba a mi lado todo el camino. Cuando terminó de leerla, me la devolvió muy educadamente. En ella había otra petición para que dejara la puerta abierta; y esto es lo que nos ha llevado a todos a la ruina. Mi tío, de manera inflexible, no me ha dejado salir de mi habitación hasta la caída de la tarde y, luego, me ha ordenado que me vistiera como me ve usted ahora.. Una mofa grotesca para una joven, ¿no cree? Supongo que, al no poder persuadirme de que le dijera el nombre del joven capitán, ha debido de preparar una trampa para él, en la cual, ¡ay!, ha caído usted, por la cólera de Dios. Yo preveía un gran trastorno, porque ¿cómo podía saber si él querría tomarme como esposa en unas condiciones tan extremas? Puede que tan sólo estuviera tonteando conmigo desde el principio; o puede que considerara que yo me he rebajado demasiado. ¡Pero verdaderamente, nunca imaginé un castigo tan vergonzoso como éste! Nunca pude pensar que Dios permitiría que una muchacha tuviera que sufrir semejante deshonra delante de un joven. Ahora ya se lo he contado todo; lo único que puedo esperar es que no me deteste.
Denis le dedicó una reverencia
-Señora -dijo-, me ha hecho un honor con su confidencia. Ahora queda pendiente que yo pruebe que no soy desmerecedor de ese honor. ¿Se encuentra cerca el señor de Malétroit?
-Creo que está afuera, escribiendo, en la sala -le respondió.
-¿Me permite que la lleve hasta allí, señora? -preguntó Denis, ofreciendo su mano con modales sumamente corteses.
Ella aceptó, y la pareja abandonó la capilla; Blanche, muy decaída y abochornada, mientras Denis se pavoneaba, consciente de su misión y con la certeza infantil de que lograría cumplirla con honor.
El señor de Malétroit se puso en pie para recibirlos, con deferencia irónica.
-Señor -dijo Denis, con el talante más ostentoso posible-, creo que he de tener la oportunidad de decir algo respecto a este matrimonio; y permítame que le diga ahora mismo que no seré partícipe de violentar los deseos de esta joven. Si me hubiese sido ofrecida libremente, habría aceptado orgullosamente su mano, pues me doy cuenta de que es tan buena como bella. Pero, tal y como están las cosas, ahora, señor, tengo el honor de rehusar.
Blanche le miró con gratitud; pero el anciano caballero tan sólo sonreía y sonreía, hasta que su sonrisa se hizo positivamente desagradable para Denis.
-Me temo, monsieur de Beaulieu -dijo-, que no acaba de comprender la opción que le brindo. Sígame, se lo ruego, hasta aquella ventana -y le guió hasta una de las grandes ventanas que no se cerraban por la noche-. Observará-continuó- que hay un anillo de hierro en la mampostería superior y, atravesándolo, una cuerda muy efectiva. Ahora, preste atención a mis palabras: en caso de que encontrara usted insuperable su falta de apego hacia la persona de mi sobrina, le haría colgar de esta ventana antes del amanecer. Lamentaré mucho tener que proceder de manera tan extrema, puede creerme, pues no deseo su muerte en modo alguno, sino asentar a mi sobrina en la vida. Por otra parte, así habrá de terminar, si se muestra obstinado. Usted, monsieur de Beaulieu, procede de una buena familia, pero ni aunque descendiese de Carlomagno podría rechazar la mano de un Malétroit impunemente, ni aun en el caso de que ella hubiese sido tan frecuentada como la carretera de París, o tan horrenda como la gárgola que cuelga sobre la puerta de mi casa. Ni mi sobrina, ni usted, ni siquiera mis propios sentimientos cuentan en este asunto. Está en juego el honor de esta casa; creo que usted es el culpable; por lo menos, ahora forma usted parte del secreto, y apenas puede sorprenderse de que le pida que borre la mancilla. Si no estuviera dispuesto, ¡su sangre pesará sobre su propia conciencia! No es que me vaya a complacer demasiado tener sus interesantes restos bajo mis ventanas, golpeando un talón contra otro con la brisa; pero tener medio pan es mejor que no tener nada y, si no puedo reparar el deshonor, por lo menos detendré el escándalo.
Se hizo una pausa.
-Creo que hay otras formas de arreglar enredos de este tipo entre caballeros -dijo Denis-. Lleva una espada y, según he oído, la ha usado con distinción.
El señor de Malétroit hizo una seña al capellán; éste cruzó la habitación a zancadas largas y silenciosas y alzó el tapiz que cubría la tercera puerta de las tres. En seguida lo soltó de nuevo; pero Denis tuvo tiempo de ver un pasadizo polvoriento lleno de hombres armados.
-Cuando era algo más joven, habría estado encantado de hacerle el honor, monsieur de Beaulieu -dijo el señor Alain-; pero ahora soy demasiado viejo. Un fiel retén es el recurso de la edad, y yo debo emplear la fuerza que tengo. Ésta es una de las cosas más duras que debe soportar un hombre a medida que entra en años, pero, con un poco de paciencia, uno se acostumbra incluso a esto. Usted y la señora parecen preferir la sala para pasar las dos horas que les quedan; y, como no tengo deseo de interferir en su preferencia, se la cedo para que haga uso de ella con todo el placer del mundo. ¡No se apresure! -añadió alzando la mano cuando vio la mirada peligrosa que asomaba en el rostro de Denis de Beaulieu-. Si le repele la idea de morir ahorcado, habrá tiempo suficiente después de esas dos horas para arrojarse por la ventana o sobre las lanzas de mi retén. Dos horas de vida son dos horas de vida. Pueden suceder muchas cosas, incluso en un lapso de tiempo tan corto. Además, si interpreto correctamente la expresión de mi sobrina, creo que ella todavía tiene algo que decirle. ¿No querrá estropear sus dos últimas horas con una falta de cortesía hacia una dama?
Denis miró a Blanche y ella le hizo un gesto implorante.
Es probable que el anciano caballero se sintiese enormemente satisfecho con esta señal de entendimiento, pues sonrió a los dos, y añadió dulcemente:
-Si me da su palabra de honor, monsieur de Beaulieu, de que esperará a que yo regrese después de las dos horas, antes de intentar nada desesperado, mandaré retirar mi retén para permitirle hablar con mayor intimidad con la señorita.
Denis echó de nuevo una rápida ojeada a la muchacha; ésta parecía rogarle que aceptara.
-Le doy mi palabra de honor -dijo.
El señor de Malétroit hizo una inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar la estancia moviéndose con dificultad, mientras se aclaraba la garganta con aquel gorjeo gutural, extraño y musical, que había llegado a ser tan irritante para Denis de Beaulieu. Primero se hizo con algunos papeles que se encontraban sobre la mesa; luego fue hacia la boca del pasadizo y pareció dar una orden a los hombres detrás del tapiz; por último, salió a duras penas por la puerta por la que había entrado Denis, no sin antes volverse en el umbral para dirigir una última sonrisa acompañada de otra nueva inclinación de cabeza a la joven pareja; le seguía el capellán sosteniendo una lámpara de mano.
Tan pronto estuvieron a solas, Blanche avanzó hacia Denis con las manos extendidas. Tenía el rostro encendido y lleno de agitación, y los ojos brillantes de lágrimas.
-¡Usted no morirá! -exclamó ella-. ¡Se casará conmigo, después de todo!
-Parece pensar, señora -respondió Denis-, que temo en grado sumo la muerte.
-Oh, no, no -dijo ella-. Ya veo que no es usted un cobarde. Lo digo por mí; no podría soportar que le asesinaran por semejantes escrúpulos.
-Temo que no estime la dificultad en su justa medida, señora -dijo Denis-. Lo que usted aceptaría por ser demasiado generosa podría yo no aceptarlo por ser demasiado orgulloso. En un momento en el que se ha visto afectada por sentimientos nobles hacia mí, ha olvidado lo que quizá deba a otros.
Tuvo la decencia de no apartar la vista del suelo mientras decía esto y también una vez que hubo terminado, como evitando contemplar la confusión que creaban sus palabras. Ella siguió callada un momento; luego, de repente, empezó a andar hacia el otro lado de la sala; cayó sobre la silla de su tío, y rompió en suaves sollozos. Denis estaba completamente avergonzado. Miró a su alrededor, como buscando inspiración, y, como vio un banco, se sentó en él, por hacer algo. Allí se quedó, jugando con la vaina de su estoque, deseando estar muerto una y otra vez, miles de veces, y enterrado bajo el montón de desperdicios de la cocina más desagradable de París. Recorrió la estancia con la mirada, pero no encontró nada donde detenerla. Había tanto espacio entre los muebles, la luz caía tan débil y triste sobre todo lo que les rodeaba, el aire oscuro que asomaba por las ventanas se veía tan frío desde dentro, que pensó que nunca había visto una iglesia tan grande ni un lugar tan melancólico como esta tumba. Los sollozos regulares de Blanche de Malétroit medían el tiempo corno el tictac de un reloj. Leyó el emblema del escudo una y otra vez, hasta que se le nubló la vista; contempló las esquinas llenas de sombras hasta que las imaginó llenas de animales horribles; y de vez en cuando volvía en sí con un sobresalto, al recordar que sus dos últimas horas iban pasando, y que la muerte estaba en camino.
A medida que pasaba el tiempo, detenía cada vez con más frecuencia su mirada en la muchacha. Tenía el rostro inclinado hacia delante, cubierto con las manos, y de vez en cuando su cuerpo temblaba a causa del convulsivo hipo que le producía la pena. Incluso así, no era un objeto desagradable para explayarse en él; tan rolliza y sin embargo tan delicada; tenía una piel morena y cálida, y el cabello más hermoso, pensó Denis, de toda la historia de la mujer. Las manos eran como las de su tío; pero encajaban mejor al final de sus jóvenes brazos, y parecían infinitamente suaves y acariciables. Recordó cómo brillaban sus ojos azules cuando le miraban llenos de furia, pena e inocencia Y cuanto más se explayaba en sus perfecciones, más fea parecía la muerte y más profundamente le afligía el remordimiento por las lágrimas continuas de la joven. Ahora creía que ningún hombre podía atreverse a abandonar un mundo que contuviera una criatura tan bella; y que en ese momento habría dado cuarenta minutos de su última hora por haberse retractado de aquellas crueles palabras que había pronunciado.
De pronto oyeron el canto ronco y rasgado de un gallo que venía del valle oscuro bajo las ventanas. Este sonido repentino tuvo el mismo efecto, en el silencio que los rodeaba, que una luz en un sitio oscuro y les apartó bruscamente de sus reflexiones.
-¡Ay! ¿Puedo hacer algo para ayudarle? -dijo ella alzando la mirada.
-Señora -contestó Denis, sin venir del todo a cuento-, si he dicho algo que la ofendiera, créame, ha sido pensando en su propio bien, no en el mío.
Ella se lo agradeció con los ojos bañados en lágrimas.
-Sufro cruelmente por la posición en la que usted se encuentra -continuó-. El mundo ha sido muy duro con usted. Su tío es una deshonra para la humanidad. Créame, señora, no hay ni un solo joven caballero en toda Francia que no se sintiera dichoso de tener la oportunidad que yo tengo, la de morir por hacerle un pequeño servicio.
-Ya sé lo valiente y generoso que puede ser usted -contestó ella-. Lo que quiero saber es si puedo serle yo de algún servicio... ahora, o más tarde-añadió con un estremecimiento.
-Por supuesto -respondió él sonriendo-. Déjeme sentarme a su lado como si fuera un amigo en lugar de un estúpido intruso; intente olvidar la manera tan extraña en que hemos llegado a encontrarnos en esta situación difícil para los dos; haga que mis últimos momentos transcurran agradablemente y así me hará el mayor servicio posible.
-Es usted muy galante... -añadió ella con una tristeza todavía más honda- muy galante... y eso, de alguna manera, me duele. Pero acérquese, si quiere; y, si encuentra algo que decirme, por lo menos puede estar seguro de que tendrá una persona que le escuchará muy cordialmente. !Ay! monsieur de Beaulieu -estalló-, ¡ay! monsieur de Beaulieu, ¿cómo puedo mirarle a la cara? -y volvió a sucumbir en el llanto.
-Señora -dijo Denis, tomando la mano de ella entre las suyas-, piense en el poco tiempo de que dispongo, y en la gran amargura que me produce contemplar su aflicción. Líbreme, en estos últimos momentos, del espectáculo de lo que no puedo curar, ni siquiera sacrificando mi propia vida.
-Soy muy egoísta -dijo Blanche-. Por usted, Monsieur de Beaulieu, seré más valiente. Pero piense si no hay ningún favor que pueda hacerle yo en el futuro... si no tiene usted amigos a los que podría llevar su último adiós. Hágame todos los encargos que pueda; cada carga hará más ligera, siquiera con tan poco, la deuda incalculable que tengo con usted, fruto del agradecimiento que le debo. Permita que haga algo más por usted, aparte de llorar.
-Mi madre se ha vuelto a casar y tiene una nueva familia de la que hacerse cargo. Mi hermano heredará mi feudos; y, si no me equivoco, eso le compensará con creces por mi muerte. La vida es como la bruma que pasa, como nos dicen los que han recibido órdenes sagradas. Cuando un hombre se encuentra en una posición satisfactoria y agradable, ve toda la vida por delante y le parece que es una figura muy importante en este mundo. El mundo se vuelve a su paso: su caballo relincha, suenan las trompetas y las muchachas se asoman a las ventanas cuando entra en la ciudad cabalgando al frente de su compañía; recibe muchas muestras de confianza y respeto... algunas veces expresadas en una carta... otras veces cara a cara... de personas de gran prestigio que le persiguen con insistencia. No es de extrañar que se le suba a la cabeza durante algún tiempo. Pero una vez muere, ya podía ser tan valiente como Hércules, o tan sabio como Salomón, pronto es olvidado. No hace todavía diez años que cayó mi padre, junto con otros muchos caballeros, en un combate muy feroz, y no creo que ni uno solo de todos ellos, ni siquiera el nombre de la batalla, se recuerde ahora. No, no, señora, cuando más cerca está uno de la muerte, la ve como una esquina oscura y polvorienta por la que un hombre entra en su tumba, y cierra la puerta tras él hasta el día del juicio. Ahora sólo tengo unos pocos amigos y, una vez muerto, no tendré ninguno.
-¡Ay, monsieur de Beaulieu! -exclamó-. Está olvidando a Blanche de Malétroit.
-Su dulce naturaleza, señora, es la que tiene a bien estimar un pequeño servicio más allá de lo que vale.
-No es eso -respondió-. Se equivoca si cree que me emociono tan fácilmente sólo por lo que ha hecho por mí. Digo eso porque es usted el hombre más noble que he conocido; porque reconozco en usted un espíritu que habría hecho famosa en este país incluso a la persona más corriente.
-Y, no obstante, muero aquí, en una ratonera... sin otro ruido a mi alrededor que el de mis propios quejidos -contestó él.
El rostro de la joven reflejaba un gran dolor y guardó silencio durante un rato. De pronto, una luz se le iluminó en los ojos y, sonriendo, habló de nuevo:
-No puedo permitir que mi héroe piense mal de sí mismo. A cualquiera que dé su vida por otro le recibirán los heraldos y los ángeles de Dios nuestro Señor en el Paraíso. Pero no hay razón para que sea usted colgado; porque... le ruego que me diga... ¿cree que soy bella? -preguntó, sonrojándose profundamente.
-Ciertamente, señora, sí lo creo -respondió él.
-Me alegro de oír eso -contestó con entusiasmo-. ¿Cree usted que hay muchos hombres en Francia a los que una mujer bella y soltera ha pedido en matrimonio, que la petición haya salido de sus propios labios, y que la hayan rechazado en su presencia? Sé que ustedes los hombres casi despreciarían un triunfo semejante; pero, créame, nosotras las mujeres sabemos más sobre lo que es más valioso en el amor. No hay nada que haga crecer más la estima de una persona; y no hay nada que nosotras las mujeres estimemos más.
-.Es usted muy buena -dijo-. Pero no puede hacerme olvidar que a mí me fue pedido por pena y no por amor.
-Yo no estoy tan convencida de eso -contestó ella, sin levantar la cabeza-. Escúcheme hasta el final, monsieur de Beaulieu. Sé cuánto me desprecia; soy consciente de que tiene razones para hacerlo; soy una pobre criatura que no merece ni un solo pensamiento suyo, a pesar de que, ¡ay de mí!, tiene que morir por mí esta mañana. Pero, cuando yo le pedí que se casara conmigo, de verdad, de verdad, fue porque le respetaba y le admiraba, y le he amado con toda mi alma desde el mismo momento en que se puso de mi parte contra mi tío. Si hubiera podido usted ver lo noble que parecía, sentiría pena por mí, más que desprecio. Y ahora -continuó apresuradamente, reprendiéndole con la mano-, aunque he renunciado a la discreción diciéndole tanto, recuerde que yo ya conozco cuáles son sus sentimientos por mí. No le agotaría, créame, de acuerdo con mi noble nacimiento, insistiéndole para que aceptase. Yo también tengo mi orgullo: y declaro ante la santa Madre de Dios que, si ahora se echase atrás en la palabra ya dada, no me casaría antes con usted que con el novio que tiene pensado para mí mi tío.
Denis sonrió con un poco de amargura.
-Es un amor pequeño -dijo- el que retrocede ante un poco de orgullo.
Ella no contestó, aunque probablemente tuviera en que pensar.
-Venga aquí a la ventana -dijo él suspirando-. Está amaneciendo.
Y ciertamente estaba llegando el alba. El hueco del cielo rebosaba con la luz del día, esencial, incolora y limpia, y el valle estaba inundado de un reflejo gris. Sobre las ensenadas del bosque se veían unas finas nubes de bruma y también a lo largo del tortuoso curso del río. La escena produjo un efecto sorprendente de quietud, que fue interrumpido bruscamente cuando, una vez más, los gallos empezaron a cacarear entre las pequeñas granjas. Quizá el mismo que había hecho en la oscuridad un estruendo tan horrible menos de media hora antes, lanzaba ahora los vítores más alegres para saludar al día que empezaba. Un viento débil bullía formando remolinos entre las copas de los árboles que crecían debajo de las ventanas. La luz del día continuaba saliendo a raudales por el este, insensiblemente; pronto se haría incandescente y lanzaría la bola de cañón roja y cálida, el sol naciente.
Denis contemplaba este panorama con cierto estremecimiento. Había tomado la mano de la muchacha y la retenía en las suyas casi inconscientemente.
-¿Ya ha llegado el nuevo día? -preguntó ella; y luego, sin demasiada lógica-: ¡Qué larga ha sido la noche! ¡Ay! ¿Qué diremos a mi tío cuando regrese?
-Lo que usted desee -dijo Denis, estrechando los dedos de ella entre los suyos.
Ella no dijo nada.
-Blanche -dijo, pronunciando su nombre con rapidez, inseguridad y pasión-, ya ha visto si temo o no a la muerte. Y ya debe saber muy bien que, para mí, poner un dedo sobre usted sin su libre y total consentimiento sería lo mismo que saltar por esa ventana al vacío. Ahora bien, si le importo algo, no permita que pierda la vida por un malentendido; pues la amo más que a cualquier otra cosa en el mundo; y, aunque moriría dichoso por usted, seguir viviendo para emplear la vida a su servicio sería como disfrutar de todos los gozos del Paraíso juntos.
Según terminó de hablar, en el interior de la casa empezó a oírse un fuerte timbre. A continuación, el estruendo de armas en el pasillo indicó que el retén regresaba a su puesto y que las dos horas habían llegado a su fin.
-¿Después de todo lo que ha oído? -susurró, dirigiendo hacia él los labios y los ojos.
-Yo no he oído nada-contestó.
-El nombre del capitán era Florimond de Champdivers -le dijo al oído.
-No lo he oído -contestó. Y estrechó el cuerpo ágil de la muchacha entre sus brazos, cubriendo de besos su rostro empapado.
Detrás de ellos se pudo oír un gorjeo melodioso seguido de una bella risita ahogada; y la voz del señor de Malétroit deseó los buenos días a su nuevo sobrino.


















ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // UN DIA UNICO // HENRY JAMES








HENRY JAMES (1843-1916)


Nació en Nueva York, en el seno de una rica y culta familia de origen irlandés. Recibió una educación ecléctica y cosmopolita, que se desarrolló en gran parte en Europa. En 1875, se estableció en Inglaterra, después de publicar en Estados Unidos sus primeros relatos. El conflicto entre la cultura europea y la norteamericana está en el centro de muchas de sus obras, desde sus primeras novelas, Roderick Hudson (1875) o El americano (1876-1877), hasta la trilogía que culmina su carrera: Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada, (1904). Maestro de la novela breve, algunos de sus logros más celebrados se encuentran en este género: Otra vuelta de tuerca (1898), En la jaula (1898) o Los periódicos (1903). Escribió, asimismo, numerosos relatos breves. «Un día único» (A Day of Days) se publicó por primera vez en la revista Galaxy en 1866 y fue luego incluido en el volumen Stories Revived (1885). Nacionalizado británico, Henry James murió en Londres en 1916.



Un dia único



El señor Herbert Moore, un caballero de renombre en el mundo científico, viudo y sin hijos, incapaz de conciliar sus costumbres sedentarias con el gobierno doméstico, había invitado a su única hermana a vivir con él y ocuparse de la casa. La señorita Adela Moore había accedido de buen grado a su propuesta, pues la muerte de su madre acababa de dejarla sin tutela formal. Tenía veinticinco años, y era un miembro muy activo de lo que ella y sus amigos llamaban sociedad. Se sentía casi como en casa en los mejores círculos de tres grandes ciudades, y había corrido la mayoría de las aventuras que esperan a una joven en el umbral de la vida. Se había prometido de forma bastante apresurada e imprudente, pero, al final, había conseguido romper el compromiso. Había pasado un verano o dos en Europa, y había viajado a Cuba con una buena amiga gravemente enferma de tuberculosis, que había fallecido en un hotel de La Habana. Aunque su belleza no era ni mucho menos perfecta, era sumamente atractiva, y tenía eso que a las jóvenes damas les gusta llamar un air, es decir, era alta y delgada, con un largo cuello, una pequeña frente y una bonita nariz. Incluso después de seis años de la mejor sociedad, su educación seguía siendo excelente. Poseía, además, una considerable fortuna, y tenía fama de ser inteligente sin detrimento de su amabilidad y amable sin detrimento de su ingenio. Todo esto, como reconocerá el lector, debería haberle asegurado un magnífico porvenir; pero lo cierto es que no le había importado abandonar tales perspectivas y enterrarse en el campo. Tenía la impresión de haber visto lo suficiente del mundo y de la naturaleza humana, y de que un período de aislamiento sería muy reconfortante. Había empezado a sospechar que, para una joven de su edad, era excesivamente juiciosa y madura... y, lo que es más, a sospechar que los demás sospechaban lo mismo. Como gran observadora de la vida y sus costumbres, siempre que se le presentaba la oportunidad, se creía en la obligación de organizar los resultados de su análisis y convertirlos en principios y normas de conducta. Se estaba volviendo -o eso argumentaba- demasiado impersonal, demasiado crítica, demasiado inteligente, demasiado contemplativa, demasiado justa. Una mujer no tenía derecho a ser tan justa. La compañía de la naturaleza, del inmenso cielo y de los bosques primigenios frenaría el desarrollo enfermizo de su imaginación. Pasaría el tiempo en medio del campo y se limitaría a vegetar; caminaría, montaría a caballo y leería los anticuados libros de la biblioteca de Herbert.
Encontró a su hermano instalado en un casa muy bonita, aproximadamente a una milla del pueblo más cercano, y a seis millas de otra población, sede de una pequeña pero antigua universidad, donde daba una clase semanal. Le había visto tan poco en los últimos años que era casi un desconocido para ella; pero no había ninguna barrera que romper. Herbert Moore era uno de los hombres más sencillos y pacíficos del mundo, y uno de los estudiosos más serios y perseverantes. Había tenido la vaga idea de que Adela era una joven amante de los lujos y que, de alguna forma, a su llegada, un séquito de animados acompañantes invadiría la casa. Pasaron seis meses juntos antes de que se percatara de que su hermana llevaba una vida casi ascética. Cuando transcurrieron seis meses más, Adela había recuperado una deliciosa sensación de juventud y naïveté. Aprendió, gracias a las enseñanzas de su hermano, a pasear -mejor dicho, a escalar, pues era una región de grandes colinas-, montar a caballo y herborizar. Un año después de su llegada, en el mes de agosto, recibió la visita de una vieja amiga, una joven de su edad que había pasado el mes de julio en un balneario y estaba a punto de casarse. Adela había empezado a tener miedo de haber caído en una rusticidad casi irrevocable y de haber perdido sus habilidades sociales, ese «conocimiento del mundo» que la había caracterizado en el pasado; pero una semana de conversaciones íntimas con su amiga bastó para convencerla de que no sólo no había olvidado cuanto había temido, sino que no había olvidado cuanto había esperado. Por esa razón, entre otras, la marcha de su amiga la dejó algo abatida. Se sentía sola e incluso un poco más vieja: había perdido otra ilusión. Laura Benton, a la que tenía en gran estima un año antes, le parecía ahora una personita muy baladí que hablaba de su enamorado con una ligereza casi indecorosa.
Entretanto, septiembre siguió lentamente su curso. Cierta mañana, el señor Moore desayunó muy deprisa y salió de casa para coger el tren a Slowfield, donde tenía que asistir a una conferencia que, según afirmó, no sabía si le permitiría volver a almorzar, o lo retendría hasta la noche. Era casi la primera vez, en sus meses de vida campestre, que Adela se quedaba sola unas horas. La presencia silenciosa de su hermano era bastante imperceptible; y, sin embargo, ahora que se había alejado, experimentó un extraño sentimiento de libertad: una vuelta a los primeros años de su infancia, cuando, debido a alguna catástrofe doméstica, dejaban que ella se las arreglara sola durante una larga mañana. «¿Qué podía hacer?», se preguntaba, con la sonrisa que reservaba para sus virginales monólogos. Era un buen día para trabajar, pero todavía mejor para ir alegremente de un lado a otro. ¿Se acercaría al pueblo y visitaría a un montón de vecinos aburridos? ¿Iría a la cocina y prepararía un budín para la cena? Sintió un deseo acuciante y delicioso de hacer algo ilícito, de jugar con fuego, de descubrir algún armario de Barbazul. Pero el pobre Herbert no era ningún Barbazul; aunque ella quemara su casa, no le exigiría ninguna reparación. Adela salió a la veranda y, sentándose en los escalones, contempló la campiña. Era, al parecer, el último día del verano. El cielo estaba de un azul muy pálido; las colinas boscosas se vestían de los colores mórbidos del otoño; el enorme pinar detrás de la casa parecía haber detenido y aprisionado las quejumbrosas brisas. Mientras miraba la carretera que conducía al pueblo, a Adela se le ocurrió pensar que quizá viniera alguien de visita; se sentía tan altruista que, si apareciera algún vecino, lo agasajaría. Guando el sol se elevó, volvió a entrar y se instaló con su labor de aguja en un mirador del segundo piso, que, entre las cortinas de muselina y el marco exterior de plantas trepadoras, dominaba secretamente el acceso principal a la casa. Mientras sacaba los hilos, observó la carretera con un convencimiento cada vez mayor de que estaba destinada a recibir una visita. El aire era templado, aunque todavía no hacía calor; la suave lluvia nocturna había dejado un rastro de polvo. Desde el principio, había sido motivo de queja, entre los nuevos amigos de Adela, que tratase con la misma amabilidad a todos los hombres y lo que era aún más sorprendente, a todas las mujeres. No sólo no se había dedicado a cultivar ninguna amistad en especial, sino que tampoco se le conocían preferencias. Sin embargo, que nadie imagine que sus pensamientos eran completamente imparciales mientras meditaba con la ventana abierta. Había decidido en seguida que, en respuesta a los requisitos del momento, su visitante tenía que ser de un sexo lo más distinto posible al suyo; y como, gracias a las pequeñas diferencias a favor de uno u otro de los individuos que había podido conocer desde que vivía en el campo, la lista de jóvenes tenía un único nombre en aquel momento de necesidad, sus pensamientos se hallaban centrados en el portador del mismo, el señor Weatherby Pynsent, ministro de la Iglesia Unitaria. Si en lugar de ser la historia de la señorita Moore, fuera ésta la historia del señor Pynsent, se resumiría fácilmente diciendo que estaba muy lejos de allí. Aunque afiliada a un ceremonial más rico que el suyo, Adela se había sentido tan complacida con uno de sus sermones, al que se había permitido prestar un oído tolerante, que, encontrándose con él algún tiempo después, le había recibido con lo que ella consideraba una cuestión doctrinal más bien «espinosa»; después de lo cual, rehuyendo cortésmente su pregunta, el señor Pynsent le había pedido permiso para visitarla y hablar de sus «dificultades». Aquella breve entrevista había llevado a que el corazón del joven ministro la venerara; y la media docena de veces en que, posteriormente, se las había arreglado para verla, habían añadido nuevas velas a su altar. Es justo añadir, sin embargo, que, a pesar de ser un cautivo, el señor Pynsent no era todavía un captor. Era simplemente un joven y honrado clérigo que, en aquellos momentos, daba la casualidad de ser el compañero más comprensivo a su alcance. Adela, a los veinticinco años de edad, tenía un pasado y un futuro. El señor Pynsent le recordaba al primero y era una anticipación del segundo.
De modo que cuando, finalmente, con la mañana a punto de dar paso al mediodía, divisó en la distancia la figura de un hombre que avanzaba balanceando su bastón por la cuneta cubierta de hierba, la joven sonrió para sí con cierta complacencia. Pero, incluso mientras sonreía, se dio cuenta de que su corazón latía estúpidamente. Adela se puso en pie y, contrariada por aquella emoción gratuita, se detuvo un momento medio decidida a no ver a nadie. Mientras lo hacía, lanzó otra mirada a la carretera. Su amigo se había acercado, y, al recortarse en la distancia, empezó a darse cuenta de que no se trataba de él. Sus dudas no tardaron en desvanecerse; el caballero era un desconocido. Delante de la casa, el camino se dividía en tres ramales; un gigantesco olmo, alto y esbelto como el haz de una espigadora, con un viejo banco a sus pies, hacía de rond-point poco convencional. El desconocido venía por el otro lado de la carretera y, cuando llegó al olmo, se detuvo y miró a su alrededor, como si quisiera comprobar alguna dirección que le hubiesen dado. Luego, deliberadamente, siguió recto. Adela tuvo tiempo de ver, sin que él lo advirtiera, que se trataba de un joven fornido, con barba y un cómodo sombrero blanco. Después del lógico intervalo, Becky, la doncella, subió con una tarjeta en la que, con cierto descuido, habían sobrescrito a lápiz:

THOMAS LUDLOW
Nueva York


Dándole la vuelta con los dedos, Adela vio que el caballero había empleado el reverso de una tarjeta robada de la cesta de su mesa del salón. Había tachado el nombre impreso en la otra cara, donde se leía: «Señor Weatherby Pynsent» .
-Me ha pedido que le entregue esto, señora dijo Becky-. Lo cogió él mismo de la bandeja.
-¿Ha preguntado por mí?
-No, ha preguntado por el señor Moore. Cuando le he dicho que no estaba en casa, ha querido saber si había alguien de la familia. Le he contestado que usted era su única familia, señora.
-Está bien -exclamó Adela-, bajaré en seguida.
Sin embargo, rogándole que nos disculpe, nosotros iremos unos pasos por delante de ella.
Tom Ludlow, como le llamaban sus amigos, era un joven de veintiocho años, del que puede el lector haber oído las más variadas opiniones; ya que, hasta donde llegaba su fama (que no era muy lejos), era al mismo tiempo uno de los hombres más queridos y más odiados. A pesar de haber nacido en una de las esferas más bajas de la vida neoyorquina, parecía estar siempre en su elemento. Cierta rudeza en sus modales y en su aspecto evidenciaba que pertenecía a la inmensa, vulgar, musculosa y popular mayoría. Partiendo de esta base, sin embargo, era un joven bastante atractivo: de estatura media y figura ágil, con una cabeza tan bien proporcionada que resultaba hermosa, un par de ojos inquisitivos y sensibles, y una boca grande y viril, que constituía la parte más expresiva de su físico. Arrojado al mundo a temprana edad, había metido la cabeza en todas partes para subsistir; y, por lo general, ésta había demostrado ser tan dura como aquello a lo que tenía que enfrentarse; es posible que su aire de triunfador reflejara esa experiencia. Era un hombre de gran inteligencia y firme voluntad, pero dudo que sus sentimientos fueran más fuertes que él. A la gente le gustaba por su franqueza, buen humor, solidez y sentido práctico, y le disgustaba por esas mismas cualidades bajo nombres diferentes; es decir, su descaro, su optimismo ofensivo y su avidez inhumana por los hechos. Cuando los amigos insistían en su noble desinterés, los enemigos acostumbraban a responder que estaba muy bien ignorar y suprimir la propia sensibilidad en la lucha por alcanzar el conocimiento, pero que pisotear al resto de la humanidad al mismo tiempo delataba un exceso de celo. Afortunadamente para Ludlow, no era una persona a la que, en general, le gustase escuchar; y, de haberlo escuchado, cierta coraza plebeya habría garantizado su ecuanimidad; aunque debe añadirse que, si bien como auténtico demócrata era muy insensible, como auténtico demócrata era también extraordinariamente orgulloso. Su vieja afición a las ciencias naturales lo había empujado recientemente al estudio de los fósiles, la especialidad de Herbert Moore; y era un asunto relacionado con sus investigaciones lo que, tras una breve correspondencia, le había llevado a su casa.
Cuando Adela se acercó a él, el joven se separó de la ventana, donde había estado contemplando el césped. Ella contestó a la amistosa inclinación de cabeza que le dirigía, al parecer, como saludo.
-La señorita Moore, supongo -exclamó Ludlow.
-La señorita Moore -dijo Adela.
-Lamento esta intrusión, pero he venido de muy lejos para ver al señor Moore por un asunto de trabajo, y he pensado que quizá podría preguntar dónde encontrarlo, o incluso dejar un mensaje para él.
Sus palabras fueron acompañadas de una sonrisa bajo cuya influencia estaba escrito en el destino de Adela que debía descender de su pedestal.
-Le ruego que no se disculpe -señaló-. Casi no sabemos lo que es una intrusión en este lugar tan tranquilo y apartado. ¿No quiere sentarse? Mi hermano sólo se ha marchado esta mañana, y estará de vuelta por la tarde.
-¿Por la tarde? En ese caso, creo que le esperaré. Ha sido una estupidez por mi parte no enviarle una nota antes. Pero he pasado todo el verano en la ciudad, y no lamentaré que este asunto me permita disfrutar de un poco de tiempo libre. Me encanta el campo y he estado muchos meses trabajando en un museo con olor a moho.
-Es posible que mi hermano no regrese hasta el anochecer -dijo Adela-. No lo sabía con seguridad. Podría encontrarse con él en Slowfield.
Ludlow reflexionó un momento, con los ojos fijos en su anfitriona.
-Si vuelve pronto, ¿a qué hora lo hará?
-Alrededor de las tres.
-Y mi tren sale a las cuatro. Él tardará un cuarto de hora en venir desde el pueblo y yo otro cuarto de hora en llegar allí (si él me deja su carruaje para volver). En ese caso, me quedaría una media hora para verlo. No tendríamos mucho tiempo para hablar, pero podría preguntarle lo más importante. Deseo sobre todo pedirle unas cartas... unas cartas de recomendación para algunos científicos extranjeros. Es el único hombre en este país que está al corriente de todos mis conocimientos. Es una pena hacer dos viajes de tren innecesarios... es decir, posiblemente innecesarios... de una hora de duración cada uno; lo más probable es que regresáramos juntos, ¿no cree? -preguntó con franqueza.
-Lo sabe usted mejor que yo -respondió Adela-. No soy demasiado aficionada a viajar a Slowfield, ni siquiera cuando es absolutamente necesario.
-Sí; y, además, hace un día tan bonito para dar un largo paseo por el campo... No recuerdo cuando fue la última vez que lo hice. Supongo que me quedaré.
Y dejó el sombrero en el suelo, a su lado.
-Ahora que lo pienso -dijo Adela-, me temo que el siguiente tren sale tan tarde que, al llegar a Slowfield, apenas le quedaría tiempo para hablar con mi hermano antes de que él regresara a casa Aunque tal vez pudiera convencerlo de que se quedara hasta la noche.
-¡Oh, no! De ningún modo. ¿No ve que podría ser una molestia para el señor Moore? Además, yo tampoco tendría tiempo. Y me gusta ver a un hombre en su hogar... o en el mío; si es un hombre al que yo aprecio... y le aseguro que aprecio muchísimo a su hermano, señorita Moore. Cuando los hombres se encuentran en un lugar intermedio, ninguno se siente a gusto. Y tienen ustedes una casa de campo tan bonita -exclamó Ludlow, mirando a uno y otro lado.
-Sí, es un rincón realmente encantador -señaló Adela.
Ludlow se puso en pie y se acercó a la ventana.
-Quiero contemplar el paisaje -dijo-. Un lugar precioso. ¡Qué feliz debe de ser usted, señorita Moore, por tener siempre la hermosura de la naturaleza ante sus ojos!
-En efecto; si un paisaje bonito puede hacerle a uno feliz, yo debería serlo.
Y Adela se alegró de ponerse en pie y colocarse al otro lado de la mesa, delante de la ventana.
-¿Acaso no cree que pueda, -preguntó Ludlow, dándose la vuelta-. Aunque no sé; tal vez tenga razón. Unas vistas horribles no tienen por qué hacerle a uno desgraciado. He estado trabajando un año en una de las calles más angostas, oscuras, sucias y concurridas de Nueva York, sin más paisaje que los ladrillos mohosos y los canalones cubiertos de lodo. Pero no creo que pueda presumir de ser desgraciado. ¡Ojalá pudiera! Así tendría derecho a reclamar su benevolencia.
Pronunció estas palabras apoyado en el canalón de la ventana, más allá de la cortina, con los brazos cruzados. Al ver la luz de la mañana iluminando su rostro y mezclándose con su radiante sonrisa, Adela comprendió que el joven estaba lleno de vida.
«Sea lo que sea -pensó a la sombra de la otra cortina, jugando con el abrecartas que había cogido de la mesa-, creo que es sincero. Me temo que no es un caballero, pero no es pesado ni aburrido.» Le miró a los ojos, con total libertad, durante un momento.
-¿Por qué quiere mi benevolencia? -inquirió con una brusquedad de la que fue completamente consciente.
«¿Querrá trabar amistad conmigo? -prosiguió Adela, tácitamente-. ¿O tan sólo hacerme un vulgar cumplido? Quizá ambas cosas sean una muestra de mal gusto, pero sobre todo esto último», Entretanto, su visitante le había respondido.
-¿Que por qué quiero su benevolencia? ¡Vaya! ¿Por qué quiere uno algo agradable en la vida?
-¡Válgame Dios! ¡Espero que tenga cosas más agradables que esta! -exclamó nuestra heroína.
-Será más que suficiente para la ocasión -exclamó el joven, enrojeciendo de un modo muy varonil ante la rapidez y agudeza de su propia réplica.
Adela miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea. Tenía curiosidad por saber cuánto tiempo llevaba con aquel alegre invasor de su intimidad, con quien se encontraba de pronto intercambiando bromas tan personales. Le había conocido unos ocho minutos antes.
Ludlow observó su gesto.
-Pero estoy interrumpiéndola y tendrá muchas cosas que hacer -exclamó, acercándose a su sombrero-. Supongo que debo despedirme de usted -y lo recogió del suelo.
Adela siguió junto a la mesa y le vio cruzar la habitación. Para expresar un sentimiento muy delicado en términos relativamente crudos, no quería de ninguna manera que él se marchara. La joven adivinó, asimismo, que él lamentaba mucho tener que irse. Darse cuenta de esto, sin embargo, apenas influyó en su ánimo. Lo cierto es que Adela (y lo decimos con respeto) no era ninguna ingenua. Era modesta, sincera y juiciosa; pero, como hemos dicho antes, tenía un pasado... un pasado en el que molestos pretendientes disfrazados de visitas matinales habían desempeñado un importante papel; y una gran habilidad para lo que podría llamarse burlar a esos caballeros era una de sus famosas cualidades. Por ese motivo, lo que sentía con más intensidad en aquellos momentos no era irritación hacia su acompañante, sino sorpresa ante su propia mansedumbre, que era, sin embargo, innegable. «¿Estaré soñando?», se preguntó. Miró por la ventana y se volvió nuevamente hacia Ludlow, que contemplaba su rostro con el sombrero y el bastón en la mano. «¿Debo permitirle quedarse? Es sincero -repitió para sí-, ¿por qué no ser sincera también yo por una vez?»
-Siento que tenga tanta prisa -dijo ella en voz alta.
-No tengo ninguna prisa -respondió el joven.
Adela miró de nuevo por la ventana, en dirección a las colinas. Hubo un momento de silencio.
-Creí que era usted quien tenía prisa -señaló Ludlow.
Adela volvió sus ojos hacia él.
-Mi hermano se alegraría de que se quedara todo el tiempo que quisiera. Sin duda le gustaría que yo le ofreciera toda la hospitalidad que estuviese en mis manos.
-Entonces le ruego que me la ofrezca.
-Muy fácil. Esta es la sala y allí, al otro lado del vestíbulo, se encuentra el estudio de mi hermano. Tal vez le gustaría ver sus libros y sus colecciones. No sé nada de ellos, así que no sería un buen guía. Pero puede entrar y examinar lo que le interese como mejor le parezca.
-Imagino que sería otro modo de separarme de usted.
-Por el momento, sí.
-Pero no sé si debo tomarme tantas libertades con las cosas de su hermano como usted me recomienda.
-¿Recomienda? No le recomiendo nada.
-Y si rehúso entrar en el sanctasanctórum del señor Moore, ¿qué otra alternativa me queda?
-Francamente... tendrá que inventarla usted.
-Creo que ha mencionado la sala. ¿Qué le parece si ésa es mi elección?
-Como quiera. Hay algunos libros y, si lo desea, traeré periódicos y revistas. Tenemos muchísimas publicaciones científicas. ¿Puedo ofrecerle algo más? ¿Está usted cansado de andar? ¿Le gustaría tomar un vaso de vino?
-¿Cansado de andar? No exactamente. Es usted muy amable, pero no tengo ningún deseo apremiante de tomar un vaso de vino. Tampoco es necesario que se preocupe por traerme publicaciones científicas. La verdad es que no tengo ganas de leer.
Ludlow sacó su reloj y lo comparó con el de la chimenea.
-Parece que su reloj va adelantado.
-Sí -repuso Adela-; es muy posible.
-Unos diez minutos. Bueno, supongo que será mejor que me vaya a pasear.
Y, acercándose a la joven, le tendió la mano. Ella le dio la suya.
-Hace un día único para dar un largo y tranquilo paseo -señaló la joven.
La única respuesta de Ludlow fue su apretón de manos. Se movió lentamente hacia la puerta, medio acompañado por Adela. «Pobre muchacho» , pensó. Había una puerta de verano, una celosía pintada de verde muy parecida a una contraventana; dejaba entrar en el vestíbulo una luz lóbrega y fría, bajo la cual Adela le pareció muy pálida. Ludlow separó sus hojas con el bastón y descubrió un paisaje ilimitado y centelleante, enmarcado por las columnas del porche. El joven se detuvo en el umbral, balanceando su bastón.
-Espero no perderme -dijo.
-Ni se le ocurra. Mi hermano no me lo perdonaría.
Ludlow frunció ligeramente el entrecejo, pero logró que sus labios esbozaran una sonrisa.
-¿A qué hora debo volver? -preguntó, bruscamente.
-Cuando usted quiera -contestó Adela, convirtiendo su voz casi en un susurro.
El joven se dio la vuelta y, con la resplandeciente entrada a sus espaldas, miró el rostro de Adela, ahora cubierto de luz.
-Señorita Moore -exclamó-, ¡me separo de usted totalmente en contra de mi voluntad!
Adela se quedó pensativa. Después de todo, ¿qué importancia tenía que siguiera con ella? Dadas las circunstancias, sería una aventura; pero ¿acaso una aventura era forzosamente un delito? Se trataba de una decisión que tenía que tomar sola. Era dueña de sus actos, y hasta entonces había obrado con rectitud. ¿No podía ser generosa por una vez? El lector advertirá en las meditaciones de Adela la repetición de la cláusula que contiene la salvedad «por una vez». Se debía al simple hecho de que había empezado el día con una disposición de ánimo romántica. Estaba predispuesta a sentir interés; y ahora que un fenómeno interesante se había presentado, y estaba ante ella bajo la forma de un ser humano... o, mejor dicho, de un hombre muy vital, lleno de reciprocidad, ¿iba a cerrar la mano a la generosidad del destino? Hacerlo significaría sólo exponerse más, pues sería un insulto gratuito a la naturaleza humana. ¿Acaso el hombre que tenía delante no rezumaba buenas intenciones? ¿Y no era eso suficiente? No era lo que Adela tenía por costumbre llamar un caballero; había llegado a esa convicción por una rápida diagonal, y ahora le servía de nuevo punto de partida. «He visto todo lo que los caballeros pueden mostrarme -éste fue su silogismo-: ¡Probemos algo nuevo!»
-No veo ningún motivo para que salga corriendo, señor Ludlow -dijo en voz alta.
-¡Creo que sería la mayor tontería que he cometido jamás! -exclamó el joven.
-Creo que sería una pena -señaló Adela.
-¿Me invita a entrar de nuevo en la sala? Vengo a visitarla a usted, ¿sabe? Antes venía a ver a su hermano. El asunto es muy sencillo. Usted y yo somos viejos amigos. Tenemos un sólido punto en común: su hermano. ¿No le parece?
-Puede defender la teoría que quiera. En mi opinión, no tiene importancia.
-Pues a mí me gustaría que la tuviera -afirmó Ludlow, con una simpática sonrisa.
-¡Como quiera!
Ludlow se apoyó contra la entrada.
-Mire, señorita Moore; su amabilidad me vuelve dócil como un niño. Soy un ser pasivo; estoy en sus manos; haga conmigo lo que quiera. No puedo evitar comparar mi destino con el que hubiera tenido de no haberla encontrado a usted. Hace un cuarto de hora yo desconocía su existencia; usted no estaba en mi programa. No tenía la menor idea de que su hermano tuviera una hermana. Cuando la criada habló de la «señorita Moore», imaginé una persona más bien mayor... de aspecto venerable... una anciana muy severa que diría «exactamente» y «muy bien, señor», y me dejaría pasar el resto de la mañana recostado en una silla de la terraza del hotel. Una prueba de lo necios que somos al intentar prever el futuro.
-No debemos permitir que nuestra imaginación vuele con nosotros en ninguna dirección -dijo Adela, sentenciosamente.
-¿Imaginación? No creo que yo tenga ninguna. No, señora -y Ludlow se enderezó-. Vivo el presente. Escribo mi programa sobre la marcha... o, en todo caso, eso haré en el futuro.
-Es usted muy juicioso -repuso Adela-. Suponga que escribe un programa para este momento. ¿Qué podemos hacer? Es una lástima pasar una mañana tan hermosa dentro de casa. Hay algo en el aire... un no sé qué... que parece decir que es el último día del verano. Deberíamos celebrarlo. ¿Le gustaría dar un paseo?
Adela había decidido que, para conciliar la benevolencia anteriormente mencionada con la observancia de su dignidad, su única opción era ser la anfitriona perfecta. Una vez tomada esta decisión, interpretó el papel con naturalidad y gracia. No podía interpretar otro; pero eso no disipó las tiernas sensaciones que parecían acompañar a aquel episodio tan extraño: se limitó a legitimarlas. No hay duda de que una aventura romántica que partía de una base tan convencional no perjudicaría a nadie.
-Me encantaría dar un paseo -dijo Ludlow-; un paseo haciendo un alto al final.
-Bueno, si no le importa hacer un pequeño alto al principio -respondió Adela-, estaré con usted en unos minutos.
Cuando regresó, con el sombrerito y la chaqueta, encontró a su amigo sentado en los escalones de la veranda. Ludlow se puso en pie y le dio una tarjeta.
-Mientras estaba ausente, me han pedido que le entregara esto.
Adela leyó con cierto remordimiento el nombre del señor Weatherby Pynsent.
-¿Ha estado aquí? -preguntó-. ¿Por qué no ha entrado?
-Le dije que no estaba usted en casa. Aunque no era cierto en ese momento, iba a serlo tan pronto que el intervalo no me pareció importante. Se dirigió a mí, pues me había colocado de tal modo que parecía el dueño de la casa; es decir, casi le cerraba el paso para que se viera obligado a hablar conmigo: pero confieso que me miró como si desconfiara de mis palabras. Dudó si decirme su nombre o llamar a un criado. Creo que quería manifestarme que recelaba de mi veracidad, ya que empezó a acercarse inexorablemente a la campanilla; temiendo que, al cruzar el umbral, se topara con la realidad palpable, le dije en el tono más amistoso posible que me encargaría personalmente de su pequeño tributo, siempre que me lo confiara.
-Tengo la impresión, señor Ludlow, de que es usted un hombre extrañamente poco escrupuloso. ¿Cómo sabía usted que el asunto que traía al señor Pynsent no era urgente?
-¡No lo sabía! Pero estaba seguro de que no era más urgente que el mío. Puede tener la certeza, señorita Moore, de que no puede acusarme de nada. Sólo pretendo ser un hombre; haber dejado entrar a ese pequeño clérigo tan amable... por qué es un clérigo, ¿verdad?... habría sido actuar como un ángel.
Adela conocía un paraje solitario en el corazón de la campiña, o eso creía, donde propuso llevar a su amigo. Se trataba de elegir un lugar ni demasiado lejos ni demasiado cerca, y caminar a un ritmo ni demasiado rápido ni demasiado lento. A pesar de que el feliz valle de Adela estaba por lo menos a dos millas, y de que hicieron muy despacio ese trayecto, su llegada a un pequeño y rústico portón, más allá del cual los campos crecían silvestres, dejó a la joven casi sin habla. Al iniciar el paseo, abrigó la precipitada idea de que no podía haber nada deshonroso en una excursión meramente bucólica como aquélla, ni ninguna malicia en un espíritu tan sensible al influjo de la naturaleza y al aire melancólico del incipiente otoño como el de su acompañante. Un hombre que disfruta sinceramente con los niños inspira confianza en las jóvenes; y así, aunque en menor grado, un hombre capaz de emocionarse ante la sencilla belleza de un paisaje de Nueva Inglaterra puede ser considerado, y no sin razón, por las hijas del lugar un individuo de propósitos puros. Adela era una gran observadora de las nubes, de los árboles, de los arroyos, de los sonidos y colores, de los aires transparentes y de los horizontes azules de su hogar adoptivo; y el hecho de que Ludlow supiera apreciar esos pequeños fenómenos la tranquilizó. El placer que experimentaba éste, sin embargo, por profundo que fuera, tenía que luchar contra el intenso abatimiento de un hombre que ha pasado el verano inspeccionando tediosos especimenes en un laboratorio, y contra un impedimento mucho menos material: la sensación de que Adela era una mujer extraordinariamente atractiva. Aun así, gran conversador por naturaleza, expresó todo su entusiasmo derrochando ingenio y buen humor. Adela comprendió que era un excelente compañero al aire libre... un hombre capaz de sacar provecho, incluso exagerado, del ancho horizonte y del alto cielo. Sus gestos desenfadados, su voz sonora, su perspicacia y vivacidad parecían exigir y justificar una ausencia total de barreras. Franquearon el pequeño portón y deambularon sin rumbo fijo por los pastos vacíos, hasta que el terreno empezó a ascender y a volverse pedregoso. Después de una breve subida, llegaron a una extensa planicie cubierta de arbustos y cantos rodados; terminaba, por un lado, en un precipicio cortado a pico, bajo el que se extendían campos y ciénagas hasta llegar al río, y por otro, en agrupaciones desperdigadas de cedros y arces, que se espesaban y multiplicaban poco a poco hasta que los frondosos bosques volvían de color púrpura el horizonte. Tenían sol y sombra, las dos cosas... el cielo despejado, o la cúpula susurrante de un círculo de árboles que siempre había recordado a Adela los pinos de Villa Borghese. La joven guió a su acompañante, entre los peñascos, hasta un asiento soleado que dominaba el curso del río, donde el rumor de los cedros les ofrecería una compañía casi humana.
-He tenido siempre la sensación de que el viento en los árboles es la voz de los cambios que se avecinan -dijo Ludlow.
-Tal vez sea cierto -contestó Adela-. Los árboles siempre hablan en ese tono melancólico, y los hombres siempre están cambiando.
-Sí, pero sólo pueden presagiar acontecimientos futuros, porque a eso me refiero, cuando hay alguien que puede oírlos; especialmente alguien cuya vida, según cree, está a punto de experimentar un cambio. Entonces son bastante proféticos. ¿Sabe que son palabras de Longfellow?
-Sí, sé que son palabras de Longfellow; pero es como si se le hubieran ocurrido a usted.
-A decir verdad, también tengo esa sensación.
-¿Se cierne sobre usted algún cambio importante?
-Sí, uno bastante importante.
-Creo que los hombres hablan así cuando van a contraer matrimonio -señaló Adela.
-Más bien voy a divorciarme. Me marcho a Europa.
-¿De veras? ¿Pronto?
-Mañana -respondió Ludlow, después de un momento de silencio.
-¡Oh! -exclamó Adela-. ¡Cuánto le envidio!
Ludlow, sentado sobre la cortadura y tirando piedras al llano, advirtió cierta disparidad en el tono de las dos exclamaciones de su amiga. El primero era natural, el segundo artificioso. Volvió los ojos hacia ella, pero la joven tenía su mirada perdida en la lejanía. Entonces, por unos instantes, se quedó pensativo. Analizó rápidamente la situación. Ahí estaba él, Tom Ludlow, un hijo del trabajo duro con los pies en la tierra; sin fortuna, sin reputación, sin antecedentes, destinado a vivir exclusivamente entre hombres vulgares, y que jamás había tenido una madre, ni una hermana, ni una novia de buena familia que le enseñara a graduar su voz para un tímpano femenino; lo más cerca que había estado de una auténtica dama había sido en medio de una muchedumbre para recibir un mecánico «gracias» (como si fuera un policía) por alguna ayuda fortuita: y ahí estaba él metido hasta el cuello en una repentina escena pastoral con una joven claramente superior. Que le gustaría disfrutar de la compañía de alguien así (siempre que no fuera una mocosa, desde luego) era algo que sabía; pero jamás se le había ocurrido pensar que tendría esa posibilidad. ¿Tenía que deducir ahora que ese brillante don era suyo? El brillante don de lo que en la relación entre los sexos se llama éxito. La deducción era, por lo menos, lógica. Había causado una buena impresión. ¿Por qué si no habría confraternizado hasta ese punto con él una joven tan refinada? Ludlow no pudo evitar sentir un pequeño estremecimiento de satisfacción al recordar lo franco y directo que había sido. «Todo esto confirma mi vieja teoría de que un proceso nunca puede ser demasiado sencillo. No he empleado el menor artificio. En una empresa semejante, yo no habría sabido cómo empezar. Ha sido mi ignorancia de las normas lo que me ha salvado. A las mujeres les gusta un caballero, por supuesto; pero prefieren a un hombre», pensó. Era el pequeño toque de espontaneidad percibido en el tono de Adela lo que le había invitado a reflexionar; si bien, al compararlo con la franqueza de su propia actitud, no delataba ninguna emoción inconveniente. Ludlow había aceptado el hecho de su adaptabilidad al ánimo ocioso de una dama cultivada con un espíritu perfectamente racional, y no le tentaba exagerar su importancia. No era un hombre capaz de embriagarse con un triunfo, después de todo, posiblemente superficial. «Si la señorita Moore es lo bastante juiciosa... o necia... para disfrutar media hora conmigo por lo que soy, ¡yo, encantado! -se dijo-. Seguramente -añadió, contemplando su inteligente perfil-, no le gustaré por lo que no soy» Es necesario, sin embargo, una mujer mucho más inteligente (¡gracias a Dios!) que la mayoría -más inteligente, desde luego, que Adela- para proteger su felicidad de lo que elucubra un hombre perspicaz sobre su inteligencia; y no hay duda de que la percepción de esta verdad universal despertó en Ludlow una ternura muy varonil mientras seguía observando a su compañera. «No la ofendería por nada del mundo», pensó. En ese mismo instante, Adela, consciente de que él la contemplaba, miró a su alrededor. Antes de saber lo que decía, Ludlow había repetido en voz alta:
-Señorita Moore, no la ofendería por nada del mundo.
Adela clavó un momento los ojos en él, con un ligero rubor que dio paso a una sonrisa.
-¿Qué terrible impertinencia preludian sus palabras? -preguntó.
-No preludian nada. Se refieren al pasado... a cualquier posible contrariedad que haya podido causarle.
-Sus escrúpulos son innecesarios, señor Ludlow. Si me hubiera ofendido, no le habría permitido disculparse. No habría esperado a que se le ocurriera dar ese paso mientras fantaseaba compasivamente sentado al sol.
-¿Qué habría hecho?
-¿Hecho? Nada. Supongo que no creerá que le habría reñido... o que le habría mirado con desdén... o que le habría respondido. Habría dejado sin hacer... soy incapaz de decirle qué. Pregúntese a sí mismo qué he hecho. Yo apenas lo sé -exclamó Adela, con cierta vehemencia-. En cualquier caso, aquí estoy, sentada con usted en medio del campo, como si le conociera desde hace años. ¿Por qué habla de ofensas? -y Adela (algo excepcional en ella) perdió el dominio de su voz, que tembló levemente-. ¡Qué extraño pensamiento! ¿Por qué habría de ofenderme? ¿Parezco tan dispuesta a esa clase de cosas?
Había vuelto a sonrojarse, y se le habían iluminado los ojos. Había olvidado sus buenos modales y, antes de hablar, no había pedido consejo, como acostumbraba, a ese fiel custodio, su buen gusto. La embargaba la emoción... una emoción que se había ido apoderando de ella desde el principio del paseo... un sentimiento de naturaleza casi apasionada y que ese pequeño revés que había supuesto el anuncio de la partida del señor Ludlow había desbordado. El lector puede dar a ese sentimiento el nombre que quiera. Nos contentaremos con decir que Adela había jugado con fuego y se había quemado. La ligera violencia de las palabras que acabamos de citar puede reflejar su sensación de dolor.
-No tome al pie de la letra mis palabras, señorita Moore -dijo Ludlow-. Un hombre se expresa lo mejor que sabe.
Adela no contestó. Bajó la cabeza durante unos instantes. ¿Iba a llorar porque se sentía herida? ¿Iba a abrir su dolorido corazón a un individuo con el que no tenía sentido, al menos aún, hablar de sentimientos? ¡No! Y aquí nuestra reservada y contemplativa heroína vuelve a ser la de siempre. Seguía teniendo que interpretar el papel de la joven de mundo, de la dama perfecta. Por nuestra parte, somos incapaces de imaginar una figura más encantadora que este civilizado y disciplinado personaje, dadas las circunstancias; y, si Adela hubiera sido la más hábil de las coquetas, no habría sabido adoptar una expresión más favorecedora que el aire de respetable consideración que ahora mostraban sus facciones. Pero, después de rendir este generoso homenaje al decoro, se sintió libre para sufrir en secreto. Levantando la mirada del suelo, se dirigió bruscamente a su compañero:
-A propósito, señor Ludlow, cuénteme algo de usted.
Ludlow rompió a reír.
-¿Qué quiere que le cuente?
-Todo.
-¿Todo? Perdone, no soy tan necio. Pero ¿sabe que su petición me resulta muy tentadora? Supongo que tendría que ruborizarme y titubear; pero jamás me he ruborizado ni he titubeado cuando debía.
-Muy bien. Eso ya es algo. Continúe. Empiece desde el principio.
-Veamos, déjeme pensar. Mi nombre, ya lo sabe. Tengo veintiocho años.
-Ése es el final -dijo Adela.
-Pero imagino que no quiere la historia de mi primera infancia. Supongo que fui un bebé enorme, ruidoso y feo... lo que suelen llamar un «niño espléndido». Mis padres eran pobres y, por supuesto, honrados. Pertenecían a un ambiente... o a una «esfera», creo que diría usted... muy diferente a cualquiera de las que probablemente conozca. Tenían que ganarse la vida Mi padre era un humilde químico, y sospecho que a mi madre no le asustaban las tareas más duras. Pero, aunque no la recuerdo, estoy seguro de que era una mujer sensata y buena; de vez en cuando siento su energía en mi interior. Yo he trabajado toda mi vida; y le diré que soy un trabajador infatigable. No soy paciente, como supongo que lo será su hermano... aunque tengo más paciencia de la que pueda imaginar... pero soy bastante obstinado. Si le sorprende mi egotismo, recuerde que fue usted quien empezó esta historia. No sé si soy inteligente, ni me importa demasiado; es una especie de vocablo metafísico, insulso y sentimental. Pero tengo claro lo que quiero saber, y generalmente me las ingenio para averiguarlo. No conozco demasiado mi esencia moral; estoy convencido de que soy terriblemente egoísta. Sin embargo, no me gusta herir los sentimientos de los demás y soy bastante aficionado a la poesía y a las flores. De todas formas, no creo ser un hombre de ideas elevadas. No me sorprendería nada descubrir que soy sumamente engreído; pero me temo que el descubrimiento no cambiaría gran cosa. Soy extraordinariamente difícil de domeñar, lo sé. ¡Seguro que le parecería un bruto si me conociera! No le recomendaría a nadie que contase demasiado con mi amabilidad. A veces me aburro mucho con personas que me quieren... porque algunos se encariñan conmigo, de veras; así que me parece que soy desagradecido. Desde luego, como un hombre que habla a una mujer, me veo obligado a decir que soy despreciable; pero odio hablar de cosas que no pueden probarse. Apenas tengo «cultura general», sabe, pero lo que importa es que he leído muchísimos libros... y, gracias a Dios, mi memoria es buena. Y también tengo algunas aficiones. Me encanta la música. Tengo una bonita voz; no puedo evitar saberlo; y, hablando de pintura, nadie puede intimidarme. Sé cómo sentarme en un caballo, y sé remar. ¿Es suficiente? Soy consciente de mi enorme torpeza para decir algo pertinente. En pocas palabras, soy un ávido especialista... y no soy un mal tipo. Con todo, soy únicamente lo que soy: una criatura muy normal.
-¿Se define como una criatura muy normal porque realmente cree que lo es o porque se siente tentado de estropear la más bien halagüeña relación con un gran borrón final?
-Le aseguro que no lo sé. Muestra usted más sutileza en una sola pregunta de la que he mostrado yo en una larga cadena de afirmaciones. Ustedes las mujeres tienen una gran habilidad para hacer preguntas embarazosas. En serio, creo que soy de segunda categoría Aunque no lo admitiría delante de todo el mundo. Pero a usted, señorita Moore, sentada bajo su sombrilla tan imparcial como la musa de la historia, le debo la verdad. No soy un hombre de genio. Carezco de algo; me falta alguna distinción final; puede llamarlo como quiera. Tal vez sea humildad. Es posible que pueda encontrarlo en Ruskin, en algún lugar. Quizá sea delicadeza... o imaginación. Soy muy vulgar, señorita Moore. Soy el hijo vulgar de unas gentes vulgares. Empleo el término, por supuesto, en sentido literal. Le concedo todo esto de entrada, pero es mi última concesión.
-Sus concesiones son más pequeñas de lo que parecen. ¿Tiene alguna hermana?
-No; ni tampoco hermanos, ni primos, ni tíos, ni tías.
-Y ¿se embarca mañana para Europa?
-Mañana, a las diez en punto.
-¿Estará lejos mucho tiempo?
-Todo el que pueda. Cinco años, de ser posible.
-¿Qué espera hacer en esos cinco años?
-Estudiar.
-¿Solamente estudiar?
-Supongo que siempre volveré a eso. Espero divertirme mucho, y contemplar el mundo mientras lo atravieso. Pero no puedo perder el tiempo; me estoy haciendo viejo.
-¿A dónde se dirige?
-A Berlín. Quería algunas cartas de presentación de su hermano.
-¿Tiene dinero? ¿Su posición es acomodada?
-¿Acomodada? ¡Válgame Dios! ¡No! Soy muy pobre. Tengo un poco de dinero que acabo de recibir del modo más inesperado: se trata de una vieja deuda con mi padre. Me llevará hasta Alemania y me permitirá vivir seis meses. Después tendré que trabajar para abrirme camino.
-¿Es usted feliz? ¿Se siente satisfecho?
-Precisamente ahora estoy de maravilla, gracias.
-Pero ¿lo seguirá estando cuando llegue a Berlín?
-No le prometo sentirme satisfecho; pero estoy seguro de que seré feliz.
-Está bien -dijo Adela-, deseo sinceramente que todo le salga bien.
-Muchísimas gracias -exclamó Ludlow.
No dejaremos constancia aquí del resto de su diálogo. Al lector se le ha dado la clave de la conversación de nuestros amigos; sólo es necesario decir que ésta se prolongó media hora más. A medida que pasaban los minutos, Adela fue alejándose cada vez más de su anclaje. Cuando, finalmente, se obligó a sí misma a consultar el reloj y a recordar a su acompañante que les quedaba el tiempo justo para llegar a casa antes de que lo hiciera su hermano, comprendió que flotaba a gran velocidad mar adentro. Mientras bajaba la colina al lado de su amigo, una fuerte tentación hizo que se estremeciera. Su primer impulso fue cerrar los ojos a ésta, confiando en que habría desaparecido cuando los abriera de nuevo; pero se dio cuenta de que no iba a ser tan fácil deshacerse de ella. La acosaba de tal modo que, antes de haber recorrido una milla en dirección a la casa, había sucumbido a su poder o, al menos, se había comprometido con esa aceleración del corazón que acompaña toda decisión temeraria. Aquel pequeño sacrificio la dejó sin aliento para pronunciar palabras ociosas; por ese motivo, avanzó escuchando a su acompañante con la cabeza inclinada. Ludlow siguió caminando, sin que su optimismo pareciera haber disminuido, hablando tan fuerte y tan deprisa como al principio. Estaba expuesto a la profecía de que el señor Moore no hubiera vuelto, y encomendó a Adela que le transmitiera un divertido mensaje de excusas. La joven había empezado a preguntarse si Ludlow, ante la proximidad de su separación, no se había dejado invadir por un abatimiento acorde con el suyo, aquel que sellaba sus labios y atenazaba su corazón; y estaba tratando de decidir si su declaración expresa de que se sentía «terriblemente desgraciado» debía disipar forzosamente sus dudas. Después de esta afirmación, Ludlow hizo un hermoso resumen de la mañana, y pronunció un discurso de despedida que impresionó a Adela, al menos por su buen gusto. Es posible que fuera una criatura normal... pero lo cierto es que era muy poco corriente. Cuando llegaron a la verja del jardín, Adela, con el corazón palpitante, buscó algún indicio fortuito de la presencia de su hermano. Sentía que gozarían de una oportunidad muy, especial si aún no había regresado. Entró en la casa delante de Ludlow. Su sombrero y su abrigo no estaban en la mesa del vestíbulo como de costumbre, ni su bastón de empuñadura plateada en el rincón. Lo único que llamó su atención fue la tarjeta del señor Pynsent, que ella había depositado en la mesa antes de salir. Todo cuanto representaba aquella pequeña cartulina blanca parecía estar a muchas millas de distancia. Buscó al señor Moore en su estudio, pero se hallaba vacío.
Cuando Adela regresó a la sala, se limitó a mirar a Ludlow -que estaba delante de la chimenea- y a mover negativamente la cabeza; mientras lo hacía, captó su propio reflejo en el cristal de la repisa de la chimenea. «Verdaderamente, ¡qué lejos he viajado!», pensó. Había olvidado con facilidad su antigua dignidad y educación, pero pensaba romper aún más con ellas. Con singular valentía, se preparó para cumplir el pequeño compromiso que había contraído consigo misma mientras regresaba a casa. Sabía que acogería con entusiasmo cualquier prueba a la que pudiera someterse su generosidad. Desgraciadamente, no parecía que ésta fuera a ser desafiada; aunque, en esos momentos, tenía la satisfacción de asegurarse a sí misma que, al igual que la misericordia divina, su generosidad era infinita. ¿Debía convencerse de la generosidad de su amigo? ¿O debía quedarse tranquilamente con la duda? Esas habían sido las cláusulas de lo que, al pie de la colina, se ha considerado su tentación.
-Me queda muy poco tiempo -dijo Ludlow-; tengo que cenar, pagar la cuenta y coger un carruaje a la estación -y le tendió la mano.
Adela la estrechó, sin que sus ojos se encontraran.
-Tiene usted mucha prisa -exclamó, con aire despreocupado.
-No soy yo quien tiene prisa. Es mi maldito destino. Son el tren y el barco de vapor.
-Si de veras deseara quedarse, no deberían importarle ni el tren ni el barco de vapor.
-Cierto... muy cierto. Pero ¿de veras deseo quedarme?
-Ésa es la cuestión. Eso es precisamente lo que quiero saber.
-Sus preguntas son difíciles, señorita Moore.
-Difíciles para mí... en efecto.
-Entonces, como es natural, está preparada para contestar a las preguntas fáciles.
-Déjeme oír qué es para usted una pregunta fácil.
-De acuerdo, entonces: ¿desea que me quede? Lo único que tengo que hacer es tirar mi sombrero, tomar asiento y cruzarme de brazos durante veinte minutos. Perderé mi tren y mi barco. Me quedaré en América en lugar de ir a Europa.
-He dado vueltas a todo eso.
-No puedo decir que sea realmente importante. Hay alicientes en ambos lados.
-Sí, y sobre todo en uno. Es realmente importante.
-Y ¿me pide que abandone... que renuncie a Berlín?
-No; es algo que no debo hacer. Lo que le pregunto es si, en caso de pedírselo, aceptaría.
-Eso hace que el asunto sea más fácil para usted, señorita Moore. ¿Qué alicientes me ofrece?
-No le ofrezco ninguno en absoluto, señor.
-Supongo que eso significa mucho.
-Mucho; y todo muy absurdo.
-No hay duda de que es usted una mujer de lo más interesante, señorita Moore... una mujer encantadora.
-¿Por qué no me llama irresistible de una vez y se despide de mí?
-No creo que tenga que llegar a eso. Pero no le contestaré nada que la deje en situación ventajosa. Pídame que me quede... ordéneme que me quede, si prefiere... y veré qué tal suenan sus palabras. Vamos, no debe jugar con un hombre.
No había soltado la mano de Adela, y los dos jóvenes se miraban ahora intensamente a los ojos. El guardó silencio, esperando una respuesta.
-Adiós, señor Ludlow -dijo Adela-. ¡Que Dios le bendiga! -y se dispuso a retirar la mano; pero él lo impidió.
-¿Somos amigos? -inquirió.
-¡Amigos de tres horas! -exclamó Adela, encogiéndose de hombros.
Ludlow la miró con cierta dureza.
-Nuestra despedida podía al menos haber sido dulce -comentó él-; ¿por qué convertirla en amarga, señorita Moore?
-Si es amarga, ¿por qué quiere cambiarla?
-Porque no me gustan las cosas amargas.
Ludlow había alcanzado a entrever la verdad -esa verdad que el lector ha vislumbrado- y se quedó allí, emocionado y molesto al mismo tiempo. No sólo tenía un corazón, también una conciencia. «No es culpa mía», murmuró a esta última. Pero fue incapaz de añadir, de forma coherente, que sí era su desgracia. Sería muy heroico, muy poético, muy caballeroso, perder su barco de vapor, y sintió que estaría justificado hacerlo... por la insinuación de un hecho. Pero el motivo aquí era menos que un hecho: una idea; menos que una idea: una mera intuición. «Ha sido una pequeña y hermosa aventura romántica -pensó-. ¿Por qué estropearla? Jamás he conocido a una mujer como ella, y haber tenido la suerte de verla así... ¡es suficiente para mí!» Se llevó a los labios la mano de la joven, la besó y, después de soltarla, alcanzó la puerta y salió a grandes zancadas del jardín.



































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